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Sea lo que sea aquello que esté a
la base de este libro problemático: una cuestión de primer rango y
máximo atractivo tiene que haber sido, y además una cuestión
profundamente personal testimonio de ello es la época en la cual
surgió, pese a la cual surgió, la excitante época de la guerra
franco- alemana de 1870-1871. Mientras los estampidos de la batalla
de Wörth se expandían sobre Europa, el hombre caviloso y amigo de
enigmas a quien se le deparó la paternidad de este libro estaba en
un rincón cualquiera de los Alpes, muy sumergido en sus
cavilaciones y enigmas, en consecuencia muy preocupado y
despreocupado a la vez, y redactaba sus pensamientos sobre los
griegos, núcleo del libro extraño y difícilmente accesible a que va
a estar dedicado este tardío prólogo (o epílogo). Unas semanas más
tarde: y también él se encontraba bajo los muros de Metz, no
desembarazado aún de los signos de interrogación que había colocado
junto a la presunta «jovialidad» de los griegos y junto al arte
griego; hasta que por fin, en aquel mes de hondísima tensión en que
en Versalles se deliberaba sobre la paz, también él consiguió hacer
la paz consigo mismo, y mientras convalecía lentamente de una
enfermedad que había contraído en el campo de batalla, comprobó en
sí de manera definitiva el «nacimiento de la tragedia en el
espíritu de la música». ¿En la música? ¿Música y tragedia? ¿Griegos
y música de tragedia? ¿Griegos y la obra de arte del pesimismo? La
especie más lograda de hombres habidos hasta ahora, la más bella,
la más envidiada, la que más seduce a vivir, los griegos ¿cómo?,
¿es que precisamente ellos tuvieron necesidad de la tragedia? ¿Más
aún del arte? ¿Para qué el arte griego?...
Se adivina el lugar en que con
estas preguntas quedaba colocado el gran signo de interrogación
acerca del valor de la existencia. ¿Es el pesimismo,
necesariamente, signo de declive, de ruina, de fracaso, de
instintos fatigados y debilitados? ¿como lo fue entre los indios,
como lo es, según todas las apariencias, entre nosotros los hombres
y europeos «modernos»? ¿Existe un pesimismo de la fortaleza? ¿Una
predilección intelectual por las cosas duras, horrendas, malvadas,
problemáticas de la existencia, predilección nacida de un
bienestar, de una salud desbordante, de una plenitud de la
existencia? ¿Se da tal vez un sufrimiento causado por esa misma
sobreplenitud? ¿Una tentadora valentía de la más aguda de las
miradas, valentía que anhela lo terrible, por considerarlo el
enemigo, el digno enemigo en el que poder poner a prueba su
fuerza?, ¿en el que ella quiere aprender qué es «el sentir miedo»?
¿Qué significa, justo entre los griegos de la época mejor, más
fuerte, más valiente, el mito trágico? ¿Y el fenómeno enorme de lo
dionisíaco? ¿Qué significa, nacida de él, la tragedia? Y por otro
lado: aquello de que murió la tragedia, el socratismo de la moral,
la dialéctica, la suficiencia y la jovialidad del hombre teórico
¿cómo?, ¿no podría ser justo ese socratismo un signo de declive, de
fatiga, de enfermedad, de unos instintos que se disuelven de modo
anárquico? ¿Y la «jovialidad griega» del helenismo tardío, tan sólo
un arrebol de crepúsculo? ¿La voluntad epicúrea contra el
pesimismo, tan sólo una precaución del hombre que sufre? Y la
ciencia misma, nuestra ciencia sí, ¿qué significa en general, vista
como síntoma de vida, toda ciencia? ¿Para qué, peor aún, de dónde
toda ciencia? ¿Cómo? ¿Acaso es el cientificismo nada más que un
miedo al pesimismo y una escapatoria frente a él? ¿Una defensa
sutil obligada contra la verdad? ¿Y hablando en términos morales,
algo así como cobardía y falsedad? ¿Hablando en términos no
morales, una astucia? Oh Sócrates, Sócrates, ¿fue ése acaso tu
secreto? Oh ironista misterioso, ¿fue ésa acaso tu ironía?
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Lo que yo conseguí aprehender
entonces, algo terrible y peligroso, un problema con cuernos, no
necesariamente un toro precisamente, en todo caso un problema
nuevo: hoy yo diría que fue el problema de la ciencia misma la
ciencia concebida por vez primera como problemática, como
discutible. Pero el libro en que entonces encontraron desahogo mi
valor y mi suspicacia juveniles ¡qué libro tan imposible tenía que
surgir de una tarea tan contraria a la juventud! Construido nada
más que a base de vivencias propias prematuras y demasiado verdes,
todas las cuales estaban junto al umbral de lo comunicable,
colocado en el terreno del arte pues el problema de la ciencia no
puede ser conocido en el terreno de la ciencia , acaso un libro
para artistas dotados accesoriamente de capacidades analíticas y
retrospectivas (es decir, para una especie excepcional de artistas,
que hay que buscar y que ni siquiera se querría buscar...), lleno
de innovaciones psicológicas y de secretos de artista, con una
metafísica de artista en el trasfondo, una obra juvenil llena de
valor juvenil y de juvenil melancolía, independiente,
obstinadamente autónoma incluso allí donde parece plegarse a una
autoridad y a una veneración propia, en suma, una primera obra,
también en el mal sentido de la expresión, que, pese a su problema
senil, adolece de todos los defectos de la juventud, sobre todo de
su «excesiva longitud», de su «tormenta y arrebato» (Sturm und
Drang): por otra parte, teniendo en cuenta el éxito que obtuvo
(especialmente en el gran artista a que ella se dirigía como para
un diálogo, en Richard Wagner), un libro probado, quiero decir, un
libro que, en todo caso, ha satisfecho «a los mejores de su
tiempo». Ya por esto debería ser tratado con cierta deferencia y
silencio; a pesar de ello yo no quiero reprimir del todo el decir
cuán desagradable se me aparece ahora, cuán extraño está ahora ante
mí dieciséis años después ante unos ojos más viejos, cien veces más
exigentes, pero que en modo alguno se han vuelto más fríos, ni
tampoco más extraños a aquella tarea a la que este temerario libro
osó por vez primera acercarse ver la ciencia con la óptica del
artista, y el arte, con la de la vida...
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Dicho una vez más, hoy es para mí
un libro imposible lo encuentro mal escrito, torpe, penoso,
frenético de imágenes y confuso a causa de ellas, sentimental, acá
y allá azucarado hasta lo femenino, desigual en el tempo [ritmo],
sin voluntad de limpieza lógica, muy convencido, y por ello,
eximiéndose de dar demostraciones, desconfiando incluso de la
pertinencia de dar demostraciones, como un libro para iniciados,
como una «música» para aquellos que han sido bautizados en la
música, que desde el comienzo de las cosas están ligados por
experiencias artísticas comunes y raras, como signo de
reconocimiento para quienes sean in artibus [en cuestiones
artísticas] parientes de sangre, un libro altanero y entusiasta,
que de antemano se cierra al profanum vulgus [vulgo profano] de los
«cultos» más aún que al «pueblo», pero que, como su influjo
demostró y demuestra, tiene que ser también bastante experto en
buscar sus compañeros de entusiasmo y en atraerlos hacia nuevos
senderos ocultos y hacia nuevas pistas de baile. Aquí hablaba en
todo caso, esto se admitió con tanta curiosidad como repulsa una
voz extraña, el discípulo de un «dios desconocido» todavía, que por
el momento se escondía bajo la capucha del docto, bajo la pesadez y
el desabrimiento dialéctico del alemán, incluso bajo los malos
modales del wagneriano; había aquí un espíritu que sentía
necesidades nuevas, carentes aún de nombre, una memoria rebosante
de preguntas, experiencias, secretos, a cuyo margen estaba escrito
el nombre Dioniso como un signo más de interrogación: aquí hablaba
así se dijo la gente con suspicacia una especie de alma mística y
casi menádica, que con esfuerzo y de manera arbitraria, casi
indecisa sobre si lo que quería era comunicarse u ocultarse,
parecía balbucear en un idioma extraño. Esa «alma nueva» habría
debido cantar ¡y no hablar! Qué lástima que lo que yo tenía
entonces que decir no me atreviera a decirlo como poeta: ¡tal vez
habría sido capaz de hacerlo! O, al menos, como filólogo: ¡pues
todavía hoy para el filólogo está casi todo por descubrir y
desenterrar aún en este campo! Sobre todo el problema de que aquí
hay un problema, y de que, ahora y antes, mientras no tengamos una
respuesta a la pregunta «¿qué es lo dionisíaco?», los griegos
continúan siendo completamente desconocidos e
inimaginables...
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Sí, ¿qué es lo dionisíaco? En
este libro hay una respuesta a esa pregunta en él habla alguien que
«sabe», el iniciado y discípulo de su dios. Tal vez ahora yo
hablaría con más cautela y menos elocuencia acerca de una cuestión
psicológica tan difícil como es el origen de la tragedia entre los
griegos. Una cuestión fundamental es la relación del griego con el
dolor, su grado de sensibilidad, ¿permaneció idéntica a sí misma
esa relación?, ¿o se invirtió? la cuestión de si realmente su cada
vez más fuerte anhelo de belleza, de fiestas, de diversiones, de
nuevos cultos, surgió de una carencia, de una privación, de la
melancolía, del dolor. Suponiendo, en efecto, que precisamente esto
fuese verdadero y Pericles (o Tucídides) nos lo da a entender en el
gran discurso fúnebre : ¿de dónde tendría que proceder el anhelo
contrapuesto a éste y surgido antes en el tiempo, el anhelo de lo
feo, la buena y rigurosa voluntad, propia del heleno primitivo, de
pesimismo, de mito trágico, de dar imagen a todas las cosas
terribles, malvadas, enigmáticas, aniquiladoras, funestas que hay
en el fondo de la existencia, de dónde tendría que provenir
entonces la tragedia? ¿Acaso del placer, de la fuerza, de una salud
desbordante, de una plenitud demasiado grande? ¿Y qué significado
tiene entonces, hecha la pregunta fisiológicamente, aquella
demencia de que surgió tanto el arte trágico como el cómico, la
demencia dionisíaca? ¿Cómo? ¿Acaso no es la demencia,
necesariamente, síntoma de degeneración, de declive, de una cultura
demasiado tardía? ¿Existen acaso una pregunta para médicos de locos
neurosis de la salud?, ¿de la juventud y juvenilidad de los
pueblos? ¿A qué apunta aquella síntesis de dios y macho cabrío que
se da en el sátiro? ¿En razón de qué vivencia de sí mismo, para
satisfacer a qué impulso tuvo el griego que imaginarse como un
sátiro al entusiasta y hombre primitivo dionisíaco? Y en lo que se
refiere al origen del coro trágico: ¿hubo acaso arrebatos endémicos
en aquellos siglos en que el cuerpo griego florecía, y el alma
griega desbordaba de vida? ¿Visiones y alucinaciones que se
transmitían a comunidades enteras, a asambleas enteras reunidas
para el culto? ¿Y si ocurriera que los griegos tuvieron,
precisamente en medio de la riqueza de su juventud, la voluntad de
lo trágico y fueron pesimistas?, ¿que fue justo la demencia, para
emplear una frase de Platón, la que trajo las máximas bendiciones
sobre la Hélade?, ¿y que, por otro lado, y a la inversa, fue
precisamente en los tiempos de su disolución y debilidad cuando los
griegos se volvieron cada vez más optimistas, más superficiales,
más comediantes, también más ansiosos de lógica y de logicización
del mundo, es decir, a la vez «más joviales» y «más científicos»?
¿Y si tal vez, a despecho de todas las «ideas modernas» y los
prejuicios del gusto democrático, pudieran la victoria del
optimismo, la racionalidad predominante desde entonces, el
utilitarismo práctico y teórico, así como la misma democracia, de
la que son contemporáneos, ser un síntoma de fuerza declinante, de
vejez inminente, de fatiga fisiológica? ¿Y precisamente no el
pesimismo? ¿Fue Epicuro un optimista precisamente en cuanto hombre
que sufría? Ya se ve que es todo un fardo de difíciles cuestiones
el que este libro cargó sobre sus espaldas ¡añadamos además su
cuestión más difícil! ¿Qué significa, vista con la óptica de la
vida, la moral?...
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Ya en el «Prólogo a Richard
Wagner» el arte y no la moral es presentado como la actividad
propiamente metafísica del hombre; en el libro mismo reaparece en
varias ocasiones la agresiva tesis de que sólo como fenómeno
estético está justificada la existencia del mundo. De hecho el
libro entero no conoce, detrás de todo acontecer, más que un
sentido y un ultrasentido de artista, un «dios», si se quiere,
pero, desde luego, tan sólo un diosartista completamente amoral y
desprovisto de escrúpulos, que tanto en el construir como en el
destruir, en el bien como en el mal, lo que quiere es darse cuenta
de su placer y su soberanía idénticos, un diosartista que, creando
mundos, se desembaraza de la necesidad implicada en la plenitud y
la sobreplenitud, del sufrimiento de las antítesis en él
acumuladas. El mundo, en cada instante la alcanzada redención de
dios, en cuanto es la visión eternamente cambiante, eternamente
nueva del ser más sufriente, más antitético, más contradictorio,
que únicamente en la apariencia sabe redimirse: a toda esta
metafísica de artista se la puede denominar arbitraria, ociosa,
fantasmagórica , lo esencial en esto está en que ella delata ya un
espíritu que alguna vez, pese a todos los peligros, se defenderá
contra la interpretación y el significado morales de la existencia.
Aquí se anuncia, acaso por vez primera, un pesimismo «más allá del
bien y del mal», aquí se deja oír y se formula aquella «perversidad
de los sentimientos» contra la que Schopenhauer no se cansó de
disparar de antemano sus más coléricas maldiciones y piedras de
rayo, una filosofía que osa situar, rebajar la moral misma al mundo
de la apariencia y que la coloca no sólo entre las «apariencias»
(en el sentido de este terminus technicus idealista), sino entre
los «engaños», como apariencia, ilusión, error, interpretación,
aderezamiento, arte. Acaso donde mejor pueda medirse la profundidad
de esta tendencia antimoral es en el precavido y hostil silencio
con que en el libro entero se trata al cristianismo, el
cristianismo en cuanto es la más aberrante variación sobre el tema
moral que la humanidad ha llegado a escuchar hasta este momento. En
verdad, no existe antítesis más grande de la interpretación y
justificación puramente estéticas del mundo, tal como en este libro
se las enseña, que la doctrina cristiana, la cual es y quiere ser
sólo moral, y con sus normas absolutas, ya con su veracidad de Dios
por ejemplo, relega el arte, todo arte, al reino de la mentira, es
decir, lo niega, lo reprueba, lo condena. Detrás de semejante modo
de pensar y valorar, el cual, mientras sea de alguna manera
auténtico, tiene que ser hostil al arte, percibía yo también desde
siempre lo hostil a la vida, la rencorosa, vengativa aversión
contra la vida misma: pues toda vida se basa en la apariencia, en
el arte, en el engaño, en la óptica, en la necesidad de lo
perspectivístico y del error. El cristianismo fue desde el
comienzo, de manera esencial y básica, náusea y fastidio contra la
vida sentidos por la vida, náusea y fastidio que no hacían más que
disfrazarse, ocultarse, ataviarse con la creencia en «otra» vida
distinta o «mejor». El odio al «mundo», la maldición de los
afectos, el miedo a la belleza y a la sensualidad, un más allá
inventado para calumniar mejor el más acá, en el fondo un anhelo de
hundirse en la nada, en el final, en el reposo, hasta llegar al
«sábado de los sábados» todo esto, así como la incondicional
voluntad del cristianismo de admitir valores sólo morales me
pareció siempre la forma más peligrosa y siniestra de todas las
formas posibles de una «voluntad de ocaso»; al menos, un signo de
enfermedad, fatiga, desaliento, agotamiento, empobrecimiento
hondísimos de la vida, pues ante la moral (especialmente ante la
moral cristiana, es decir, incondicional) la vida tiene que carecer
de razón de manera constante e inevitable, ya que la vida es algo
esencialmente amoral, la vida, finalmente, oprimida bajo el peso
del desprecio y del eterno «no», tiene que ser sentida como indigna
de ser apetecida, como lo noválido en sí. La moral misma ¿cómo?,
¿acaso sería la moral una «voluntad de negación de la vida», un
instinto secreto de aniquilación, un principio de ruina, de
empequeñecimiento, de calumnia, un comienzo del final? ¿Y en
consecuencia, el peligro de los peligros?... Contra la moral, pues,
se levantó entonces, con este libro problemático, mi instinto, como
un instinto defensor de la vida, y se inventó una doctrina y una
valoración radicalmente opuestas de la vida, una doctrina y una
valoración puramente artísticas, anticristianas. ¿Cómo
denominarlas? En cuanto filólogo y hombre de palabras las bauticé,
no sin cierta libertad ¿pues quién conocería el verdadero nombre
del Anticristo? con el nombre de un dios griego: las llamé
dionisíacos.
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¿Se entiende cuál es la tarea que
yo osé rozar ya con este libro?... ¡Cuánto lamento ahora el que no
tuviese yo entonces el valor (¿o la inmodestia?) de permitirme, en
todos los sentidos, un lenguaje propio para expresar unas
intuiciones y osadías tan propias, el que intentase expresar
penosamente, con fórmulas schopenhauerianas y kantianas, unas
valoraciones extrañas y nuevas, que iban radicalmente en contra
tanto del espíritu de Kant y de Schopenhauer como de su gusto!
¿Cómo pensaba, en efecto, Schopenhauer acerca de la tragedia? «Lo
que otorga a todo lo trágico el empuje peculiar hacia la elevación»
dice en El mundo como voluntad y representación, II, 495 «es la
aparición del conocimiento de que el mundo, la vida no pueden dar
una satisfacción auténtica, y, por tanto, no son dignos de nuestro
apego: en esto consiste el espíritu trágico, ese espíritu lleva,
según esto, a la resignación». ¡Oh, de qué modo tan distinto me
hablaba Dioniso a mí! ¡Oh, cuán lejos de mí se hallaba entonces
justo todo ese resignacionismo! Pero en el libro hay algo mucho
peor, que yo ahora lamento más aún que el haber oscurecido y
estropeado con fórmulas schopenhauerianas unos presentimientos
dionisíacos: a saber, ¡el haberme echado a perder en absoluto el
grandioso problema griego, tal como a mí se me había aparecido, por
la injerencia de las cosas modernísimas! ¡El haber puesto
esperanzas donde nada había que esperar, donde todo apuntaba, con
demasiada claridad, hacia un foral! ¡El haber comenzado a
descarriar, basándome en la última música alemana, acerca del «ser
alemán», como si éste se hallase precisamente en trance de
descubrirse y de reencontrarse a sí mismo y esto en una época en
que el espíritu alemán, que no hacía aún mucho tiempo había tenido
la voluntad de dominar sobre Europa, la fuerza de guiar a Europa,
acababa de presentar su abdicación definitiva e irrevocable, y,
bajo la pomposa excusa de fundar un Reich, realizaba su tránsito a
la mediocrización, a la democracia y a las «ideas modernas»! De
hecho, entre tanto he aprendido a pensar sin esperanza ni
indulgencia alguna acerca de ese «ser alemán», y asimismo acerca de
la música alemana de ahora, la cual es romanticismo de los pies a
la cabeza y la menos griega de todas las formas posibles de arte:
además, una destrozadora de nervios de primer rango, doblemente
peligrosa en un pueblo que ama la bebida y honra la oscuridad como
una virtud, es decir, en su doble condición de narcótico que
embriaga y, a la vez, obnubila. Al margen, claro está, de todas las
esperanzas apresuradas y de todas las erróneas aplicaciones a la
realidad del presente con que yo me eché a perder entonces mi
primer libro, permanecerá en lo sucesivo el gran signo de
interrogación dionisíaco, tal como fue en él planteado, también en
lo que se refiere a la música: ¿cómo tendría que estar hecha una
música que no tuviese ya un origen romántico, como lo tiene la
música alemana sino un origen dionisíaco?...
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Pero, señor mío, ¿qué es
romanticismo en el mundo entero si su libro no es romanticismo? ¿Es
que el odio profundo contra el «tiempo de ahora», contra la
«realidad» y las «ideas modernas», puede ser llevado más lejos de
lo que se llevó en su metafísica de artista? ¿la cual prefiere
creer hasta en la nada, hasta en el demonio, antes que en el
«ahora»? ¿No se oye, por debajo de toda su polifonía
contrapuntística y de su seducción de los oídos, el zumbido de un
bajo continuo de cólera y de placer destructivo, una rabiosa
resolución contra todo lo que es «ahora», una voluntad que no está
demasiado lejos del nihilismo práctico y que parece decir
«¡prefiero que nada sea verdadero antes de que vosotros tengáis
razón, antes de que vuestra verdad tenga razón!»? Escuche usted
mismo, señor pesimista y endiosador del arte, con un oído un poco
más abierto, un único pasaje escogido de su libro, aquel pasaje que
habla, no sin elocuencia, de los matadores de dragones, y que sin
duda tiene un sonido capcioso y embaucador para oídos y corazones
jóvenes: ¿o es que no es ésta la genuina y verdadera profesión de
fe de los románticos de 1830 bajo la máscara del pesimismo de
1850?, tras de la cual confesión se preludia ya el usual fínale de
los románticos, quiebra, hundimiento, retorno y prosternación ante
una vieja fe, ante el viejo dios... ¿O es que ese su libro de
pesimista no es un fragmento de antihelenidad y de romanticismo,
incluso algo «tan embriagador como obnubilante», un narcótico en
todo caso, hasta un fragmento de música, de música alemana?
Escúchese: Imaginémonos una generación que crezca con esa
intrepidez de la mirada, con esa heroica tendencia hacia lo enorme,
imaginémonos el paso audaz de esos matadores de dragones, la
orgullosa temeridad con que vuelven la espalda a todas las
doctrinas de debilidad del optimismo, para «vivir resueltamente» en
lo entero y pleno: ¿acaso no sería necesario que el hombre trágico
de esa cultura, en su autoeducación para la seriedad y para el
horror, tuviese que desear un arte nuevo, el arte del consuelo
metafísico, la tragedia, como la Helena a él debida, y que exclamar
con Fausto:
¿Y no debo yo, con la violencia
más llena de anhelo,
traer a la vida esa figura única
entre todas?.
«¿Acaso no sería necesario?»...
¡No, tres veces no!, jóvenes románticos: ¡no sería necesario! Pero
es muy probable que eso finalice así, que vosotros finalicéis así,
es decir, «consolados», como está escrito, pese a toda la
autoeducación para la seriedad y para el horror, «ametafísicamente
consolados», en suma, como finalizan los románticos,
cristianamente... ¡No! Vosotros deberíais aprender antes el arte
del consuelo intramundano, vosotros deberíais aprender a reír, mis
jóvenes amigos, si es que, por otro lado, queréis continuar siendo
completamente pesimistas; quizás a consecuencia de ello, como
reidores, mandéis alguna vez al diablo todo el consuelismo
metafísico ¡y, en primer lugar, la metafísica! O, para decirlo con
el lenguaje de aquel trasgo dionisíaco que lleva el nombre de
Zaratustra:
Levantad vuestros corazones,
hermanos míos, ¡arriba! ¡más arriba!, ¡y no me olvidéis tampoco las
piernas! Levantad también vuestras piernas, vosotros buenos
bailarines, y aún mejor: ¡sosteneos incluso sobre la cabeza!
Esta corona del que ríe, esta
corona de rosas: yo mismo me he puesto sobre mi cabeza esta corona,
yo mismo he santificado mis risas. A ningún otro he encontrado
suficientemente fuerte hoy para hacer esto.
Zaratustra el bailarín,
Zaratustra el ligero, el que hace señas con las alas, uno dispuesto
a volar, haciendo señas a todos los pájaros, preparado y listo,
bienaventurado en su ligereza:
Zaratustra el que dice verdad,
Zaratustra el que ríe verdad, no un impaciente, no un
incondicional, sí uno que ama los saltos y las piruetas: ¡yo mismo
me he puesto esa corona sobre mi cabeza! Esta corona del que ríe,
esta corona de rosas: ¡a vosotros, hermanos míos, os arrojo esta
corona! Yo he santificado el reír; vosotros hombres superiores,
aprendedme ¡a reír!
Así habló Zaratustra, cuarta
parte