Cazadores de microbios
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Cazadores de microbios

Los principales descubrimientos del mundo microscópico

Paul De Kruif, Emilio Ayllón Rull

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Cazadores de microbios

Los principales descubrimientos del mundo microscópico

Paul De Kruif, Emilio Ayllón Rull

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Una historia más pertinente que nunca sobre los microbios, las bacterias y cómo la enfermedad afecta nuestra vida cotidiana y a la prosperidad de nuestras sociedades. Los superhéroes en este esquema son los científicos, bacteriólogos, médicos y técnicos médicos, que descubrieron los microbios e inventaron las vacunas para contrarrestarlos. De Kruif revela los descubrimientos ahora aparentemente simples pero realmente fundamentales de la ciencia.Un libro fascinante que describe la vida y obra de un grupo de hombres de siglos pasados que sentaron las bases para conocer y comprender el mundo de los seres vivos más pequeños de la Tierra y nuestra relación con ellos. La obra se inicia con la vida de Anton van Leeuwenhoek, quien reportó el primer avistamiento bajo el microscopio de seres desconocidos, abriendo a los seres humanos las puertas del mundo microbiano.También trata de Louis Pasteur, quien demostró la dramática cercanía de los contactos entre esos seres y nosotros: a través de sus estudios sobre el papel de los microorganismos en la elaboración de cerveza y vino, dejó clara la existencia de ese mundo hasta entonces desconocido, que si bien no nos vigila en el sentido estricto del término, sí desempeña un papel fundamental en nuestras vidas.

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Information

Year
2021
ISBN
9788412324129

03
Pasteur
¡Los microbios son
una amenaza!
1
En 1831, treinta y dos años después de la muerte del gran Spallanzani, la caza del microbio se había quedado otra vez estancada. Los animales microscópicos eran despreciados y habían caído en el olvido mientras otras ciencias hacían grandes progresos. Torpes locomotoras de tos horrible asustaban a los caballos de Europa y América y el telégrafo estaba a punto de inventarse. Se diseñaban maravillosos microscopios, pero nadie había llegado a mirar a través de ellos: nadie había conseguido demostrar al mundo que unos míseros animalillos podían hacer un trabajo útil que no estaba al alcance de la más compleja máquina de vapor. Y no había el menor indicio de que aquellos desgraciados microbios pudieran matar a millones de seres humanos misteriosa y silenciosamente, de que fueran asesinos mucho más eficientes que la guillotina o los cañones de Waterloo.
Un día de octubre de 1831, un chiquillo de nueve años huía asustado de la multitud que bloqueaba la puerta de la fragua en una aldea de las montañas del este de Francia. Por encima de los susurros sobrecogidos de la gente que se amontonaba en la puerta, aquel chiquillo había oído el chisporroteo de un hierro candente al ser aplicado sobre carne humana, y tras aquel terrorífico crepitar había venido un gemido de dolor. La víctima era un campesino llamado Nicole. Acababa de atacarle un lobo rabioso, entre aullidos y echando espuma venenosa por la boca, en las calles de la aldea. El niño que huía era Louis Pasteur, hijo de un curtidor de Arbois y bisnieto de un siervo del conde de Udressier.
Pasaron los días y las semanas y ocho víctimas de aquel lobo rabioso murieron en medio de la asfixiante y abrasadora agonía de la hidrofobia. Sus gritos resonaban en los oídos de este tímido niño, que había quienes consideraban idiota. Y el hierro que había cauterizado la herida del labriego grabó a fuego una profunda herida en su memoria.
«¿Qué hace que un lobo o un perro se pongan rabiosos, padre? ¿Por qué la gente se muere cuando un perro rabioso les muerde?», preguntaba Louis. Su padre, el curtidor, había sido sargento de los ejércitos de Napoleón. Había visto morir a diez mil hombres por herida de bala, pero no tenía la menor idea de por qué moría la gente enferma. Se puede oír la respuesta del piadoso curtidor: «A lo mejor un demonio se le ha metido dentro al lobo, y si la voluntad de Dios es que mueras, te morirás, no hay nada que pueda impedirlo». Aquella respuesta era tan buena como la respuesta que pudiera dar el más sabio científico o el médico más caro del mundo. En 1831, nadie sabía qué hacía que la gente muriese por las mordeduras de un perro rabioso: la causa de todas las enfermedades era completamente desconocida y misteriosa.
No voy a intentar convencerles de que aquel horrible acontecimiento hizo que a sus nueve años Louis Pasteur decidiera que algún día iba a descubrir la causa y la cura para la hidrofobia. Eso sería muy romántico, pero no sería verdad. Pero lo cierto es que le había asustado más, le había marcado durante más tiempo, le había obsesionado más y había olido la carne quemada y había oído los gritos de aquellos hombres con cien veces más viveza que cualquier niño normal; en una palabra, que estaba hecho de la pasta de la que están hechos los artistas. Y fue aquella pasta suya, tanto como su ciencia, lo que le ayudó a sacar a los microbios de esa oscuridad en la que una vez más habían quedado sumidos tras la muerte del magnífico Spallanzani. En realidad, durante los veinte primeros años de su vida no dio ninguna señal de que fuera a convertirse en un gran investigador. El tal Louis Pasteur no era más que un aplicado y meticuloso chaval en quien nadie reparaba especialmente. Dedicaba su tiempo libre a pintar el río que pasaba por la curtiduría, y sus hermanas posaban para él hasta que el cuello se les agarrotaba y la espalda les dolía seriamente. Pintaba también retratos de su madre, llamativamente duros y poco favorecedores: en ellos no se la veía guapa, pero se veía a su madre…
Entretanto, todo parecía indicar que los animalillos iban a quedar arrumbados en el mismo estante que el dodo y otras criaturas olvidadas. El sueco Linneo, el clasificador más entusiasta, que se dedicó a meter a todos los seres vivos en un pulcro y enorme fichero, se rindió ante la idea misma de estudiar estos seres diminutos. «Son demasiado pequeños, demasiado confusos, nadie podrá jamás saber nada exacto sobre ellos. ¡Los incluiremos sin más en el género Chaos!», dijo Linneo. El único que los defendió fue el carirredondo y célebre biólogo alemán C. G. Ehrenberg, quien, en las épocas en las que no estaba surcando océanos o recibiendo medallas, participó en virulentas y vanas disputas sobre si aquellos animalillos tenían estómago, extrañas discusiones sobre si de verdad eran animalillos completos o solo partes de animales mayores; o si por ventura no serían pequeños vegetales más que pequeños animales.
No obstante, Pasteur siguió inmerso en sus libros y, mientras aún estaba en la pequeña escuela de Arbois, empezó a destacar el primero de sus rasgos autoritarios, rasgos buenos y malos que lo convirtieron en una de las más extrañas mezclas de contradicciones que jamás pisaron la tierra. Era el más pequeño de la escuela, pero quería ser profesor; tenía un ansia feroz de enseñar a otros niños, y en particular de dirigir a otros niños. Se convirtió en profesor. Antes de haber cumplido los veinte era ya una especie de maestro auxiliar en la escuela de Besançon y allí se mataba a trabajar y exigía que todo el mundo trabajase tanto como él; a sus pobres hermanas (que, bien lo sabe Dios, ya hacían lo que podían) las sermoneaba en largas cartas edificantes. «No hay nada mejor que la Voluntad, queridas hermanas —escribía—, pues tras la Voluntad normalmente vienen la Acción y el Trabajo, y el Trabajo casi siempre viene acompañado del Éxito. Estas tres cosas, Trabajo, Voluntad y Éxito, colman la humana existencia. La Voluntad abre la puerta al Éxito, que es tan brillante como feliz; el Trabajo permite traspasar esas puertas y al final del trayecto el Éxito viene a coronar los esfuerzos que uno ha hecho».
A los setenta años, sus sermones habían perdido las mayúsculas, pero seguían siendo el mismo tipo de sermones simples y formales.
Su padre lo mandó a la Escuela Normal de París y allí decidió que haría grandes cosas, pero le invadió la morriña recordando el olor del patio de la curtiduría y se volvió a Arbois, abandonando sus grandes ambiciones… Un año después había vuelto a la misma escuela de París y esta vez sí se quedó; y entonces, un día, salió entre lágrimas de la clase del químico Dumas. «¡Qué ciencia, la química! —musitó—, ¡y qué maravillosa es la fama y la gloria de Dumas!». Supo entonces que él también iba a ser un gran químico; las calles grises y neblinosas del Barrio Latino se disolvían en un mundo frívolo y confuso que solo la química podía salvar. Había dejado la pintura, pero seguía siendo un artista.
Muy pronto, a trancas y barrancas, empezó a hacer sus primeras investigaciones independientes con frascos apestosos y filas de tubos llenos de vistosos fluidos de colores. Su buen amigo Chappuis, un modesto estudiante de filosofía, tuvo que oír durante horas las disertaciones de Pasteur sobre los cristales de ácido tartárico. «Es una pena que no seas químico», le decía Pasteur. Habría convertido a todo estudiante en químico, del mismo modo que cuarenta años después intentó convertir a todos los médicos en cazadores de microbios.
Justo entonces, mientras Pasteur tenía metida la respingona nariz y la amplia frente entre confusos montones de cacharros de cristal, los microscópicos microbios estaban empezando a ser otra vez objeto de seria atención; estaban empezando a ser considerados prójimos serios e importantes, igual de útiles que los caballos o los elefantes, por dos investigadores solitarios, uno en Francia y otro en Alemania. En 1837, un humilde pero original francés, Cagniard de la Tour, se dedicó a husmear en las cubas de las cervecerías. Recogió unas cuantas gotas espumosas de dichas cubas y las observó a través de un microscopio y se dio cuenta de que en los costados de los diminutos glóbulos de levadura que encontró en ellas brotaban yemas, yemas que eran como semillas germinadas. «De modo que estas levaduras están vivas, se reproducen como las demás criaturas», exclamó. Investigaciones posteriores le hicieron ver que ningún tratamiento del lúpulo y de la cebada se convertía en cerveza sin la presencia de las levaduras, de aquellas levaduras vivas capaces de reproducirse. «Tiene que ser esta vida suya la que transforma la cebada en alcohol», reflexionó, y escribió un breve y claro artículo al respecto. El mundo decidió no entusiasmarse con este excelente trabajo sobre las diminutas levaduras. Cagniard no era un publicista y carecía de agente de prensa que compensase su modestia.
Aquel mismo año, en Alemania, el doctor Schwann publicó un breve artículo lleno de largas frases, y aquellas confusas frases le contaban al aburrido público la apasionante noticia de que la carne solo se pudre cuando animales microscópicos se meten en ella. «Hierva completamente la carne, póngala en un frasco limpio e introduzca en ella aire que haya pasado por conductos al rojo vivo: la carne se mantendrá completamente fresca durante meses. Pero uno o dos días después de que haya quitado el tapón y haya entrado aire normal, con sus animalillos, la carne empezará a tener un olor horrible; estará repleta de criaturas que se retuercen y hacen cabriolas mil veces más pequeñas que la cabeza de un alfiler. Son estos bichos los que echan la carne a perder».
¡Cómo habría abierto Leeuwenhoek sus grandes ojos al ver esto! Spallanzani se habría despedido de su parroquia y se habría ido corriendo a su laboratorio. Pero Europa apenas levantó la vista de sus periódicos. Y el joven Pasteur se estaba preparando para hacer su primer gran descubrimiento químico.
Lo hizo cuando tenía veintiséis años. Tras una larga observación de montones de diminutos cristales, descubrió que hay cuatro tipos distintos de ácido tartárico, y no dos; que hay varios compuestos extraños en la naturaleza que son exactamente iguales, salvo por ser imágenes especulares el uno del otro. Cuando estiró los brazos, enderezó su maltrecha espalda y se dio cuenta de lo que había hecho, salió corriendo de aquel pequeño, sucio y oscuro laboratorio al pasillo, se abrazó a un joven asistente de física al que apenas conocía y se lo llevó a la espesa sombra de los Jardines de Luxemburgo. Allí le dio interminables explicaciones triunfales… Tenía que contárselo a alguien, ¡quería contárselo al mundo!
2
Un mes después recibía los elogios de químicos de pelo blanco y se convertía en colega de doctos hombres que le triplicaban la edad. Le nombraron profesor en Estrasburgo y en los descansos de sus investigaciones decidió casarse con la hija del decano. No sabía si ella le quería, pero se sentó y le escribió una carta que él sabía que haría que le quisiera: «No hay nada en mí que pueda atraer el gusto de una joven —le escribió—, pero mis recuerdos me dicen que aquellos que me han conocido bien me han querido mucho». Así que aquella muchacha se casó con él y se convirtió en una de las esposas más célebres, sufridas y en muchos aspectos más felices de la historia, y este relato todavía tendrá que mencionarla en más de una ocasión.
Convertido ya en cabeza de familia, Pasteur se entregó con más ahínco a su trabajo y, olvidando las obligaciones y las cortesías del novio, convirtió sus noches en días. «Estoy a punto de descubrir el misterio —escribió— y el velo se está haciendo cada vez más fino. Las noches se me hacen muy largas. Y la señora Pasteur me regaña a menudo, pero yo le digo que la voy a hacer famosa». Prosiguió su trabajo con los cristales; se metió en callejones sin salida, hizo experimentos extraños, imprudentes, imposibles…, el tipo de experimentos que podrían ocurrírsele a un loco, el tipo de experimentos que convierten a un loco en un genio cuando dan resultado. Intentó modificar la química de los seres vivos poniéndolos entre imanes enormes. Concibió unos mecanismos muy raros que movían las plantas de atrás adelante, con la esperanza de lograr así las misteriosas moléculas que convertían esas plantas en imágenes especulares de sí mismas… Intentó imitar a Dios: ¡trató de modificar las especies!
La señora Pasteur lo esperaba por las noches y lo admiraba y creía en él, y escribió a su padre: «Los experimentos que está llevando a cabo este año nos darán, si tienen éxito, a un Newton o un Galileo». No está claro si la señora Pasteur se formó por sí misma la alta opinión en la que tenía a su joven marido… En todo caso, la verdad, esa quimera le falló esta vez: sus experimentos no dieron resultado.
Entonces Pasteur fue nombrado profesor y decano d...

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