Vosotros no tenéis la culpa
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Vosotros no tenéis la culpa

En torno al suicidio

José Luis Bimbela Pedrola

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  1. 144 pages
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Vosotros no tenéis la culpa

En torno al suicidio

José Luis Bimbela Pedrola

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Hay libros que ayudan a quienes los leen, y también hay libros que ayudan a quienes los escriben. Vosotros no tenéis la culpa es un ejemplo. En 2009, José Luis Bimbela empezó a escribir una carta para despedirse y desculpabilizar a sus familiares. Había decidido suicidarse. Se sentía agotado, cansado de vivir. Y con dolores físicos, emocionales y sociales que sufría como insoportables. Y a esa carta, que nunca llegó a terminar, siguieron otros escritos —artículos en prensa y entradas en su blog— que han sido el germen de este libro.Estas páginas son fruto de ese impulso sanador, así como de la reflexión, el aprendizaje, el crecimiento, el goce y la necesidad de manifestar las emociones que nos permiten entregarnos a los demás con todo lo que somos. En cuerpo y alma. Han sido escritas con la esperanza de que puedanser útiles e inspiradoras para las personas que alguna vez han tenido ideas suicidas, y para sus familiares y allegados.Enriquecida con herramientas, técnicas, estrategias preventivas y todo tipo de recursos para vivir una vida con sentido, alegría y pasión —tanto en situaciones con gran impacto emocional como en aquellas en las que dicho impacto es menor—, esta obra es en definitiva un canto a la vida yun libro en el que también encontrarán acompañamiento y consuelo los familiares y allegados de las personas que han decidido marcharse.

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Information

Publisher
Plataforma
Year
2021
ISBN
9788418285714

1. Pasado

El único problema filosófico verdaderamente serio es el suicidio.
ALBERT CAMUS
En 2009 decidí matarme. Estaba cansado, agotado. Y solo. Por primera vez en mi vida «ella» me había abandonado. Hasta entonces había sido yo el que acababa rompiendo las relaciones. Por aburrimiento o tedio; por falta de estímulos en la pareja o demasiados estímulos fuera de la pareja. Ahora no. Ahora era ella la que me dejaba. Cansada de mis quejas y lamentos. Así, a los dolores de espalda se sumaron entonces dolores emocionales y sociales que se incrementaban cada día, cada hora, cada minuto. Solo y abatido. Cansado y desanimado. Ya no me sentía con fuerzas para volver a empezar. Había vivido intensamente. Había amado intensamente. Mi hijo ya era autónomo y autosuficiente. Nadie dependía de mí. Había fomentado relaciones que evitaran las dependencias tóxicas (con las parejas, con los familiares y con los amigos) y ahora recogía uno de sus frutos, un fruto un tanto amargo. Era libre, muy libre. Cierto. Y me sentía solo, muy solo. También cierto. Y en esos momentos pesaba más, mucho más, la soledad que la libertad.
Mi vida profesional había sido un éxito. Mayor del que hubiera podido imaginar. Me sentía muy realizado y feliz en ese ámbito. Había conseguido ejercer las dos profesiones que más me apasionaban (la docencia y la salud pública) y podía vivir bien de ellas. Me sentía reconocido y valorado por mi entorno y por personas que eran especialmente significativas para mí. Había conseguido «llegar» mucho más lejos de lo que nunca hubiera pensado. Me felicitaban, me pedían más colaboraciones y conferencias. Me adulaban. Me premiaban. Pero, en esos momentos, todo eso ya no era suficiente para desear seguir viviendo. Estaba muy cansado, agotado. Sin fuerzas. Vacío. Y solo. Muy solo.
Había pasado por decenas de diagnósticos y de terapeutas. Había intentado todo tipo de técnicas y procedimientos. Traumatología, reumatología, fisioterapia, neurocirugía, noesiterapia, masaje ayurvédico, digitopuntura, acupuntura, masaje shiatsu, rehabilitación, restauración bioenergética, reiki, naturopatía, homeopatía, reflexología, respiración profunda, relajación muscular progresiva, meditación, visualización, jin shin jyutsu, rolfing, osteópatas «normales», osteópatas «mareas profundas», quiroprácticos, pilates, chi kung, yoga (a secas), hatha yoga, kundalini yoga, danzaterapia, tai chi, antigimnasia, fitoterapia, ozonoterapia, higiene postural, hidroterapia, aromaterapia, musicoterapia, equilibrar chakras, feng shui, regresiones, palpaciones, constelaciones familiares, tarot, carta astral, videncia, cuencos tibetanos, dieta antiinflamatoria… Me asombro ahora al leer esta lista casi interminable. Lo cierto es que cuando el dolor ocupa toda tu vida, cada día, pruebas lo que sea, vas donde sea y haces lo que sea.
Lo había intentado con distintas sustancias y diversos procedimientos: ibuprofeno, paracetamol, ácido acetilsalicílico, metocarbamol magnésico, metamizol, dexketoprofeno, omeprazol, amitriptilina, ciclobenzaprina, tetrazepam, hidrocloruro de tramadol, sulfato de glucosamina, condroitín sulfato, calcitonina, árnica, flores de Bach, oligoelementos, hierbas chinas, infusiones, suplementos con omega 3 y omega 6; ortopedias: fajas, cintas autoadhesivas, plantillas, zapatos Masai, almohadillas eléctricas, crioterapia, unidades del dolor, mesa de descompresión vertebral, neurorreflejoterapia, bloqueos epidurales, artrodesis, rizolisis, implantes dinámicos; muchas salas de espera y bastantes quirófanos; resonancias magnéticas continuas para detectar cambios, radiografías repetitivas para descubrir «algo», análisis permanentes para controlar tratamientos. Una carrera sin fin. Agotadora.
Ilusión inicial, interés por parte del terapeuta de turno, expectativas abiertas, esperanzas alimentadas, primeras reacciones positivas (¿efecto placebo?) y, al poco tiempo, el dolor volvía con toda su intensidad. Frustración y tristeza. Desesperación. Nuevas búsquedas y nuevos fracasos. Uno tras otro. Hacia la derrota final. Hasta la aparición de esa «indefensión aprendida» (esa sensación subjetiva de no poder hacer nada frente a un problema) de la que tanto había leído en su momento y que ahora me arrastraba a un pozo sin fondo.
Y caí, sin darme apenas cuenta, en la trampa del «¿Por qué?», esa pregunta tan arraigada en nuestra tradición cultural y tan incapacitante y tóxica: ¿Por qué me operé? ¿Por qué hice aquel viaje tan incómodo? ¿Por qué me apunté a ese fin de semana de yoga en medio del monte? ¿Por qué, en este fin de semana de yoga, hice esos ejercicios pese a que ya notaba que no me sentaban bien? ¿Por qué esto? ¿Por qué lo otro? ¡¡¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?!! Estaba cantado: la depresión apareció al poco tiempo. Solamente era capaz de soportar los días si pensaba que, en cuanto llegase a casa a media tarde, podría volver a meterme otra vez en la cama, encender la radio y apagar la luz. Y descansar. Era mi esperanza. En la cama, los dolores se atenuaban y podía descansar. Y empecé a pensar en cómo podría descansar… definitivamente.
Sí, decidí suicidarme. Y tengo muy claro que de esa decisión nadie tenía la culpa. La decisión era mía y solo mía. Por eso, lo primero que hice fue empezar a escribir una carta a mis familiares. Para que les quedase muy claro que ellos no eran culpables. En absoluto. Yo sabía que ellos no tenían ese poder sobre mí y sobre mis decisiones. Y quería que lo supieran.

La carta empezaba así:
Me he sentido querido, respetado y libre. Recuerdo que en mi primer libro puse una dedicatoria que aún me emociona: «A mis padres por hacerme libre». Es lo que más os he agradecido siempre. Estuvierais más o menos de acuerdo o en desacuerdo con mis decisiones (llevar el pelo largo, irme a vivir fuera de la casa familiar, dejar un trabajo seguro y bien pagado, divorciarme, volver a casa para rehacerme emocionalmente…) las aceptabais, incluso frente a la presión de amigos y familiares que se mostraban muy en contra. Os agradezco mucho esta libertad.
También vuestros esfuerzos para que tuviéramos una vida cómoda y alegre (las vacaciones en verano y en Semana Santa se mantuvieron incluso en épocas de vacas flacas, vuestras escapadas con los amigos cada fin de año eran innegociables y, con frecuencia, antológicas).
Gracias también por la confianza que teníais en mí. Confianza que me comprometía y me ayudaba a gestionar riesgos y a dosificar excesos…
Siempre habéis estado cuando os he necesitado. Recuerdo con tanto cariño vuestros cuidados cuando volví muy enfermo de una de mis primeras incursiones en Europa, o los mimos (físicos y emocionales) que me regalabais después de alguna ruptura sentimental…
Pero ahora estoy cansado. He vivido quizás con demasiada intensidad, con excesiva pasión. Y me siento agotado, exhausto.
Nunca acabé la carta. Una carta que iba especialmente dirigida a mis padres, pues estaba seguro de que a ellos les iba a costar mucho entender mi decisión. Pensaba que a mi hijo Marcel le resultaría mucho más comprensible, aunque lógicamente le produjese dolor y tristeza. Ya habíamos hablado otras veces del tema (recuerdo especialmente la conversación que mantuvimos sobre el suicidio después de ver la película Tu vida en 65) y estaba convencido de que él podría gestionarlo bien. Con mi hermana no había hablado explícitamente del tema, pero creía que lo entendería. La verdad es que no pensé en escribirle una carta dirigida a ella, donde pudiera hablar de nuestros encuentros y desencuentros, de nuestras etapas de acercamiento y de nuestras «desapariciones», de nuestros perdones. Ahora sí escribiría esa carta.
Para intentar que la carta a mis padres cumpliera mi principal objetivo (evitar que se culparan por una decisión que era enteramente de mi incumbencia) empecé a investigar a fondo sobre el suicidio y sus consecuencias para el entorno familiar y social. No me interesaban tanto las razones de las personas que decidían suicidarse (yo tenía muy claras cuáles eran las mías) como qué pasaba con los que quedaban, qué pasaba con los llamados «supervivientes». Confieso que, a medida que iba leyendo sobre el suicidio, lo iba desmitificando. Poco a poco se le iba cayendo esa pátina romántica y heroica que, en algunos momentos, lo había hecho incluso atractivo. Y tomé una primera decisión que resultó ser sorprendentemente sanadora. Dejé de leer esas biografías que ensalzaban vidas autodestructivas. Un género repleto de tortuosas y torturadas vidas de artistas varios, especialmente de músicos y escritores (esos llamados «malditos» que tanto me habían atraído en su momento). Dejé de manotear en esos lodos, de recrearme en esas ciénagas, de regodearme en esos sufrimientos.
Y entonces, de forma muy sorprendente para mí mismo, empecé a sentirme en paz, cada vez más tranquilo y sosegado. Y, lo que resultó más llamativo y determinante, sin prisas por poner en marcha la acción suicida final. Ya no tenía prisa por desaparecer. Hasta noté que respiraba mejor y que el dolor me molestaba menos. Sin ser aún muy consciente de ello, dejé de pensar obsesivamente en las condiciones en las que lo llevaría a cabo. El lugar, el momento, el método, el escenario, los preparativos, los posibles acompañantes… Todos esos pensamientos, que habían estado tan presentes, se iban diluyendo en mi cabeza y en mi corazón. Y empezaron a desaparecer de mi vida. Los detalles, sí. La decisión, no. La decisión ya estaba tomada.
Y en ese momento me sentí con ánimos para compartir mis intenciones suicidas, desde la tranquilidad y la calma, con profesionales de la salud que, además de colegas profesionales, eran amigas de confianza. Para mi sorpresa, y decepción, la inmensa mayoría quedaban muy descolocadas cuando se lo comentaba. Con su mejor intención empezaban a lanzarme monólogos interminables y nerviosos sobre las excelencias de la vida en general y de mi propia vida en particular. Discursos angustiados y angustiosos que probablemente a ellas las tranquilizaban, pero que a mí me hacían desconectar. Mi cabeza se iba del lugar. Mi alma, también. Me sentía incomprendido. Y, otra vez, muy solo.
Solamente Marcel, mi hijo, y Paloma, mi amiga del alma en Granada, me ofrecieron, en esos momentos, el apoyo incondicional y sereno que necesitaba. Recuerdo escenas muy concretas. Imborrables. Conmovedoras. Con Marcel, en casa de mi amigo Josep, horas antes de volver a mi solitaria vida en Granada. Los dos solos. Y mi petición de cariño, de mimos. Mi cabeza en su regazo y él acariciándome sin preguntas, sin juicios, sin prisas. En silencio. Y sin dramatismos. Y ya en Granada, escenas idénticas con Paloma en mi casa del Albaicín. Momentos de paz y de felicidad. De descanso anímico. De plácida entrega, de manso abandono.
Y entonces empecé a escribir. Reflexiones, artículos y editoriales (que aún no sabía si algún día iban a publicarse). Y descubrí… «cosas interesantes». Por ejemplo, al hacer repaso de mi vida identifiqué algunos comportamientos y hábitos que podían encajar en eso que algunos llamaban «suicidio crónico» ligado a estilos de vida ciertamente poco saludables. En mi caso, resultaba evidente en lo que tenía que ver con comer y beber (alcohol) de forma bastante compulsiva y con esporádicos abusos poco controlados. Épocas de mi vida en las que salir por la noche (o celebrar el éxito de un curso o de una conferencia) implicaba grandes comilonas y notables consumos de alcohol. A veces, también sexo. Solo o en compañía. Y me di cuenta de que, como lúcidamente escribía Hitchens, yo también, muchas veces, bebía para hacer a los otros más interesantes. Para hacer la vida más interesante. Más soportable.
También descubrí que mi proverbial rebeldía (esa que me hacía tener problemas habituales con «la autoridad competente», fuese la que fuese) me había salvado (por aquello de no aceptar que una sustancia pudiera decidir por mí) de consumos abusivos más peligrosos. Ni tabaco, ni heroína, ni cocaína. Ni marihuana ni anfetaminas. Ni LSD ni otros alucinógenos. Me quedé (y ahí sigo, hasta el día de hoy, encantado) con la humilde, estimulante y reconfortante cafeína. Haciendo, además, un uso realmente moderado: dos cafés al día. Y ocasionalmente… cuatro. Ni uno más.
Y empecé a escribir un relato, una historia que diera cierto sentido a mi vida. El pasado, que había sido una carga muy pesada porque ahora acumulaba carencias (lo que ya no tenía: amor, vigor, salud, fuerza, energía), empezó a convertirse en una especie de andamio que podía ayudarme a crecer y a salir del agujero. Y decidí hacer listados (¡esos famosos listados que tanto me recomendaban mis colegas psicólogas!) alrededor del Sí: lo que sí tenía (aún), lo que sí podía hacer (aún), lo que sí me animaba (aún), lo que sí me gustaba (aún). Me centré en el sí. Y el milagro… ocurrió. Empecé a disfrutar de esa escritura, de esa creación. Y a disfrutar mucho. Y, si me permiten la licencia poética, puestos a matar, decidí empezar a matar a mi ego (al que había descubierto fastidiándome con obsesiva reiteración y éxito) y posponer sine die mi propia muerte.
Sabía que podía dimitir (de la vida) cuando quisiera. Ese poder lo tenía. Me lo otorgaba. Y sabía también que no lo iba a ejercer (por el momento). Y decidí posponer mi muerte al menos hasta la muerte de mis padres. Tenía muy claro que ellos no lo iban a entender y que, además, les iba a ocasionar un enorme sufrimiento. Un sufrimiento totalmente inmerecido. Y evitable.
Y pasé a la acción «positiva». Decidí mejorar algunos aspectos de mi salud física, emocional, social y espiritual. Empecé a comer mejor y a beber menos. Y a nadar tres veces por semana (¡qué euforizante era verme a mí mismo nadar a las nueve de la noche, en lugar de estar escondido entre sábanas y a oscuras!). Comencé a relacionarme más (y mejor) con los demás. A quererme más y a perdonarme mejor. A confiar más en mí y en los demás. Y en la vida. Y empecé a sonreír más. Y a enfadarme en menos ocasiones y con menor intensidad. Y algo fundamental, decidí darle a mi dolor un papel mucho más secundario en la película de mi vida. Dejé de ser un «dolor andante». Lo convertí en molestia. Dejé de centrar toda mi atención y mi interés en él. Y eso funcionó.
Intuí que cuando compraba libros compraba vida. Leía críticas y comentarios diversos y descubría alguna obra que podía interesarme (por el tema, por el autor o autora, por el estilo). Entonces la compraba. Sabiendo que aún no la leería (tenía mucho trabajo y otras lecturas pendientes). Y, sin embargo, sabía que mientras la tuviese pendiente querría seguir vivo para poder disfrutarla en algún momento (soy muy curioso, lo confieso. Por eso estudié Psicología). Así, fui acumulando libros que periódicamente revisaba con mimo. Les tocaba el lomo, abría sus páginas, olía su interior, y volvía a depositarlos en su lugar. Eran un seguro de vida.
Además, empecé a usar repetidamente ciertos mantras (sonidos o frases con poder espiritual o psicológico) occidentales que me gustaban y me (re)sonaban bien: «Confía», «Pasará», «Hoy tengo razones para seguir», «Lo que tengo es perfecto, porque es lo que tengo». Y pude confirmar lo que las abuelas más sabias nos decían (eso de que la cara es el espejo del alma) y lo que dicen que decía Oscar Wilde (eso de que uno, a partir de los cuarenta, tiene la cara que se merece). Años después descubriría (en las preciosas instalaciones de Dipsalut - Gerona) que «sonreír es el mejor tratamiento de belleza». Definitivamente sí, estaba más guapo.

2. Presente

Ningún dolor es una bendición. Lo que sí es una bendición es que yo decido qué hacer con ese dolor.
JOSÉ LUIS BIMBELA
Confirmado: soy una persona altamente sensible. PAS es la etiqueta. Y, sorprendentemente, esta vez, y sin que sirva de precedente, sentirme etiquetado me alivia. Me explico. Me siento menos bicho raro. Y aunque, en general, me gusta sentirme distinto y singular, «especial», a veces esa sensación acaba cansando. Todos los cuestionarios que he cumplimentado, todas las lecturas que he hecho al respecto, todas las páginas web por las que he paseado, me lo confirman: mi sensibilid...

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