UNA POESÍA
LLAMADA HONOR
Australian War Memorial. Capital photographer
at English Wikipedia [CC BY-SA 3.0]
El honor de un pueblo pertenece a los muertos,
los que viven solo lo usufructúan.
George Bernanos
Se pueden extraer múltiples interpretaciones de este corolario, pues hay quien opina que son los vivos quienes deben hacer del honor la máxima de su existencia y es a ellos a quien pertenece, la muerte, el certificado final. No existe el usufructo, el honor es una ley rígida, una religión.
Parece poco probable que alguien no haya visto durante una visita o en algún medio de comunicación el Arco del Triunfo de París que, junto a la torre Eiffel, son las construcciones, casi con seguridad, más representativas de esta bella ciudad. En sus caras internas están inscritos los nombres de 660 generales, mariscales y oficiales que combatieron por Francia. Muchos de estos nombres se encuentran subrayados, aquellos que murieron en combate. A sus pies la tumba del soldado desconocido, héroe de la Primera Guerra Mundial, donde arde la llama eterna mantenida por asociaciones de excombatientes y donde se lee: Ici repose un soldat français mort pour la patrie (Aquí yace un soldado francés muerto por su patria).
No es solo Francia. Durante mis paseos por algunos mundos de Dios he podido ver cómo los países dedican un espacio y un recuerdo a sus héroes, a los caídos en defensa de sus ideales, a todos aquellos cuyo sacrificio contribuyó a la grandeza y a la libertad de su patria.
En Washington, capital de Estados Unidos, existen por donde quiera que vayas muchos recuerdos, pero uno muy especial me hizo reflexionar durante algún tiempo porque se trata del recuerdo a los caídos en una guerra que para los americanos tiene un especial significado: Monumento a los veteranos de Vietnam. Honra a los miembros de las fuerzas armadas de los Estados Unidos que lucharon y dieron su vida en esa contienda. Consta de tres partes distintas: la estatua de los tres soldados, el monumento a las mujeres de Vietnam y la pared conmemorativa a los veteranos que cayeron en el frente, llamado popular y simplemente “la pared”. Allí pude ver, como pasados los años, familiares y descendientes de estos soldados acudían con un lápiz y un papel para poder gravar sobre el mismo, mediante calco, el nombre del soldado caído. El silencio es casi absoluto y envuelve el monumento y a las personas que lo visitan. Es fácil observar lágrimas en los ojos de muchos, a pesar del tiempo transcurrido.
Estos lugares donde se respira emoción y honor, donde se aspira el perfume de la grandeza del sacrificio y donde por un momento meditamos una oración, nos hace sentir mejores y pensar en la inmortalidad que puede acompañar al hombre que antepuso el bien de la patria al suyo propio.
No solo Francia ni Estados Unidos. Todas las naciones dedican a sus héroes espacio y atención.
En Brasil también hay dedicado un enorme monumento a sus héroes, pero fue en la playa de Copacabana, en Río de Janeiro, donde pude contemplar un humilde monumento coronado por un combatiente con un fusil en la mano. Debajo una inscripción que reza: “À Pátria, tudo se deve dar, nada se deve pedir, nem mesmo compreensão”. Siqueira Campos (Monumento aos Dezoito do Forte de Copacabana).
En Nueva Zelanda existe una ciudad llamada Rotorua, construida en una región volcánica que no cesa de lanzar enormes fumarolas hacia el infinito y que conceden al ambiente un olor peculiar. Por las noches la densidad del vapor es tan intensa que forma una especie de puré de guisantes, término anglosajón para la niebla muy espesa. En uno de esos paseos donde mis pensamientos suelen acompañarse de infinidad de lémures y otros espíritus del más allá, con mi brújula en el bolsillo decidí aventurarme por sus calles y recorrer el pueblo de otra manera. Un poco perdido durante este paseo observé a lo lejos unas luces hacia las que me dirigí como si fuera una luciérnaga con ánimo de saber qué eran. Pocos minutos después salí de mi duda: se trataba de un hospital. Me fui acercando cada vez más hasta que pude divisar a mi izquierda un arco enorme posiblemente con más de cincuenta metros entre sus pilares principales y una leyenda sobre el mismo: Arawa war Memorial Rotorua.
Recuerdos imborrables. Recuerdos que encerrados en la nebulosa de los tiempos junto a fechas, circunstancias o lugares desencadenan con el paso del tiempo mil y una emociones, millones de sentimientos que con mayor o menor intensidad te transportan a otro mundo, mágico, donde la valoración que se hace de todo es distinta.
Muchos, muchos, muchos… Y Australia.
Para conocer cualquier país es conveniente conocer sus catedrales, pero nunca se deberían olvidar los cementerios. Conozco el de Granada, Madrid, Barcelona; y también, Buenos Aires, Bolonia, Milán, París… porque en ellos existe mucho arte y más historia.
Australia me pareció, en cierto modo, diferente. Puede considerarse lógico que en Canberra, Sídney o capitales importantes se exhiban mausoleos dedicados a sus héroes, pero aquí fue en todas y cada una de las ciudades o pueblos minúsculos donde pude observar un culto excepcional a la memoria de sus caídos.
Visité Inisfail, Malanda, Ingams, Air, Townsville y decenas de otros muchos pueblos, y en todos encontré un pequeño parque o humilde monolito donde estaban expuestos los nombres y las batallas en que perdieron la vida. Australia supuso para mí un antes y un después en mi estado de ánimo y en mi afecto a sus tradiciones.
Desde un lejano 1956, fecha de celebración de los Juegos Olímpicos de Melbourne, Australia había desarrollado en mí una ilusión especial. Por aquel entonces solía practicar el salto de pértiga, no era mal deportista y, a través de la radio, podía hacer un seguimiento de los juegos, forma de valorar cual era mi progresión. No tenía conocimiento alguno de este país, como era, grande o pequeño, dónde se encontraba y cómo serían sus gentes, sus tierras, sus animales o sus flores. Tuve que buscar en el diccionario algún tipo de información porque no lograba hallar todo lo que deseaba conocer. Solo “un sabio” me dijo en cierta ocasión que se trataba de un lugar situado en las antípodas y que si hacía un agujero perpendicular en el suelo y taladraba la tierra podría caer encima de un canguro o un cocodrilo. Todas las noches soñaba con Australia y con Melbourne. Australia era Melbourne y Melbourne era Australia. Me daba igual, solo tenía consciencia de que algún día lograría conocerla.
Ha pasado el tiempo y he realizado mi gran deseo. Después de una primera vez he vuelto en varias ocasiones y, hoy en día, son muchas las razones que me ligan a ella y que me obligan a manifestar mi unión espiritual y mi afecto. No será este el único comentario dedicado a este país pero, como estaba inmerso en el honor que se les debe a los guerreros, deseo contar algo que los australianos viven con total intensidad y emoción:
El recuerdo a sus caídos, el recuerdo a sus héroes. El recuerdo a los hombres que lo dieron todo por su patria.
He recorrido extensas zonas australianas, aunque no puedo manifestar que conozca íntegramente Australia; no obstante, es fácil que pueda haber visitado entre grandes ciudades, pueblos más o menos pequeños y pequeñísimas aldeas situadas en el desierto o en el rainforest, más de cien. Queensland y el Territorio del Norte son las zonas mejor conocidas junto con alguna gran ciudad como Sídney, Melbourne o Canberra. Todas tienen un denominador común. Absolutamente todas tienen un monumento, con mayor o menor lujo, a los caídos por la patria. Desde el primer momento en que pones los pies en esta tierra podrás observar la reverencia con la que los australianos honran a sus caídos.
En cierta ocasión me adentré en el rainforest a la búsqueda de un riachuelo del que me habían comentado que poseía propiedades termomedicinales y que los nativos solían utilizarlo para la mejoría de alguna de sus dolencias. A pesar de los mapas, la brújula y todos los accesorios con que suelo contar en este tipo de expediciones, me perdí. Avanzado ya el día logré llegar a Ravenshoe, un pequeño pueblo que, cuanto menos, sorprendía por la disposición de sus edificios. La distancia entre ellos era importante y como medio de distracción en aquel solitario lugar se encontraba un “hotel”, un pub y después casas diseminadas. Como el día había sido algo más que intenso descendí del coche en la misma puerta del pub, decidí pasar y consumir una buena cerveza que me había ganado con creces. Ya tenía experiencia en la localización, búsqueda y conocimiento de estos monumentos erigidos en recuerdo de sus caídos en combate, así que observé detenidamente si este, perdido en medio de la nada, también tenía el suyo.
¡Lo tenía!
Me aproximé respetuosamente al mismo y pude contemplar cómo, en el centro de un espacio no mayor de treinta o cuarenta metros cuadrados, se alzaba un pequeño monumento rematado con la efigie de un soldado de un metro de estatura aproximadamente y que presidía una zona que podría llamarse parque. Me acerqué y pude contemplar a la luz ya mortecina del atardecer cómo estaban inscritos los nombres de los caídos en las tres grandes guerras en que participaron los australianos. Tres en la Primera Guerra Mundial, siete en la Segunda Gran Guerra y cuatro en la guerra de Corea.
¿No es emocionante? ¡También allí! Hasta en el pueblo más pequeño por humilde que sea y se halle donde quiera o pueda. ¡También allí!
En las grandes ciudades hay monumentos con estructura parecida a los construidos en tiempo de los griegos, como el de Brisbone, elegantes cenotafios como el ubicado en la Martin Place de Sídney, o auténticas ciudades cementerio como la de Canberra, donde se honra a los muertos en guerra y donde se reúnen para la conmemoración del Anzac Day. El monumento palacio/cenotafio de Canberra es algo especial y diferente a todo lo que he podido ver nunca y donde el romero crece como símbolo del recuerdo.
Tiene un nombre: Australian War Memorial.
Y en su interior, como no podía ser de otra manera, un monumento al soldado desconocido que reza: An Unknown Australian Soldier Killed in the War of 1914-1918.
Hay algo más. Sus galerías documentan la historia de las batallas donde tomaron parte las tropas australianas y hablan de los horrores de la guerra junto a 102 600 nombres de los patriotas muertos en acto de servicio. Allí acuden los familiares a rezar y rendir...