Viviendo mi vida Vol. I
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Viviendo mi vida Vol. I

Emma Goldman, Ana Useros

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Viviendo mi vida Vol. I

Emma Goldman, Ana Useros

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Probablemente la mujer más odiada en su país de adopción, Emma Goldman fue una de las pensadoras y activistas más interesantes de comienzos del siglo XX. Claramente adelantada a su época, sus escritos y conferencias abarcaron una amplia variedad de temas, incluyendo las prisiones, el ateísmo, la libertad de expresión, el militarismo, el capitalismo, el matrimonio, el amor libre, el control de la natalidad y la homosexualidad; desarrollando incluso nuevas maneras de incorporar la política de género en el feminismo y el anarquismo.Desde su llegada a Nueva York como costurera a los 20 años de edad procedente de la Rusia zarista hasta su paso por los enclaves socialistas del Lower East Side de Manhattan, consagró su vida al activismo y la agitación pública. Goldman recuerda su niñez en Lituania, su inmigración a los EE.UU. cuando era una adolescente, sus audaces aventuras como mujer independiente en el nuevo mundo, el apoyo a las huelgas obreras, sus viajes por Europa… Su importante e influyente presencia en remotos acontecimientos geopolíticos tales como la Revolución Rusa y la Guerra Civil española, hacen de ella una de las personas con más historia del siglo XX. Viviendo mi vida es una de las grandes biografías del siglo y un fascinante relato de una época de turbulencias políticas e ideológicas.

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En reconocimiento
Saint-Tropez, Francia
Enero de 1931
Apenas había yo comenzado a vivir ya me sugerían que escribiera mis memorias y siguieron haciéndolo durante años y años, pero nunca presté atención a la propuesta. Vivía mi vida con intensidad, ¿qué necesidad tenía de escribir sobre ella? Otra razón para mi reticencia era la convicción de que solo debe escribirse sobre la vida cuando ya no se está en medio de su corriente. «Cuando se alcanza una edad filosófica» solía decirles a mis amigos, «capaz de contemplar las tragedias y las comedias de la vida de manera impersonal y distante, en especial las de la propia vida, es posible crear una autobiografía que merezca la pena». Como aún me sentía joven y adolescente a pesar de mi avanzada edad, no me juzgaba competente para emprender esa tarea. Además, nunca tenía el tiempo necesario que requiere concentrarse en la escritura.
Mi forzosa inactividad europea me dejó tiempo para leer muchísimo, incluyendo biografías y autobiografías. Descubrí con gran desconcierto que la vejez, lejos de ofrecer sabiduría, madurez y sosiego, suele ser fuente de senilidad, estrechez de miras y rencores. No podía arriesgarme a esa calamidad y empecé a pensar seriamente en escribir mi vida.
La mayor dificultad a la que me enfrentaba era la falta de datos históricos para mi trabajo. Casi todo el material que había acumulado durante los treinta y cinco años de mi vida en Estados Unidos, los libros, la correspondencia y cosas similares, había sido confiscado por los saqueadores del Departamento de Justicia y nunca me habían devuelto nada. Ni siquiera tenía mi colección personal de la revista Mother Earth, que había editado durante doce años. Se trataba de un problema al que no veía solución. En mi escepticismo había subestimado el poder mágico de la amistad que tantas veces había movido montañas en mi vida. Mis fieles amigos Leonard D. Abbott, Agnes Inglis, W. S. Van Valkenburgh y otros pronto me hicieron avergonzarme de mis propias dudas. Agnes, fundadora de la Biblioteca Labadie en Detroit, que alberga la colección de material radical y revolucionario más rica de América, acudió en mi ayuda con su habitual presteza. Leonard cumplió con su parte y Van dedicó todo su tiempo libre a investigar para mí.
Para los datos europeos yo sabía que podía confiar en los dos mejores historiadores de nuestras filas: Max Nettlau y Rudolf Rocker. Con estos colaboradores, ya no tenía de qué preocuparme.
Y aun así no me sentía tranquila. Necesitaba algo que me ayudara a recrear el ambiente en que había transcurrido mi propia vida: los acontecimientos, grandes o pequeños, que me habían agitado emocionalmente. Un viejo vicio mío acudió a rescatarme: verdaderas montañas de cartas que había escrito. A menudo mi colega Sasha, también conocido como Alexander Berkman, y otros amigos, se metían conmigo por mi proclividad a explayarme epistolarmente. Al final, no se vio recompensada la virtud sino esa debilidad mía que me aportó lo que más necesitaba, el ambiente en que realmente habían transcurrido mis días del pasado. Ben Reitman, Ben Capes, Jacob Margolis, Agnes Inglis, Harry Weinberger, Van, mi tierno admirador Leon Bass y muchos otros amigos respondieron con diligencia a la petición que les hice de que me reenviaran las cartas que yo les había escrito. Mi sobrina, Stella Ballantine, había conservado todo lo que le había escrito durante mi estancia en la prisión de Missouri. Ella, al igual que mi querida amiga Eleanor Fitzgerald, había conservado también la correspondencia que había enviado desde Rusia. En resumen, enseguida me encontré en posesión de más de mil muestras de mis efusiones epistolares. Tengo que confesar que muchas de ellas eran de lectura dolorosa, pues en la correspondencia íntima nos abrimos más que en ningún otro lugar, pero para mis propósitos eran valiosísimas.
Con este material me instalé en Saint-Tropez, un pintoresco pueblo de pescadores situado en el sur de Francia, en compañía de Emily Holmes Coleman, que sería mi secretaria. Demi, como se la llamaba familiarmente, era un salvaje duendecillo del bosque, con un temperamento volcánico, pero también era un ser tierno, sin rastro de malicia ni rencor. Su esencia era poética, Demi era enormemente imaginativa y sensible. El mundo de mis ideas le era ajeno, pero ella era por naturaleza rebelde y anarquista. Chocamos con furia, muchas veces hasta el punto de mandarnos mutuamente al fondo de la bahía de Saint-Tropez, pero su encanto, su profundo interés en mi trabajo y su certera comprensión de mis conflictos internos no tienen comparación.
Nunca me ha resultado fácil la escritura y esta tarea no consistía únicamente en escribir. Suponía revivir mi pasado ya olvidado, resucitar recuerdos que no deseaba desenterrar del fondo de mi conciencia. Supuso dudar de mi capacidad creativa, momentos de bajón y desánimo. Durante todo este periodo, Demi aguantó con valor y los ánimos que me dio entonces fueron la inspiración y el consuelo del primer año de mi lucha.
En conjunto he sido muy afortunada por la cantidad de amigos que se dedicaron a allanarme el camino para llegar a escribir Viviendo mi vida. La primera persona que contribuyó a la creación de un fondo para librarme de la preocupación material fue Peggy Guggenheim. Otros amigos y camaradas siguieron su ejemplo y compartieron generosamente sus limitados recursos económicos. Miriam Lerner, una joven amiga americana, se ofreció voluntaria para reemplazar a Demi cuando esta tuvo que marcharse a Inglaterra. Dorothy Marsh, Betty Markow y Emmy Eckstein mecanografiaron partes del manuscrito sin pedir nada a cambio. Arthur Leonard Ross, el hombre más amable y desprendido que he conocido en mi vida, fue mi representante y consejero legal sin ahorrar esfuerzo. ¿Cómo podría yo alguna vez recompensar tanta amistad?
¿Y Sasha? Cuando empezamos a revisar el manuscrito, me asaltaron muchos recelos. Temía que le irritara el retrato que yo hacía de él. Me preguntaba si podría distanciarse lo suficiente, ser lo bastante objetivo como para acometer esa tarea. Y, teniendo en cuenta que él es una parte muy importante de mi vida, lo hizo increíblemente bien. Durante dieciocho meses, Sasha trabajó codo con codo conmigo, como en los viejos tiempos. Crítico, por supuesto, pero siempre atento y con la mente abierta. Sasha fue también quien sugirió el título del libro: Viviendo mi vida.
Mi vida tal y como la he vivido debe todo a quienes, se quedaran mucho o poco tiempo, llegaron a ella y después se marcharon. Su amor, así como su odio, ha hecho que mi vida valiera la pena.
Viviendo mi vida es mi homenaje y mi agradecimiento a todos ellos.

01
El día 15 de agosto de 1889 llegué a la ciudad de Nueva York. Todo lo que hasta entonces había sido mi vida quedaba ahora atrás, desechado como un vestido viejo. Ante mí se abría un mundo nuevo, desconocido y aterrador, pero yo poseía juventud, salud y apasionados ideales. Estaba decidida a enfrentarme sin pestañear a lo que me deparara lo nuevo.
Recuerdo muy bien ese día. Era domingo. El tren de la Costa Oeste, el más barato, el único que podía permitirme, me había llevado de Rochester, una población situada en el noroeste del estado de Nueva York, a Weehawken a las ocho de la mañana. Desde allí crucé en ferry a la ciudad de Nueva York. No tenía allí amigos, pero llevaba tres direcciones: una de una tía mía casada, otra de un joven estudiante de medicina al que había conocido en New Haven el año anterior, cuando yo trabajaba allí en una fábrica de corsés, y la dirección de Die Freiheit, el periódico anarquista alemán que publicaba Johann Most.
Mis posesiones consistían en cinco dólares y una pequeña maleta. También había facturado mi máquina de coser, que me ayudaría a ser independiente. Ignorante de la distancia entre la calle Cuarenta y dos y el barrio Bowery, donde vivía mi tía, y no consciente del calor sofocante de un día de agosto en Nueva York, emprendí el camino a pie. ¡Qué confusa e interminable le resulta una gran ciudad a un recién llegado! ¡Qué fría y hostil!
Después de seguir muchas indicaciones correctas e incorrectas y hacer muchas paradas en cruces desconcertantes, tres horas más tarde, llegué a la galería fotográfica de mi tía y mi tío. Cansada y sofocada, en ese primer momento no percibí la indignación contenida de mis parientes ante mi llegada inesperada. Me rogaron que me pusiera cómoda, me dieron de desayunar y me asaetearon a preguntas. ¿Qué hacía en Nueva York? ¿Había roto definitivamente con mi marido? ¿Tenía dinero? ¿Qué pensaba hacer? Me dijeron que, por supuesto, podría quedarme con ellos. «¿Dónde si no podría ir una mujer joven sola en Nueva York?» Aunque tendría que buscar inmediatamente un trabajo. El negocio no iba bien y la vida estaba muy cara.
Aletargada, yo escuché todo aquello. Después de haber pasado viajando la noche en vela y haber recorrido media ciudad bajo el calor del sol, que aún pegaba fuerte, estaba agotada. Las voces de mis parientes sonaban distantes, como el zumbido de las moscas, y me mareaban. Con mucho esfuerzo me recompuse y les aseguré que no había acudido para imponer mi presencia, que tenía un amigo en Henry Street que me estaba esperando y que él me alojaría. Mi único deseo era salir, escapar de ese escalofriante parloteo. Cogí mi maleta y me fui.
El amigo que había inventado para escapar de la «hospitalidad» de mis parientes era apenas un conocido, un joven anarquista llamado A. Solotaroff, a quien había escuchado una vez dar una charla en New Haven. Emprendí su búsqueda. Después de dar muchas vueltas encontré su casa, pero el inquilino se había marchado. El conserje, al principio muy brusco, advirtió mi desesperación. Me dijo que preguntaría por la dirección que dejó la familia al mudarse. Enseguida regresó con el nombre de la calle, pero sin el número. ¿Que podía hacer yo? ¿Cómo encontrar a Solotaroff en esa enorme ciudad? Decidí detenerme en todos los portales, primero por un lado de la calle, después por el otro lado. Arriba y abajo, seis pisos de escaleras, subí y bajé con el corazón desbocado y los pies agotados. Aquel opresivo día llegaba a su fin. Finalmente, cuando estaba a punto de abandonar la búsqueda, lo encontré en Montgomery Street, en la quinta planta de una casa de vecinos bulliciosa y atestada.
Había pasado un año desde nuestro primer encuentro, pero Solotaroff no me había olvidado. Su bienvenida fue jovial y cálida, como la de un viejo amigo. Me dijo que compartía su pequeño piso con sus padres y su hermano pequeño, pero que podía quedarme en su habitación: él dormiría unas cuantas noches con un compañero de estudios. Me aseguró que yo no tendría problemas para encontrar alojamiento; de hecho, conocía a dos hermanas que vivían con su padre en un piso de dos habitaciones. Estaban buscando a otra joven para que viviera con ellas. Mi nuevo amigo me ofreció té y un delicioso pastel judío que había horneado su madre y después me contó cosas de las personas que podría conocer, las actividades de los anarquistas yiddish y otros temas interesantes. Yo le estaba muy agradecida a mi anfitrión, más por su amistosa preocupación y camaraderie que por el té y el pastel. Olvidé la amargura que me había invadido el alma ante el cruel recibimiento que me había dado mi propia familia. Nueva York ya no me parecía ese monstruo que me había parecido durante las horas interminables de mi dolorosa caminata por el Bowery.
Más tarde, Solotaroff me llevó al café Sachs situado en Suffolk Street que, según me informó, era el cuartel general de los radicales, socialistas y anarquistas del East Side, así como de los jóvenes poetas y escritores yiddish. «Todo el mundo se reúne aquí», señaló. «Seguro que están también las hermanas Minkin».
Para alguien que acababa de huir de la monotonía de una ciudad de provincias como Rochester y cuyos nervios estaban de punta después de un viaje nocturno en un vagón atestado, el ruido y la marabunta que nos acogió en Sachs no era lo más tranquilizador. El local tenía dos espacios, ambos hasta arriba. Todo el mundo hablaba, gesticulaba y discutía, en yiddish y en ruso, todos compitiendo entre sí. Esta extraña mezcolanza huma...

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