1. EL CONCEPTO DE LO GROTESCO: UN RESUMEN HISTÓRICO
Los tres fragmentos presentados, al igual que su discusión, reflejan necesariamente una comprensión contemporánea de lo grotesco. Me he limitado a dar ejemplos y nociones en los que existe un acuerdo general entre los autores modernos que han escrito sobre la materia, aunque no sea tarea fácil. Pero una discusión sobre lo grotesco no puede permitirse pasar por alto el desarrollo histórico de la palabra “grotesco” y sus usos, así como los diversos conceptos previos sobre su significado, especialmente cuando algunas de esas nociones anteriores todavía se aceptan (ya sea correcta o erróneamente). El uso del término en el siglo XVIII es probable que sea muy diferente del empleado en el XIX, y es de esperarse que ambos difieran de su aplicación actual. Esos usos anteriores del concepto, sin embargo, pueden ser extremadamente útiles para llegar a entender lo grotesco, aun si no los asumimos del todo. Es posible incluso profundizar en el tema gracias a concepciones previas que fueron rechazadas por completo en su momento. De ahí que sea conveniente suspender por lo pronto nuestras consideraciones sobre los tres ejemplos presentados, para trazar brevemente el desarrollo del término y concepto de grotesco.
Es necesario enmendar y renovar los términos literarios, especialmente aquellos que denotan categorías y modos de la escritura. Se vuelven manidos, su aplicación se torna demasiado amplia o distorsionada, debido a una variedad de factores que van desde la sobresubjetividad por parte de los individuos que los emplean hasta los gustos particulares de una época dada. Lo grotesco ha padecido más que ningún otro esta inevitable variación, quizás por su naturaleza radical y extrema; de hecho, sólo en tiempos recientes ha habido un acuerdo en cuanto a si “lo grotesco” es un término válido y con sentido. A pesar de algunos intentos notables, pero aislados, por definir la naturaleza de lo grotesco en el siglo XIX, fue hasta 1957, con la aparición del libro del crítico alemán Wolfgang Kayser, Lo grotesco. Su realización en la literatura y la pintura, cuando se volvió objeto de un considerable análisis estético, así como de una evaluación crítica. Si en épocas anteriores se había reconocido en él meramente el principio desenfrenado de la desarmonía o estaba relegado a las expresiones más groseras de lo cómico, la tendencia actual –bienvenida como un considerable paso hacia adelante– ve lo grotesco como algo en esencia ambivalente, como un violento choque entre opuestos, y de ahí –en alguna de sus formas, al menos– como una expresión adecuada de la naturaleza problemática de la existencia. No es casual que el modo grotesco en la pintura y en la literatura tienda a prevalecer en sociedades y épocas marcadas por conflictos, cambios radicales o desorientación. Aunque se corre el riesgo de caer en lugares comunes al concebir los últimos 40 o 50 años como una era convulsionada por trascendentales cambios sociales e ideológicos, puede decirse con justicia, sin embargo, que se trata de un factor importante que ha contribuido a la actual situación artística, donde lo grotesco es más que evidente. Basta un rápido examen de lo que se ha producido actualmente (con nombres como Harold Pinter y Joe Orton, en Inglaterra; J. P. Donleavy y John Barth, en Estados Unidos; Samuel Beckett y Eugene Ionesco, en Francia; Günter Grass, en Alemania; y Friedrich Dürrenmatt, en Suiza) para certificar el alto grado en que lo grotesco se ha vuelto un modo recurrente en la literatura mundial. Esto sin mencionar a las otras artes, donde prevalece una situación similar.
Lo grotesco no es, por supuesto, un fenómeno exclusivo del siglo XX, ni siquiera de la civilización moderna. Existió como modo artístico en Occidente al menos desde el cristianismo primitivo en la cultura romana, donde se desarrolló como un estilo que combinaba elementos humanos, animales y vegetales, intrincadamente entrelazados en una pintura. El historiador alemán Ludwig Curtius cita los comentarios que hizo, durante el reino de Augusto, el escritor romano Marco Vitruvio Pollio sobre este nuevo estilo:
Pues nuestros artistas contemporáneos prefieren decorar las paredes con monstruos en lugar de representaciones claras del mundo de los objetos. En vez de columnas, se pintan estriados tallos con rizadas flores y volutas, y al ornamento de los frontones se prefieren candelabros que soportan pintados templetes. En los tímpanos de éstos crecen desde unas raíces tiernas flores que se enroscan y desenroscan y sobre las cuales se sientan sin ningún sentido algunas figurillas. Finalmente, las ramificaciones sirven de apoyo nada menos que a medias figuras: unas con cabezas humanas y otras con cabezas de animal. Pero semejantes disparates no existen, no existieron nunca y no existirán jamás.
Porque, ¿cómo podría un tallo soportar un tejado o cómo un candelabro habría de tener el adorno de un tímpano? ¿Cómo un tierno y débil zarcillo podría soportar una figura sentada y cómo de raíces y zarcillos podrían crecer seres que son mitad flor, mitad cuerpo humano?
Vale la pena destacar dos aspectos de esta descripción. Primero, la principal característica de este estilo es la confusión de elementos heterogéneos, la imbricación de formas vegetales, animales, humanas y arquitectónicas. También queda fuertemente explícito que Vitruvio considera esta combinación monstruosa y absurda. Segundo, la actitud del buen Vitruvio es de indignado rechazo. El crítico de mentalidad clásica se siente ultrajado por el intencional desprecio al principio de mímesis o de reproducción realista del mundo, así como por la transgresión a las leyes de la naturaleza y de la proporción. Esta actitud hacia lo grotesco ha sido común desde entonces, especialmente en las épocas donde las nociones clásicas sobre el arte y la literatura han prevalecido.
Murales como los descritos por Vitruvio aparecieron por primera vez alrededor de 1500, durante las excavaciones en Roma. Del italiano grotte (“cuevas” y, por extensión, “excavaciones”) surge el adjetivo grottesco y el nombre le grottesca, que denotan el tipo de pintura mencionada antes. La palabra aparece en Francia ya en 1532, y así se utiliza también en inglés hasta ser remplazada por grotesque alrededor de 1640. Los usos tempranos de la palabra en inglés estuvieron restringidos a las pinturas antiguas y a las imitaciones de este estilo que se volvió popular en el siglo XVI, particularmente en Italia (véanse los grotescos de Raphael). El paso de la palabra “grotesco” a la literatura y a ámbitos ajenos a las artes visuales ocurrió en Francia prontamente en el siglo XVI (Rabelais la utiliza para referirse a las partes del cuerpo), pero en Inglaterra y en Alemania sólo hasta el siglo XVIII. Así, “grotesco” adquirió un sentido más amplio. Particularmente su asociación con la caricatura –tópico muy discutido por los estetas del siglo XVIII– condujo a lo que Kayser llama una pérdida de sustancia en la palabra, es decir, a la supresión de las cualidades aterradoras de lo grotesco y a un énfasis excesivo en lo ridículo y lo extraño. Arthur Clayborough, en su libro The Grotesque in English Literature (1965), también nota ese desarrollo:
La palabra grotesco entonces se utilizó de una manera más general durante la Ilustración y el Neoclasicismo, cuando las características del estilo del arte grotesco –extravagancia, fantasía, gusto individual y rechazo de las condiciones naturales de organización– son objeto de burla y de desaprobación. El significado más general que se desarrolló a principios del siglo XVIII es por lo tanto el de “ridículo, distorsionado, innatural”, como adjetivo y como nombre: “algo absurdo, una distorsión de la naturaleza”.
Estas connotaciones peyorativas de lo grotesco persistieron a la par del original sentido técnico de un tipo particular de pintura, en el siglo XIX y ciertamente en gran medida en el XX. Incluso aquellos escritores que mostraron cierta predisposición favorable hacia lo grotesco tendieron a tratarlo como una especie vulgar de lo cómico, un aliado cercano a lo burlesco y a la caricatura. En Alemania, tanto Justus Moser, en Harlekin oder die Verteidigung des Grotesk-Komischen (Arlequín o La defensa de lo cómico grotesco, 1761) como F. T. Vischer, en su Estética de 1857, despojan de esa manera a lo grotesco de sus cualidades más serias. Lo mismo puede decirse de John Addington Symonds (Caricatura, lo fantástico, lo grotesco, 1860) y de Thomas Wright (Una historia de la caricatura y de lo grotesco en la literatura y en la pintura, 1865), aunque este último no niega por completo la presencia de lo aterrador o de lo desagradable en lo grotesco. Otro alemán, Heinrich Schneegans, cuya Geschichte der grotesken Satire (Historia de la sátira grotesca, 1894) se concentra abundantemente en Rabelais, trata igualmente lo grotesco en términos de una exageración absurda.
Kayser y otros han objetado con razón esta idea de lo grotesco como bufonería exagerada o absurdo fantasioso, sobre la base de que no toma en cuenta los muchos casos en que coexisten lo absurdo con lo monstruoso, lo repugnante y lo horrible. Ya sea que estas instancias se encuentren en las pinturas de Bosch y de Brueghel o en Los desastres de la guerra de Goya, en los textos de Swift, Blake, E. T. A. Hoffmann e incluso en los pasajes más desenfrenados del por lo general festivo Rabelais, no se pueden explicar o aprehender de manera adecuada haciendo meramente referencia a una exageración descabellada.
Quizá sea más fácil para nosotros, que vivimos en la segunda mitad del siglo XX, hacer ese tipo de crítica e insistir en la presencia de un componente de horror o algo similar en lo grotesco. Se puede decir que nuestro concepto de lo grotesco está condicionado por muchos ejemplos tomados de la literatura tanto moderna como contemporánea de lo cómico inexplicablemente combinado con lo monstruoso, del entramado de elementos totalmente disparatados que producen un extraño conflicto de emociones, que con mucha frecuencia es desagradable y perturbador. No obstante, hay varios escritores de los siglos XVIII y XIX que destacan la naturaleza seria y poderosamente perturbadora de lo grotesco. Estos escritores son de índole tan dispar como John Ruskin y Victor Hugo, Friedrich Schlegel y Walter Bagehot, pero todos ellos tienen en común la propensión a ver en lo grotesco algo más que una exageración extravagante o un burlesco desenfrenado. Incluso el victoriano Bagehot, de espíritu imbuido en el clasicismo, quien no tiene ningún empacho en su ensayo “Wordsworth, Tennyson y Browning, o el arte puro, de ornato y grotesco en la poesía inglesa” (1864) en preferir el arte puro al de ornato y a ambos sobre lo grotesco, admite de buen grado la legitimidad de lo grotesco como una especie de ejemplo negativo: la otra cara de la moneda de lo hermoso y lo sublime. Para Ruskin, por otra parte, algunas formas de lo grotesco, en manos nobles y con una verdadera conciencia espiritual (Dante, por ejemplo), llegan a ser grandiosas, y pueden ocupar un lugar al lado de los más altos ejemplos del arte. En el capítulo titulado “Lo grotesco en el Renacimiento” en Las piedras de Venecia (1851-1853), Ruskin hace una distinción entre el grotesco “noble” o “verdadero” y el “innoble” o “falso”; al primero lo asocia con la realización de la naturaleza humana trágica e imperfecta; al otro, con la frivolidad premeditada. Aunque deberíamos probablemente rechazar las alusiones morales del análisis de Ruskin, es notable su estudio por el énfasis que da al rasgo caprichoso o festivo de lo grotesco. Todo arte grotesco es para él, en parte, el...