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Juego sucio
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A principios de enero de 1992, mi padre llamó desde Los Ángeles para decir que estaba preocupado por mi medio hermano, Adam, su otro único hijo. A mí siempre me había dado envidia la relación de Adam con nuestro padre, porque yo solo lo había visto de forma intermitente en mis primeros años de vida.
Adam vivía con nuestro padre en Calabasas, cerca de Los Ángeles, donde seguía un curso previo a Derecho en el Pierce College. La noche antes no había vuelto a casa y mi padre decía que no era propio de él. Intenté tranquilizarlo, pero ¿qué podía decir cuando en realidad no sabía nada de la situación?
La preocupación de mi padre resultó tener fundamento. Se pasó varios días, terribles, fuera de sí, sin saber nada de Adam. Yo intentaba consolarlo y tranquilizarlo, a la vez que llamaba angustiado a mi tío Mitchell y a Kent, un amigo de Adam, y mandaba mensajes al busca de Adam una y otra y otra vez.
Pocos días después llamó mi padre, llorando desconsolado. Acababa de recibir una llamada de la policía. Habían encontrado a Adam en el asiento del pasajero de su coche, aparcado en Echo Park, un sitio muy frecuentado por drogadictos. Había muerto de sobredosis.
Aunque Adam y yo nos habíamos criado separados, en distintas ciudades, salvo por un breve periodo en el que ambos vivimos en Atlanta con nuestro padre, en los últimos años habíamos intimado bastante, más que muchos hermanos de sangre. Cuando empecé a conocerlo, en Los Ángeles, no soportaba la música que le gustaba a él: rap, hip-hop, cualquier cosa de 2 Live Crew, Dr. Dre o N. W. A. Pero cuanto más la oía cuando estábamos juntos, más me aficionaba a ella, y la música pasó a formar parte del vínculo que nos mantenía unidos.
Y de pronto ya no estaba.
Mi padre y yo habíamos tenido una relación con altibajos, pero pensé que en aquel momento me necesitaba. Llamé a mi agente de la condicional y conseguí permiso para volver a Los Ángeles una temporada, con el fin de ayudar a mi padre a superar la muerte de Adam y a salir de la depresión en la que parecía estar sumido, aunque sabía que aquello intensificaría mi propia tristeza. Un día después, estaba en mi coche, rumbo al oeste por la I-15, saliendo hacia el desierto para hacer el trayecto de cinco horas que me separaba de Los Ángeles.
En aquel viaje me dio tiempo a pensar. La muerte de Adam no tenía sentido. Al igual que un montón de chavales, había pasado por un periodo de rebeldía. Durante una época se vestía para imitar a sus bandas góticas favoritas y daba mucha vergüenza dejarse ver con él en público. Por aquel entonces no se llevaba bien con nuestro padre y se había venido a vivir una temporada con mi madre y conmigo. Pero últimamente, en la universidad, parecía haberse encontrado a sí mismo. Aunque consumiera drogas con fines recreativos, a mí no me cabía en la cabeza que hubiera podido sufrir una sobredosis. Lo había visto hacía poco y no había nada en su comportamiento que hiciera sospechar siquiera que era drogadicto. Y mi padre me había dicho que la policía no había encontrado huellas de pinchazos cuando descubrió el cuerpo de Adam.
En aquel trayecto nocturno para reunirme con mi padre, empecé a pensar si podría usar mis destrezas de hacker para averiguar con quién y dónde había estado Adam aquella noche.
Ya bien entrada la noche, tras el tedioso viaje desde Las Vegas, aparqué frente al apartamento de mi padre en Las Virgenes Road, en la ciudad de Calabasas, a unos cuarenta y cinco minutos al norte de Santa Mónica y unos veinte kilómetros hacia el interior desde la costa. Me lo encontré totalmente destrozado por Adam y albergando sospechas de juego sucio. La rutina normal de mi padre (llevar su negocio de subcontratas, ver las noticias en la tele, leer el periódico mientras desayunaba, ir de excursión a las islas del Canal para navegar, acudir de vez en cuando a la sinagoga) se había venido abajo. Yo sabía que mudarme con él supondría algunas dificultades (nunca fue un hombre de trato fácil), pero no iba a permitir que aquello se interpusiera en mi camino. Mi padre me necesitaba.
Cuando abrió la puerta para recibirme, me sorprendió ver lo desconsolado que parecía, lo gris que tenía el rostro. Estaba hecho una ruina emocional. Empezaba a escasearle el pelo, iba bien afeitado y era de complexión media, pero de pronto parecía haberse encogido.
La policía ya le había dicho que ese no era el tipo de caso que investigaba.
Pero había descubierto que Adam llevaba los zapatos como si se los hubiera atado alguien situado enfrente, no él mismo. Y una inspección más atenta había revelado una punción de aguja en el brazo derecho, lo que solo tendría sentido si otra persona le hubiera administrado la dosis fatal: Adam era diestro, por lo que habría sido totalmente antinatural que se inyectara a sí mismo con la mano izquierda. Era evidente que estaba con otra persona cuando murió, alguien que le había dado el chute mortal, ya fuera porque la droga fuera mala o porque fuera excesiva, y que luego lo había metido en su coche, lo había llevado hasta una parte de Los Ángeles sórdida e infestada de droga y se había pirado.
Si la policía no iba a hacer nada, tendría que ser yo el detective privado.
Me adueñé del antiguo dormitorio de Adam y empecé a investigar los registros de la compañía telefónica. Mis opciones más plausibles eran las dos personas a las que había llamado cuando mi padre me di...