1.
La empresa,
ente social
Antes de entrar en materia, entiéndase la metáfora. Una empresa es una nación.
Como estas, las empresas son entes sociales, agrupaciones humanas fundadas para un propósito común. Por eso se parecen tanto las unas a las otras. Por eso encontramos, y así lo iremos viendo en estas páginas, tantos paralelos entre ambas. Lo que las hace evidentemente similares es la materia, el barro de que están hechas: las personas. Seres humanos con sus intereses, inquietudes y motivaciones. Con sus capacidades, aptitudes y destrezas. Con todo un entramado de relaciones que conforma la personalidad conjunta y colectiva de cada una de ellas.
Tras la materia, el otro elemento que empresas y naciones comparten como ente social es el propósito. Se habla mucho en estos días del propósito de las empresas, quizá de una forma un tanto devaluada. No me estoy refiriendo aquí a ese tipo de propósitos, tan del gusto de los ejecutivos del marketing y la comunicación, que en realidad son intenciones buenistas y a menudo confunden una sana vocación de contribución a la sociedad como parte de la responsabilidad corporativa de la empresa. Más allá de todo eso, el propósito verdadero de cada empresa es la generación de valor económico que le garantice su existencia. Y es este propósito común, el económico, el que aglutina a su alrededor a todos sus componentes.
Pero, al igual que las naciones necesitan, como veremos por boca de Ortega, de un «proyecto sugestivo de vida en común», las empresas necesitan que ese propósito económico sea aderezado y complementado con aquellos otros matices —la cultura corporativa, la responsabilidad social, etcétera— que contribuirán, además, a hacerlo sugestivo.
Hablaremos en general de empresas, pero probablemente todo lo que aquí digamos sea también válido para organizaciones de otro tipo que comparten de alguna manera rasgos comunes con una empresa: instituciones, ONG, fundaciones, etcétera. Todas ellas casos igualmente legítimos, con la única variante, ahora sí, de que su misión no es estrictamente económica, sino de cualquier otra índole: cultural, social, deportiva…
A partir de aquí, todo serán semejanzas. A veces metáforas. Unas más evidentes, otras más forzadas. Naciones, clases sociales, políticos, directivos, departamentos, funciones… ¿Qué más dan? Todos forman parte de una misma sociología, de un mismo arquetipo para el que los aprendizajes que Ortega nos propone serán igualmente válidos.
Porque una de las primeras enseñanzas que podemos aplicar a nuestro día a día como directivos, emprendedores o gestores de cualquier empresa o negocio, es la que abre el primer capítulo del libro en el que nos estamos apoyando: la importancia, «para contribuir a la solución de los problemas, de distanciarse de ellos por algunos momentos, situándolos en perspectiva. En esta virtual lejanía parecen los hechos esclarecerse por sí mismos y adoptar espontáneamente la postura en que mejor se revela su profunda identidad».
Alejémonos, por tanto, de nuestro día a día, y situemos nuestra organización o nuestra empresa en esta nueva perspectiva que os propongo, con la que podremos contribuir a hacerlas mejores y más fuertes.
2. La empresa, un sistema
de incorporación.
La dinámica de la agregación
Así arranca, en la cita del propio Ortega, el gran tratado sobre la historia de Roma, escrito a su vez por Theodor Mommsen.
De la misma forma, podríamos decir que el nacimiento y la evolución de cualquier empresa es un constante proceso de incorporación, de suma, de agregación.
Esta afirmación, que podría parecer obvia, tiene importantes implicaciones para comprender correctamente las dinámicas y los procesos que aparecen en las estructuras de las organizaciones, sea cual sea su dimensión y situación. Y es que, como bien apunta Ortega, tendemos erróneamente a pensar que las sociedades son fruto simplemente de un «crecimiento por dilatación de un núcleo inicial». Lo mismo sucede con las empresas, a las cuales habitualmente atribuimos un crecimiento orgánico a partir de una estructura inicial, cuando en verdad esta evolución suele ser más compleja y es consecuencia, en realidad, de procesos de integración de lo más variado.
Y son, precisamente, tales procesos de integración los que determinan las dinámicas internas de las empresas. Hoy en día, en el mundo del emprendimiento y las start-ups, comprender cabalmente esta cuestión es fundamental para la supervivencia del proyecto. Porque un emprendedor, en el momento germinal de poner en marcha su iniciativa, puede tender a pensar que su instinto, su idea, su talento… será un ente que vaya consiguiendo dilatar su dimensión personal al transformarse en proyecto, en empresa. Y eso, que en la teoría suena bien, no sucede nunca en la práctica, por el principio que estamos enunciando ahora mismo.
Las empresas y las organizaciones, en su desarrollo y crecimiento, responden a una dinámica de integración, de incorporación de nuevos elementos. Personas, talento, recursos, inversión… son todos ellos incorporaciones que vienen a sumar al proyecto, pero que no forman parte del núcleo inicial.
Ortega lo explica perfectamente al señalar el caso del Imperio romano.
Roma es primero una comuna asentada en el monte Palatino y las siete alturas inmediatas: es la Roma Palatina, Septimontium, o Roma de la montaña. Luego, esta Roma se une con otra comuna frontera asentada sobre la colina del Quirinal, y desde entonces hay dos Romas: la de la montaña y la de la colina. […] Esta Roma palatino-quirinal vive entre otras muchas poblaciones análogas […]. Roma tuvo que someter a las comunas del Lacio […], y las obliga a constituir un cuerpo social, una articulación unitaria que fue el foedum latinum, la federación latina, segunda etapa de la progresiva incorporación. El paso inmediato fue dominar a etruscos y samnitas. […] Poco después, en rápido, prodigioso crescendo, todos los demás pueblos conocidos, desde el Cáucaso al Atlántico.
Sirva esta metáfora para comprender, como decíamos, la dinámica del crecimiento y el desarrollo de las organizaciones. No como una extensión de un pequeño conjunto original, sino como la agregación sucesiva de diferentes elementos que la enriquecen y la potencian.
La consecuencia de entender esta dinámica correctamente es inmediata. Si comprendemos esta naturaleza en el desarrollo de las organizaciones, podemos evitar caer en errores de apreciación. Evitar mirarlas desde una perspectiva que, a veces erróneamente, aplicamos en las empresas. Yo mismo, en mi experiencia empresarial, he caído en esta miopía.
Cuando tuve la suerte y la oportunidad de crear mi propia empresa de comunicación, junto con otros dos socios y un pequeño equipo de colaboradores de confianza, tenía la impresión de haber conformado ese núcleo inicial. Durante aquellos inicios inconscientes y felices, todos nos sentíamos parte de una misma cosa. Con el tiempo, las cosas fueron poco a poco mejor, y tuvimos que incorporar nuevas personas al equipo, nuevos procesos de trabajo, nuevas metodologías…, y un día percibí que algo había cambiado. Aquella magia inicial, aquella comunión, se había ido desvaneciendo lentamente conforme habíamos ido creciendo. En medio de cierta frustración, al cabo del tiempo comprendí la clave que Ortega nos desvela con este razonamiento: los procesos de crecimiento de las organizaciones son, como venimos diciendo, procesos de agregación, de incorporación, de suma. Y eso, queramos o no, es muy diferente de la simple expansión de una idea o un proyecto original. Para lo bueno y para lo malo, como veremos.
Volvamos a la metáfora imperial romana. Para nuestro filósofo, esta descripción histórica basta para mostrar «que la incorporación histórica no es la dilatación de un núcleo inicial, sino más bien la organización de muchas unidades sociales preexistentes en una nueva estructura. El núcleo inicial ni se traga los pueblos que va sometiendo ni anula el carácter de unidades vitales propias que antes tenían. Roma somete las Galias; esto no quiere decir que los galos dejen de sentirse como una entidad social distinta de Roma y que se disuelvan en una gigantesca masa homogénea llamada Imperio romano».
Es por eso que, en las organizaciones empresariales, los elementos que se van incorporando con su crecimiento y desarrollo —ya sean personas, equipos, funciones, departamentos, metodologías, logísticas…— van a mantener siempre una identidad propia, una tendencia diferenciada que deberemos saber manejar adecuadamente. Comprender, de este modo, que cada incorporación de nuevos elementos a nuestra estructura empresarial supone incorporar asimismo un nuevo elemento de tensión centrífuga respecto al núcleo central de la organización es clave para establecer los mecanismos necesarios de control y optimización.
Esto, que es un proceso muy evidente en empresas de nueva creación, en start-ups o en proyectos de innovación, a veces pasa desapercibido en grandes corporaciones, más asentadas y con unas estructuras aparentemente más convencionales. Pero es exactamente igual, y quizá, por ello, es más peligroso pasarlo por alto. No es infrecuente en este tipo de grandes empresas encontrar discursos motivadores en los que los ejecutivos tratan de fomentar un espíritu común, homogéneo y uniforme para todos y cada uno de los equipos, departamentos y personas.
Quizá, contrariamente a lo que se piensa, algo así no sea tan buena idea. Porque es importante que nos acostumbremos a entender toda organización empresarial «no como una coexistencia interna, sino como un sistema dinámico. Tan esencial es para su mantenimiento la fuerza central como la fuerza de dispersión».
Es decir, en la gestión de los equipos y los recursos de una organización, debemos ser cuidadosos con las especificidades de cada una de las áreas que manejamos. Debemos fomentar, en la medida de lo posible, su propia individualidad. Motivar a los equipos a ser disruptivos, a salirse de la norma estática y centralizadora de la organización. Lo contrario, como veremos, suele derivar en problemas mucho más complejos. Generar un ambiente de autonomía, de independencia, que favorezca su propia utilidad.
Si no fomentamos y cuidamos esa autonomía en personas, en equipos, en departamentos…, es muy probable que atrofiemos las capacidades y los talentos de sus integrantes. Es más, debemos atrevernos a fomentarla hasta un punto de exceso, hasta encontrar lo que en fisiología se denomina el punto de fatiga. En cada equipo, en cada área, sin un «mínimum de fatiga el órgano se atrofia. Hace falta que su función sea excitada, que trabaje y se canse para que pueda nutrirse».
Por eso es tan importante, en la gestión de equipos, fomentar proyectos e iniciativas en los que puedan ejercitar su autonomía. Proyectos en los que demuestren su capacidad creativa, innovadora. Su responsabilidad y compromiso a través de sus propios planes de acción.
De forma complementaria, en todas las empresas, la fuerza central, el consejo de administración, la propiedad o el equipo directivo, necesita también de la fuerza de todos y cada uno de sus equipos para ejercer su labor y, sobre todo, para asegurar una cohesión fructífera. «La energía unificadora, central, […] necesita, para no debilitarse, de la fuerza contraria, de la dispersión, del impulso centrífugo per...