Nadie en ningún lugar
Esta es una historia de dos batallas: la batalla por dejar al «mundo» fuera y la de tratar de unirme a él. Narra las guerras en el interior de «mi propio mundo» y los frentes de batalla, las tácticas empleadas y las víctimas de mi guerra personal contra otros.
Este es un intento de firmar una tregua, bajo condiciones establecidas en mis propios términos. A lo largo de mi batalla íntima he sido una ella, una tú, una Donna, una mí y finalmente un yo. Todas nosotras contaremos cómo fue y cómo es.
Si lo que usted siente es distancia, no se equivoca: es real. Bienvenido a mi mundo.
Recuerdo mi primer sueño, o al menos el primero que puedo recordar. Me movía a través de lo blanco; no había objetos, sólo lo blanco, aunque por todas partes me rodeaban manchas brillantes de color, mulliditas. Yo pasaba a través de ellas y ellas pasaban a través de mí. Era la clase de situación que me hacía reír.
Tuve este sueño antes que otros en los que había mierda, gente o monstruos, y ciertamente antes de que notara la diferencia entre las tres cosas. Yo debía de tener menos de tres años de edad. Este sueño retrataba la naturaleza de mi mundo en aquella época. Ya despierta, perseguía el sueño sin descanso, me volvía hacia la luz que entraba por la ventana, cercana a mi cuna, y me frotaba furiosamente los ojos. Ahí estaban. Los colores suaves y brillantes moviéndose a través del blanco. «¡Deja de hacer eso!» —así sonaba el barullo que irrumpía. Yo continuaba, tan feliz. ¡Bofetada!
Descubrí que el aire estaba lleno de manchitas. Si mirabas dentro de la nada, había manchitas. La gente pasaba por allí obstruyendo la visión mágica que yo tenía de la nada. Yo los dejaba atrás. Hacían barullo. Mi atención se centraba firmemente en mi deseo de perderme en las manchitas. Entonces ignoraba el barullo, atravesaba directamente aquella obstrucción con mi mirada, mi expresión era de tranquilidad, de alivio por haberme perdido entre ellas. ¡Bofetada! Estaba aprendiendo sobre «el mundo».
Acabé aprendiendo a perderme en cualquier cosa que deseara: en los diseños del papel pintado de la pared o de la alfombra, en el ruido de algo repetido una y otra vez, en el sonido hueco que conseguía al darme palmadas en el mentón. Incluso la gente dejó de ser un problema. Sus palabras se convertían en un confuso murmullo, sus voces en un patrón de sonidos. Era capaz de mirar a través de la gente hasta que yo dejaba de estar allí, y luego sentía que me había perdido en ellos.
Aunque las palabras no eran un problema, la expectativa que tenían los demás de que yo les respondiera sí lo era. Esto requería comprender lo que decían, pero yo estaba demasiado feliz perdiéndome para querer verme arrastrada de nuevo a algo tan bidimensional como la comprensión.
—¿Qué crees que estás haciendo? —irrumpía la voz.
Sabiendo que debía responder para liberarme de esta molestia, aceptaba y repetía: «¿Qué crees que estás haciendo», dirigiéndome a nadie en particular.
—No repitas todo lo que digo —decía la voz en tono de regaño.
Sintiendo la necesidad de responder, yo replicaba:
—No repitas todo lo que digo.
¡Bofetada! No tenía ni idea de qué se esperaba de mí.
Durante los primeros tres años y medio de mi vida este fue mi lenguaje, que incluía la entonación y las inflexiones de aquellos a quienes yo consideraba como parte de «el mundo». Un mundo que me parecía impaciente, duro, molesto e inflexible. Aprendí a responderle en los mismos términos: llorando, chillando, ignorando y huyendo.
En una ocasión, en vez de simplemente «oír» una frase particular, pude entenderla porque tuvo sentido para mí. Tenía tres años y medio. Mis padres estaban visitando a unos amigos y yo me había quedado de pie en el vestíbulo cerca de la sala. Jugaba a marearme y con los brazos estirados daba vueltas y más vueltas. Tengo un vago recuerdo de los otros niños que había allí, porque el tema de conversación en la sala me había perturbado y desconcertado. Habían hecho una pregunta sobre mi entrenamiento en el uso del sanitario. Mi madre replicó que yo todavía me lo hacía encima.
Yo no sé si esto dio resultado, pero la verdad es que me volví más consciente de la necesidad de ir al baño. Lo que había sentido hasta aquel momento era un gran miedo a hacerlo: tardaba una eternidad en ir y cuando por fin lo decidía, faltaba muy poco para mojarme allí donde me encontrara. Algunas veces me contenía durante varios días y me ponía tan estreñida que vomitaba bilis. Entonces también empecé a tenerle miedo a comer. Sólo comía flan, gelatina, alimento para bebé, fruta, hojas de lechuga, miel y unas hogazas de pan blanco que venían cubiertas con «cientos y cientos» de bolitas multicolores, como en mi sueño. En realidad comía más cantidad de los alimentos que me gustaba mirar, sentir o que me trajeran asociaciones agradables, que de cualquier otra cosa. A los conejos les gustaban las lechugas; a mí me gustaban los conejos de peluche y yo comía lechuga. Me gustaba «ver a través» de vidrios de colores; la gelatina era así; me encantaba la gelatina. Al igual que otros niños, comía tierra, flores, hierba y pedazos de plástico. A diferencia de los otros niños, seguía comiendo flores, hierba, corcho y plástico cuando ya tenía trece años. Las viejas reglas se aplicaban: si las cosas me gustaban, trataba de perderme en mi fascinación por ellas. Las cosas, a diferencia de las personas, eran bienvenidas a convertirse en parte de mí.
Cuando tenía más o menos tres años presenté signos de desnutrición. Aunque no estaba esquelética, mostraba palidez y me salían moretones aun con los golpes más leves; las pestañas se me caían a montones y me sangraban las encías. Mis padres, creyendo que tenía leucemia, me hicieron hacer análisis de sangre. El médico me tomó una muestra del lóbulo de la oreja. Yo cooperé. Estaba intrigada con una rueda de cartón multicolor que el médico me había dado. También me examinaron el oído porque, aunque yo lo imitaba todo, daba la impresión de ser sorda. Mis padres solían ponerse detrás de mí y hacían ruido, sin que yo parpadeara siquiera. «El mundo» no llegaba hasta mí.
I thought I felt a whisper through my soul,
Everything is nothing, and nothing is everything.
Death in life and life in death of falsity
Pensé que sentía un suspiro a través de mi alma,
Todo es nada y nada es todo.
Muerte en vida y vida en muerte de falsedad
Mientras más consciente era del mundo que me rodeaba, más temor tenía. Los demás eran mis enemigos, y su arma era tratar de llegar hasta mí. Había unas pocas excepciones: mis abuelos, mi padre y mi tía Linda.
Aún recuerdo el olor de la abuela. Llevaba cadenas en el cuello. Era suave y arrugada, usaba ropa de punto, a través de cuyos huecos podía meter mis dedos, tenía una voz risueña y ronca y olía a alcanfor. Yo solía llevarme el alcanfor de los estantes de los supermercados, y veinte años más tarde me dio por comprar botella tras botella de aceite de eucalipto para regarla por todo el cuarto, de extremo a extremo y así mantenerlo todo alejado de mí, salvo el sentimiento reconfortante que esta asociación me traía. Recogía trozos de lana de colores y los unía con grapas, para después meter los dedos por entre los huecos y poder dormir sintiéndome segura. Para mí, las personas que me gustaban eran sus cosas, y aquellas cosas, (u otras semejantes a ellas), eran mi protección contra lo que no me gustaba: la otra gente.
Los hábitos que adopté para conservar y manipular estos símbolos equivalían para mí a encantamientos mágicos, que pronunciaba contra todo lo desagradable que me podía invadir si perdía aquellas cosas o me las dejaba quitar. Esto no era motivado por la locura o por alucinaciones, sino simplemente por una inofensiva imaginación, potenciada por mi irresistible miedo a mi vulnerabilidad.
Mi abuelo me daba uvas pasas y galletas trocito a trocito. Solía inventarle nombres especiales a todo; era buen conocedor de su público. Entendía mi mundo y lograba fascinarme con el suyo. Tenía unas bolitas de mercurio líquido que convertía en bolitas todavía más pequeñas y h...