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La docencia y su formación: una discusión inagotable
En los actuales sistemas educativos predominan los enfoques psicopedagógicos centrados en el aprendizaje y, por consiguiente, en el estudiante. Muestra de ello es la amplia literatura en torno al tema, así como el contenido de las reformas educativas implementadas recientemente, en países miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), por ejemplo. Sin embargo, aun bajo esta mirada, para que el aprendizaje en entornos educativos presenciales o semipresenciales (principalmente) sea posible, tanto discentes como docentes son importantes, sin pasar por alto que el alumno es –y debe continuar siendo– el sujeto central en la tarea educativa.
Orientando por el momento la atención hacia los profesionistas de la educación, interesa destacar la figura docente, no solamente por los motivos que señala la misma OCDE (2010) cuando refiere que el maestro representa el recurso más significativo de las escuelas, volviéndose esencial para elevar su calidad. Más allá de esta visión utilitaria, el docente continúa siendo el ser humano que, en el proceso educativo, interactúa intencionalmente con otros en el afán de provocar aprendizajes, implicado en un proceso que –generalmente bajo su conducción– moviliza en ambos (tanto en profesores, como en alumnos) preconcepciones, motivaciones, cogniciones, afectos y saberes en contextos determinados por agentes políticos, económicos, sociales, curriculares y personales diversos, y adversos en innumerables casos.
Bajo estos principios, ¿cuál es el rol del docente en el contexto actual? Y, específicamente, ¿qué características debe tener la práctica y la formación de docentes para cumplir con la política educativa y con las expectativas de la compleja sociedad a la que se debe, conservando como principal objetivo lograr que sus estudiantes aprendan a aprender?
Si bien es cierto que se ha emigrado de una concepción de profesor autoritario y tradicionalista a una noción más abierta, en donde su labor es generar oportunidades para el desarrollo de habilidades y aprendizajes, parece no quedar claro aún el rol que deben desempeñar los docentes en la sociedad actual; tampoco existe consenso sobre «las características personales que puedan hacer satisfactoria y efectiva una labor por todos reconocida discursivamente como importante, pero en los hechos no suficientemente atendida» (Rueda, 2010, p. 5). Por tanto, también resultan insuficientes y débiles las iniciativas para fortalecer su quehacer profesional, así como para mejorar su formación, al menos en América Latina.
El sistema educativo siempre ha situado la formación del profesional de la educación, o sea, la profesionalización docente, en el contexto de un discurso ambivalente, paradójico, o simplemente contradictorio: a un lado, la retórica histórica de la importancia de esta formación y enfrente, la realidad de la miseria social y académica que le ha concedido. (Carnicero, Silva y Mentado, 2010, p. 6)
En este sentido, la carencia de una propuesta de formación docente claramente definida, en congruencia y sincronía con un modelo educativo sólido que responda a principios científicos, epistemológicos, pedagógicos y sociales orientados al desarrollo pleno y armónico tanto de los individuos, como de las sociedades en su conjunto, unido a la presión económica de un mundo competitivo y globalizado –que equipara el ámbito educativo con el empresarial– son hechos que colocan al docente, como profesionista, en una situación de alto riesgo.
En otros términos, los docentes parecen ubicarse en el centro de una encrucijada formada por –como mínimo– tres dimensiones: pedagógico-académica, político-económica y contextual; esto es, en la práctica docente intentan converger los avances tecnológicos, los aportes de la investigación educativa, la pedagogía y las ciencias de la educación con las políticas educativas asociadas a un enfoque económico globalizador. Todo ello dentro de un contexto social plural, cambiante, exigente, altamente demandante y competitivo. No es difícil advertir, sobre todo para quienes estamos inmersos en este escenario, la falta de congruencia entre estas dimensiones, así como las consecuencias que esto genera en las escuelas y en los sujetos de la educación bajo condiciones específicas.
Adicionalmente, algunos estudios promovidos por el Banco Mundial tratan a los educadores como un insumo más de la educación: insumo importante, pero costoso. Basándose en ello, el Banco ha aconsejado a los gobiernos reducir los salarios docentes, contratar personal temporal (que acepta salarios más bajos y peores condiciones laborales), amén de privilegiar la capacitación en servicio sobre la formación inicial. Sin embargo, lo «ahorrado» en docentes en las últimas décadas ha tenido un costo altísimo para nuestros países (al menos en el caso de Latinoamérica): paros y huelgas que bloquean regularmente los sistemas escolares y ocasionan pérdida de días de clase, desperdicio de recursos y debilitamiento de la credibilidad de la educación pública, principalmente (Torres, 2005).
Al parecer, en este escenario, la importancia del docente queda reducida al cumplimiento de un «perfil idóneo» que –como ya se ha mencionado– tampoco está claramente definido para los diferentes niveles educativos, pero sirve como base para los procesos de evaluación estandarizados sobre los que habrán de justificarse decisiones laborales importantes.
Así, el docente se visualiza como un agente muy importante para el sistema educativo desde el punto de vista del mercado laboral, pero agente operador de disposiciones contradictorias o poco claras; donde su formación, labor pedagógica y de desarrollo profesional parecieran pasar al último lugar dentro de la lista de prioridades de la agenda pública.
Indudablemente, nos encontramos en un momento coyuntural y de alta tensión, generado en gran medida por la actual política educativa que –no solamente en México, sino en otros países principalmente latinoamericanos– coloca al docente como «piedra angular» del sistema educativo, pero desafortunadamente no en reconocimiento a su labor, sino como principal responsable del éxito o –en la mayoría de los casos– fracaso de dicho sistema.
En tal escenario, la labor docente y la persona misma que a lo largo de su vida estudiantil construye su identidad como docente son cuestionadas por su formación y desempeño, hecho que, sin duda, repercute en detrimento de su ejercicio profesional. El mayor impacto de esto ha sido «destacar la incompetencia de la escuela (y, por ende, de los docentes) para lograr resultados de aprendizaje» (Davini, 2015a, p. 47). Esto genera, sin duda, una mayor presión en el sujeto que ejerce la docencia, pues no siempre goza de los suficientes apoyos académicos, laborales y sociales que lo respalden. La misma autora comenta:
Hoy, el docente ejerce sus tareas en condiciones laborales deplorables: bajos salarios, próximos a los de los trabajadores no calificados, descalificación técnico-profesional, ambientes de infraestructura escolar precarios, sistemas de capacitación que lo colocan en el papel de reproductor mecánico o pasivo, fuerte desprestigio y debilitamiento de la posición social que lo había caracterizado. (Davini, 2015a, p. 60)
Sin pretender profundizar en ello, cabe mencionar también el incremento reciente de estudios sobre la salud emocional del docente, relacionada con altos niveles de estrés, insatisfacción y malestar, como lo refieren ampliamente Castillo y Alzamora (2015) en su investigación sobre el síndrome de Burnout en docentes. Para ellos, los profesionales de la enseñanza están ubicados en uno de los sectores que más frecuentemente se ven afectados por el estrés, al verse sometidos a un alto desgaste profesional.
A esta profesión se le exige, como a pocas, una alta cuota de entrega, compromiso, idealismo y una dedicación de servicio público. Un hecho que vinculado a una actitud laboral de alta autoexigencia y compromiso con el trabajo, puede finalmente obtener un desajuste patológico entre las expectativas y la realidad del contexto laboral en el que se desempeñan. (Castillo y Alzamora, 2015, p. 16)
Lo dicho hasta el momento resulta altamente preocupante, pues, entre otras consecuencias, evidencia un retroceso en la forma de concebir el fenómeno educativo, en general, y la docencia, en particular, de modo que coloca al docente contra la pared y casi al margen de nutridas discusiones pedagógicas contemporáneas que lo exaltan, las cuales son abiertamente ignoradas por los gestores y promotores de la calidad educativa.8 En palabras de Vezub:
Ahora los maestros se encuentran solos, frente a un nuevo tipo de alumno, desprovistos de la protección y legitimidad que otrora le proporcionaba el Estado-Nación y del apoyo de la sociedad que antes confiaba en la escuela como agente igualador, civilizador y transformador. (Vezub, 2007, p. 4)
No se debe olvidar que gran parte de las fallas en la educación, y particularmente en la labor de los docentes, surgen también como consecuencia de las propias fallas en el sistema educativo y, por ende, en el aparato estatal que lo conduce. En otras palabras, así como el resultado en el desempeño de los estudiantes suele ser un reflejo de la labor docente, el resultado en el desempeño de los docentes suele reflejar las características del Estado que los formó.
En definitiva, las propuestas educativas y de formación docente recientes han mostrado incapacidad para atender necesidades sociales apremiantes, y más aún para alcanzar ideales educativos sublimes. Por lo tanto, en este libro se sostiene que en tanto se construyen o reconstruyen modelos educativos mejores y más adecuados a las necesidades y características de la sociedad de nuestro siglo, es necesario incluir en la formación inicial y continua de los docentes el desarrollo de capacidades para «aprender», «aprender a aprender», «aprender a enseñar», «enseñar» y «enseñar para aprender», que les permitan no solamente salir airosos frente a los embates propios de su quehacer, sino asumir estos desafíos en mejores condiciones personales, académicas y profesionales, teniendo en cuenta con mayor autonomía su propio desarrollo académico y, a su vez, coadyuvando para sí mismos las condiciones de motivación y formación que esta importante labor requiere; además de, por supuesto, contribuir a una mejor educación.
Esto solamente será posible –entre otras condiciones– en espacios formativos y laborales con cierto grado de autonomía,9 así como fortaleciendo el «microespacio» de actuación docente, llámese aula, escuela o institución formadora, donde el enseñante aprende a serlo y ejerce su labor confrontándose a sí mismo, día a día.
Hasta el momento se ha discutido –por supuesto, no acabado– parte de la problemática que gira en torno a dos componentes fundamentales del sistema educativo: la docencia y la formación docente. A continuación, se centrará la atención en el segundo.
1.1. La formación inicial y continua de los docentes
En la historia de la formación docente es posible identificar avances, retrocesos, transformaciones, conflictos y tensiones, lo cual es fiel reflejo de la dinámica social de la que emana. Lo que generalmente no cambia es el reconocimiento, tácito o implícito, de la importancia que reviste contar con docentes preparados para ejercer con idoneidad una de las tareas ancestrales de la humanidad: la enseñanza.
Este ejercicio docente –lejos de concebirlo como la sola transmisión de conocimientos (Freire, 2004) o como una simple habilidad (Pérez, 2010)– tiene un carácter polisémico y, en algunos casos, confuso, «ya que se usan indistintamente prácticas pedagógicas, prácticas docentes, prácticas educativas y prácticas de enseñanza» (Montes, Caballero y Miranda, 2017, p. 222) para designarlo.
Sea cual sea su nombre, enseñar es provocar que otros aprendan, es decir, hacer aprender; se trata de una actividad eminentemente humana basada en interacciones entre personas.
En la educación no tratamos con cosas ni con objetos, ni siquiera con animales… tratamos con nuestros semejantes, con los que interactuamos. Enseñar es entrar en el aula y colocarse ante un grupo de alumnos, esforzándose para establecer unas relaciones y desencadenar con ellos un proceso de formación mediado por una gran variedad de interacciones. (Tardif, 2010, p. 122)
Asunto bastante complejo si consideramos que aquel a quien queremos hacer aprender es un sujeto con sus propias motivaciones, disposiciones, intereses, afectos, capacidades, cogniciones, experiencias e incluso resistencias ante el proceso educativo o el docente mismo. A esto habrá que agregar aquellos factores socioculturales que definen tanto a docentes como a estudiantes, en un entorno que al mismo tiempo los determina.
Independientemente de estas consideraciones, es importante señalar lo siguiente:
La docencia es una actividad central en cada una de las instituciones escolares, ya se trate de las del nivel básico, medio o superior; es clave en la formación de profesionales de las distintas ramas del saber y en la preparación de los futuros creadores del conocimiento; es determinante en la vida de muchas personas que definen su actividad profesional o gusto por una disciplina a partir de la convivencia estimulante con un maestro en particular. Por todo ello, vale la pena dedicarle el esfuerzo individual e institucional que sea necesario para garantizar que cumpla a plenitud con sus funciones, aunque estas nunca estén tan claramente definidas o tengan que adaptarse a un contexto que evoluciona constantemente. (Rueda, 2010, p. 6)
Hoy en día, el ejercicio de cualquier profesión se sustenta en un cuerpo de conocimientos teóricos, epistemológicos, éticos, metodológicos y prácticos, reconocidos por su valía en el área del conocimiento y ámbito del que se trate, y «la docencia no constituye una excepción: se apoya en un espacio estructurado de conocimientos y ...