Una trenza de hierba sagrada
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Una trenza de hierba sagrada

Robin Wall Kimmerer, David Muñoz Mateos

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Una trenza de hierba sagrada

Robin Wall Kimmerer, David Muñoz Mateos

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Como botánica, Kimmerer formula preguntas sobre la naturaleza con las herramientas de la ciencia. Como miembro de la Citizen Potawatomi Nation, comparte la idea de que las plantas y los animales son nuestros maestros más antiguos. En Una trenza de hierba sagrada, Kimmerer une estas dos lentes del conocimiento para guiarnos en "un viaje que es tan mítico como científico, tan sagrado como histórico, tan inteligente como sabio", en palabras de la escritora Elizabeth Gilbert.Basándose en su vida como científica, indígena, madre y mujer, nos muestra cómo otros seres vivos nos ofrecen regalos e importantes lecciones, incluso aunque hayamos olvidado cómo escuchar sus voces. En una rica trenza de reflexiones que van desde la creación de Isla Tortuga hasta las fuerzas que amenazan hoy su florecimiento, Kimmerer despliega su idea central: el despertar de una conciencia ecológica requiere el reconocimiento y la celebración de nuestra relación recíproca con el resto del mundo viviente. Solo cuando podamos escuchar los lenguajes de otros seres seremos capaces de comprender la generosidad de la tierra y aprender a dar nuestros propios dones a cambio. Una trenza de hierba sagrada está destinado a ser un clásico de la escritura sobre la naturaleza.

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Tras los pasos de Nanabozho:
volverse nativo
La niebla envuelve la tierra. Entre la penumbra no se distingue más que esta roca y las olas, que rompen con el bramido de un trueno y me recuerdan lo frágil que es mi posición sobre la minúscula isla. Casi siento sus pies, en vez de los míos, sobre la roca fría y húmeda; Mujer Celeste, en un puntito de tierra en mitad de un mar oscuro y gélido, momentos antes de crear nuestro hogar. Al caer del Mundo del Cielo, Isla Tortuga fue su Plymouth Rock, su Ellis Island. La Madre de la Gente fue la primera inmigrante.
Yo también soy nueva aquí, en el límite occidental del continente, junto al océano; no estoy familiarizada con la forma en que la tierra aparece y desaparece entre las mareas y la niebla. Nadie conoce mi nombre y yo no sé el nombre de quienes me rodean. Sin ese mínimo intercambio, sin esa forma básica de reconocimiento, siento que la niebla podría tragarme a mí también, como a todo lo demás.
Nuestras historias cuentan que el Creador reunió a los cuatro elementos sagrados y les transmitió el aliento de la vida para dar forma al Hombre Original, al que envió después a Isla Tortuga. Fue el último en ser creado, y recibió el nombre de Nanabozho. El Creador pronunció su nombre en las cuatro direcciones para que todos supieran de su llegada. Nanabozho, mitad hombre y mitad manido —un poderoso espíritu—, es la personificación de las fuerzas de la vida, el héroe de la cultura anishinaabe, el gran maestro del ser humano. Tanto él, el Hombre Original, como nosotros, los humanos, hemos sido los últimos en llegar a la tierra. Somos los más jóvenes y, por tanto, los que hemos de aprender a vivir.
No me cuesta imaginar aquellos primeros días de Nanabozho. Antes de conocer a nadie, antes de que lo conocieran. Al principio yo también era una extraña en este bosque sombrío y húmedo que tiembla al borde del mar, hasta que busqué a una anciana, la abuela Pícea de Sitka, cuyo regazo da cobijo a muchos nietos. Me presenté, le dije mi nombre y la razón por la que había venido. Le entregué un poco de tabaco y le pedí permiso para hacerle compañía, a ella y a su comunidad, durante una temporada. Me indicó que me sentara: había un sitio libre entre sus raíces. Su copa se erguía sobre el bosque y el follaje susurraba constantemente a los vecinos. Confío en que le trasladará mi nombre y mi petición al viento.
Nanabozho no conocía sus orígenes ni su parentesco: solo sabía que estaba en un lugar profusamente habitado por plantas y animales, vientos y agua. Él también era un inmigrante. Todas las criaturas estaban ya aquí cuando él llegó, todas en armonía, cumpliendo el propósito que la Creación les había encomendado. Supo entender algo que, mucho después, otra gente no comprendería: no contemplaba un «Nuevo Mundo», sino uno que ya era antiguo a su llegada.
La tierra en que me siento al abrigo de la abuela Sitka está cubierta de acículas, un suelo esponjoso por siglos de acumulación de mantillo; los árboles son tan viejos que mi propia vida, a su lado, es un breve instante, el canto de un pájaro. Sospecho que Nanabozho caminaría por el mundo como yo lo hago, asombrada, alzando la vista hacia los árboles con tanta frecuencia que no dejo de tropezarme.
Como Hombre Original, el Creador le encomendó a Nanabozho algunas tareas: sus Instrucciones Originales.[13] El anciano anishinaabe Eddie Benton-Banai relata de una manera muy hermosa la historia de la primera tarea de Nanabozho: debía recorrer el mundo al que Mujer Celeste había dado vida. Sus instrucciones consistían en caminar de tal modo «que cada paso sea un reconocimiento a la Madre Tierra», pero no estaba seguro de lo que significaba eso. Afortunadamente, aunque las suyas serían las huellas del Primer Hombre en la tierra, ya había muchas sendas que seguir, abiertas por aquellos que habían hecho de este su hogar.
La época en que se nos entregaron las Instrucciones Originales es lo que habitualmente se conoce como «hace mucho mucho tiempo». El modo de pensar más extendido concibe la historia como una «línea» temporal, como si el tiempo marchara, marcial, en una sola dirección. Hay quien dice que el tiempo es un río en el que no nos podemos bañar más de una vez, pues fluye y huye constantemente en dirección al mar. Pero el pueblo de Nanabozho sabe que el tiempo es un círculo. Que no es un río que corre inexorable, sino que es el mismo mar: las mareas que aparecen y desaparecen, la niebla que viene a hacer de la lluvia otro río distinto. Y que todo lo que fue será de nuevo.
Según la primera concepción, la del tiempo lineal, uno puede comprender los relatos de Nanabozho como una especie de sabiduría mítica popular, una narración cosmogónica que se remonta a un pasado muy lejano. Sin embargo, en la del tiempo circular, estos relatos son a la vez historia y profecía, narraciones para un tiempo que aún no ha llegado. Si el tiempo es un círculo continuo, hay un lugar en el que la historia y la profecía convergen y las huellas del Primer Hombre se aparecen tanto en el camino que dejamos atrás como en el que tenemos por delante.
Con todas las facultades y las imperfecciones del ser humano, Nanabozho hizo lo que pudo para seguir las Instrucciones Originales, para volverse nativo de su nuevo hogar. Ese es su legado, el intento irrenunciable, el anhelo de conseguirlo. Pero ha pasado mucho tiempo. Las instrucciones se han descuidado y muchos se han olvidado de ellas.
Tantas generaciones después de la llegada de Colón, a algunos de nuestros más sabios ancianos aún les resulta difícil comprender al pueblo que desembarcó en estas costas. Observan el sufrimiento que le causan a la tierra y dicen: «El problema con los nuevos pobladores es que no han puesto los dos pies en la orilla. Siguen teniendo uno en el barco. No parecen saber si van a quedarse o no». Es el mismo análisis que hacen ciertos estudiosos contemporáneos, que ven en las patologías sociales y en una cultura despiadadamente materialista el producto de la falta de hogar, del desarraigo. Se ha dicho de este país que es el lugar de las segundas oportunidades. Por el bien de los pueblos y de la tierra, el Segundo Hombre tiene la urgente tarea de rechazar las costumbres del colonizador y volverse nativo. La pregunta es: ¿pueden los estadounidenses, una nación de inmigrantes, vivir como si fueran a quedarse aquí para siempre? ¿Con ambos pies en la orilla?
¿Qué ocurre cuando somos verdaderamente nativos de un lugar, cuando establecemos, por fin, un hogar? ¿Cuáles son los relatos que abren esa senda? Si es cierto que el tiempo vuelve continuamente sobre sí mismo, es posible que en el camino del Primer Hombre estén las huellas que han de guiar los pasos del Segundo.
A Nanabozho, su recorrido le llevó primero hacia el sol naciente, el lugar en que comienza el día. Según caminaba, iba pensando en qué comería, pues ya estaba hambriento. ¿Cómo encontraría el camino? Repasó las Instrucciones Originales y comprendió que todos los saberes que necesitaba para sobrevivir se encontraban ya en la tierra. Su papel como ser humano no consistía en someter o modificar el mundo, sino que debía volverse humano aprendiendo de él.
Wabunong —el este— es la dirección del conocimiento. Hacia el este enviamos nuestro agradecimiento por la posibilidad de aprender algo cada día, de empezar de nuevo. En el este fue donde Nanabozho descubrió que la Madre Tierra es nuestra más sabia maestra. Conoció el sema, el tabaco sagrado, y aprendió a utilizarlo para dirigir sus propios pensamientos hacia el Creador.
A medida que Nanabozho exploraba la tierra, se instalaba sobre sus hombros una nueva responsabilidad: debía aprender los nombres de todas las criaturas. Empezó a observarlas atentamente para saber cómo eran sus vidas y hablaba con ellas para descubrir los dones que poseían. Reconocía así sus verdaderos nombres. En el momento en que pudo dirigirse a los otros por su nombre y que ellos le saludaban al pasar: «¡Bozho!» —aún nuestro saludo tradicional—, empezó a sentirse en casa, a olvidar la soledad.
Hoy, lejos de mis vecinos de la Nación del Arce, reconozco algunas de las especies que me rodean, pero otras no, así que recorro este bosque igual que pudo hacerlo el Hombre Original, el que las vio por primera vez. Intento acallar mi mente científica y designarlas con la mente de Nanabozho. He observado que en cuanto alguien le pone un nombre científico a una criatura nueva, esta deja de interesarle por completo. Sin embargo, los nombres que yo busco me obligan a prestar aún más atención, a comprobar su idoneidad. Así, hoy no digo «Picea sitchensis», sino «brazos fuertes cubiertos de musgo». Digo «rama como un ala» en vez de «Thuja plicata».
La mayoría de la gente ignora el nombre de las criaturas con las que convive y, de hecho, muchos apenas se percatan de su presencia. Pero es a través de los nombres que los seres humanos forjamos relaciones no solo con los demás, sino también con el mundo natural. Intento imaginar lo que supondría ir por la vida sin conocer los nombres de las plantas y los animales de mi entorno. Me resulta imposible, por ser quien soy y dedicarme a lo que me dedico, pero creo que me daría algo de miedo, que me desorientaría, como si estuviera perdida en una ciudad extranjera en la que no pudiera leer los nombres de las calles. Los filósofos llaman a este estado de aislamiento y desconexión la «soledad de la especie», una honda tristeza sin nombre que nace del distanciamiento respecto al resto de la Creación, de la pérdida del vínculo. Cuanto mayor es la dominación humana del mundo, más aislados nos sentimos, más solos, pues ni siquiera sabemos llamar a nuestros vecinos por su nombre. No es de extrañar que la primera tarea que el Creador le encargó a Nanabozho fuera la de darle nombre al resto de las criaturas.
Así pues, Nanabozho recorrió la tierra, nombrando todo lo que encontraba a su paso, como un Linneo anashinaabe. A veces me imagino que los dos caminan juntos. Linneo, el botánico y zoólogo sueco, con su chaqueta de loden y sus pantalones de algodón, el sombrero de fieltro ladeado sobre la frente y el vasculum en la mano. A su lado, casi desnudo salvo por el taparrabos y la pluma en la cabeza, Nanabozho, con un morral de piel de venado bajo el brazo. Pasean sin rumbo fijo mientras discuten acerca de los nombres de las cosas. Ambos igual de entusiasmados, señalando las hermosas formas de las hojas, el diseño inigualable de las flores. Linneo explica su Systema naturæ, el esquema que ha elaborado y que permite representar la forma en que todo está relacionado. Nanabozho asiente, eufórico. «Sí, así también pensamos nosotros. “Todos estamos relacionados”, eso decimos». Le explica que hubo una época en la que la totalidad de los seres hablaba el mismo idioma y se podían entender mutuamente, de forma que la Creación entera conocía el nombre de los demás. En la mirada de Linneo asoma una sombra de nostalgia. «Yo tuve que traducirlo todo al latín —dice, refiriéndose ...

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