Seamos felices acá
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Seamos felices acá

Vanina Colagiovanni

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  1. 136 pages
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Seamos felices acá

Vanina Colagiovanni

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En la era de las parejas que no son hasta que la muerte nos separe sino hasta que nos separemos, y en el contexto de la reformulación del amor romántico, la pareja y la maternidad impulsada por los feminismos, Seamos felices acá ofrece diez relatos cuya protagonista, recién separada y con un hijo a cargo, se reencuentra con esa mirada, cargada de estupor y de preguntas, que tantas veces está en el origen de la literatura.

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Information

Publisher
Rosa Iceberg
Year
2021
ISBN
9789874795618

Nada más que blanco

Para Mario Varela
Mucha gente está haciendo ahora el amor. En el cielo, los ángeles,
en el imperturbable éter y el cristal de los deseos humanos
se trenzan mutuamente los cabellos, que son rubios rojizos
y tienen la textura de los frescos ríos. De tanto en tanto miran
hacia abajo el trabajoso éxtasis
—les deben parecer como aves sin plumas chapoteando
en la cama encharcada—
y luego una mujer que está por acabar,
le hace abrir los párpados a un hombre y le dice:
“Mirame”, y él la mira. ¿O es el hombre
quien descorre el telón en el teatro a oscuras?
Robert Hass, El privilegio de ser
Desde que había vuelto a vivir sola comía cosas que nunca hubiera comido estando casada. Me hacía una tortilla con media zanahoria, un zapallito, y para compensar tomaba una medida de whisky. O salteaba la comida e iba directo al vaso de vino. Necesitaba ir y venir sin parar, salía y me llenaba de actividades hasta quedar rendida; en mi casa también me movía sin descanso, como si temblara, un poco por el frío, que parecía más fuerte desde que ocupaba sola la cama conyugal. Otro poco porque pensaba que si me quedaba quieta iba a disolverme en el aire como un puñado de arena.
La noche anterior había tenido que prender la estufa. La ciudad había quedado sumida en una de esas oleadas glaciales que cada tanto caían en otoño. Mis pies como dos bloques de hielo trataban de meterse uno en el hueco del otro, o en el pliegue de la pierna. Frotaba las manos entre sí como si de ese modo pudiera retener el calor. Cinco minutos antes de que sonara la alarma, ya estaba con los ojos abiertos, sacudiendo las piernas. Me levanté y apoyé la espalda en la estufa hasta dejar de temblar. Mis sentidos se iban desentumeciendo, se amasaban los primeros pensamientos: ¿hace dos o tres días que no tomo la levotiroxina? Me duele la panza, ¿o son los ovarios? Acabo de soñar con un animal hecho de carne picada. Miraba por la ventana. En ese lugar trabajaba todas las mañanas editando palabras de otros. Enfrente había una casa donde vivía una familia muy grande, por numerosa y corpulenta. Cada vez que la familia crecía, que se incorporaba un hijo, una novia, un primo, se hacían notar más. Los veía reunirse en la terraza, poner reggaeton fuerte y bailar en los cumpleaños (¿eran felices ahí?). La casa tenía una fachada amplia, con dos garajes, uno a cada lado de la angosta puerta de entrada. En ese momento estaban en obra. El ruido incesante y dispar de cada mañana no me dejaba ignorarlo. Iban a hacer dos locales en el espacio que ahora ocupaba cada garaje; rebusques en tiempos de crisis. Supervisaba la construcción el padre de familia, un taxista obeso que a pesar del frío tenía puesto un buzo rojo de algodón que no llegaba a cubrirle la panza.
Miraba por la ventana mientras mis manos heladas trabajaban y borraban lo escrito sobre el teclado. Mientras pensaba cómo seguir las metía adentro de las mangas. Sentía que ya había pasado mi mejor momento. Desde hacía un tiempo no podía enfocarme y el trabajo se acumulaba. Como leía en el diario de Katherine Mansfield: si pudiera escribir un día con mi fluidez de antes, se rompería el hechizo. Pero avanzaba unos pasos para retrocederlos después. Era la maestra de la distracción.
Vibró el teléfono. Un mensaje esperando respuesta. La luz titilaba en la esquina de la pantalla.
Habíamos quedado en hablar. Era un amigo con quien habíamos tenido una historia muchos años atrás. Sin darme cuenta ya se había hecho la hora. Al principio la conexión no era buena, se cortaba, se iba la imagen. Pero entonces se reconectó y ahí sí, duró un montón. La charla fluyó como siempre, me gustó verlo, charlamos de pavadas y cuando se vio para dónde iba la cosa, nos calentamos. Me decía olvidate de mí, me calienta verte y escucharte, mostrame, dale. Me desvestí, dudé pero también me saqué la bombacha, extrañamente se me había ido todo el frío. Después él se quitó la remera y los boxers, la imagen lo mostraba del cuello para abajo: los pectorales mullidos con las tetillas erectas, los pliegues de la panza, el sexo levantándose. Hablaba sin parar, a ver mostrame tu cuerpo entero. Mirarlo no me resultaba, así que me concentré en escucharlo, en acordarme de cómo era estar con él, cómo era cuando él entraba en mí y por un momento parecía que el espacio era tan justo que iba a dolerme, pero al siguiente yo latía, me expandía, o era él el que se hacía lugar adentro mío; después nos quedábamos quietos, mirándonos, él torcía los labios y me decía mirame a los ojos. Su voz me sostenía, tocate, dale, pensá que son mis dedos, mis manos. Me hablaba en imperativo, como dirigiéndome: sí, así, dale, mostrame cómo lo hacés. Las sábanas y la ropa, amontonadas en el respaldar de la cama. El aire en penumbras, detenido; solamente él se movía en la pantalla, colorado, rígido en la postura, hasta que un momento después vi cómo saltaba un chorro blanco hasta su abdomen, como si quisiera mostrarme una proeza.
Nos quedamos en silencio, recuperándonos; la imagen parecía estática, todo quieto por fuera. ¿Estás bien? Como al principio, la pantalla volvió a parpadear, así que empezamos a despedirnos, hablamos uno arriba del otro y no entendí si me dijo fue lindo o sos linda. Me bañé, me vestí y tuve que salir apurada. Me encontré caminando las pocas cuadras hasta el subte con el impacto del sol y del frío en la cara y una sensación post sexo palpable, el aire hecho de seda.
En los días siguientes, durante los tiempos libres, encontré momentos de tensión y de distensión. Fui a una muestra en el Bellas Artes y a otra en el Recoleta, fui al cine a ver una película francesa olvidable pero con la melena roja de Isabelle Huppert, tuve insomnio, tomé desayunos en lugar de almuerzos, meriendas en lugar de cenas, dormí siestas de quince minutos en el subte, vi amigos, charlé con conocidos sobre los lugares para comer el mejor pastrón de la ciudad, me corté el pelo, hablé con desconocidas sobre cómo cambia la idea de la muerte después de ser madre, tuve miedo, tuve frío, estuve en silencio en una fiesta multitudinaria, pedí recetas pero cociné poco y nada, bailé trap, rechacé la invitación a un evento que no me interesaba y no sentí culpa, salí a caminar de noche, comí ostras por primera vez, me metí en un bar, me senté, observé las mesas, intenté inventar las historias de los que comían. Horror vacui. Una mañana al levantarme sentí que me caía, como si hubiera estado suspendida unos centímetros por arriba del colchón.
2
Me senté a mirar por la ventana. No le encontraba mucho sentido a nada. Ese día el gordo de enfrente seguía desabrigado. Tenía puesta solo una remera gris. No mostraba la panza pero igual se notaban por abajo de la tela los rollos con formas que mutaban según el movimiento. El local estaba cerrado, la persiana recién instalada, baja. Era lunes y nadie tenía ganas de arrancar, el barrio dormía. Sonó el teléfono. Mensaje de una amiga. Le pregunté cómo venía nuestra salida, si se armaba. Me dijo que sí, que obvio, que tenía preguntas para hacerme.
Mi amiga que trabaja ahí nos consiguió entradas gratis y dijo que hay personas normales y lindas. Nos aconseja ir rondando las dos. Mis amigos gays quieren venir. Ofrecen previa en su casa porque viven cerca. Si te embola no.
Para nada. Me encanta ir con parejas de chicas y de chicos. Pensé que me ibas a preguntar otras cosas, boluda, me había dado miedo.
¿Cosas como qué?
Qué sé yo, como ¿estás preparada?
No, tarada. Igual tengo opiniones.
¿Cuáles?
¿Viste cuando le decís a una virgen que no garche con cualquiera la primera vez? Bueno, eso.
El viernes me levanté tarde, el lugar vacante en la cama me estaba resultando cada vez mejor. No me acostumbraba al frío en los pies. Medité sobre la posibilidad de adquirir una bolsa de agua caliente pero me pareció un trampolín a la depresión: lo descarté. Mientras se acercaba la salida de la noche, la energía iba creciendo a la par de las expectativas. Fui a mirar por la ventana y chequear los avances de la obra. El negocio de enfrente ya estaba abierto pero todavía vacío, el gordo miraba las paredes como si de improviso fueran a brotar plantas, le debían estar arreglando las conexiones eléctricas o algo invisible. Su atuendo de la fecha era bastante más recatado que de costumbre, aunque el saco no le cerraba adelante.
A la noche me pasaron a buscar las chicas en un Senda verde que rechinaba en cada pozo, la novia de mi amiga me hablaba por el espejo retrovisor con las manos en el volante. Mientras tomaba la autopista me preguntó si había pensado cómo encararme a una chica, para ayudarme me dijo que de última siempre podía acercarme y hablarle de cualquier cosa. Esa escena y la visión de la ciudad llena de basura antes de que pasara el camión recolector disolvieron la tranquilidad que podía haber tenido. Hicimos tiempo en la casa de sus amigos antes de ir a la fiesta. Hacía mucho que no salía, y menos con gente más chica. Era un estudio antropológico, pensaba: así que a esto le llaman hacer la previa. Ok.
Después el alcohol hizo lo suyo. Fuimos caminando hasta el lugar. La cúpula iluminada del Congreso sobre un fondo de nubes grises parecía más grande. Entramos a un sótano oscuro, con recovecos iluminados y candelabros. El ambiente era divertido y a la vez lúgubre, bailé mucho rato con uno de los pibes, saltamos y cantamos Britney Spears como dos locas. Cuando empezó la banda de cumbia queer, me puse a mirar con más atención a la gente. Frente al escenario, en un lugar estratégico, había una pareja de chicas, una más linda que la otra. La más bajita besaba en el cuello a la de pelo rapado rubio, mientras que ella le acariciaba los brazos y el pecho; parecían estar ahí para hacernos creer que el amor y la belleza eran posibles. Había también varias parejas hétero. Pakis, me corrigieron las chicas. En la pista latina, una chica alta me gustó enseguida, la miré fijo, me miró, la miré, me miró de nuevo, así por mucho rato, nos sonreímos, pero solo eso. Me di cuenta de que era culturalmente imposible para mí acercarme a encarar a alguien. Qué desgracia. Los trucos que alguna vez había usado con los hombres no tenían sentido acá. ¿Hacerme la que estaba perdida y buscaba a mis amigas? ¿Agacharme para que se me viera el escote? Todo parecía una estupidez. ¿Por qué no había sido educada como cazadora? La novia de mi amiga me daba consejos sin parar, hasta que ella vio mi cara y le dijo escuchame, ¿vos a cuántas chicas encaraste? Ninguna. Ok, entonces cerrá el orto.
No recuerdo mucho más. Salvo que en un momento un grupo de chicas corrió sin remera hacia otra pista. Con mi amigo Britney seguimos bailando, haciendo coreos y bebiendo. El final de la noche se vuelve difuso. Sé que me dejaron en la puerta de mi casa. Sé que al día siguiente tuve una resaca antológica. También que dormí muchas horas. Al despertarme volví a experimentar una sensación rara, de movimiento, pero en este caso no pareció una caída sino lo contrario, como si hubiera subido después de estar sumergida en un pozo lleno de agua.
3
Empecé a hacer estiramientos de yoga en las mañanas para mitigar la ansiedad con la que me despertaba, saludos al sol con variaciones. Me picaban las yemas de los dedos, respiraba entrecortado, señal de que no podía contenerme y de que necesitaba más movimiento. Al apoyar todo el peso del cuerpo, una de las manos se me acalambró y la vi ponerse azul, después se fue volviendo translúcida, ¿estaba viendo bien? Me paré, la sacudí sin sentirla con tanta fuerza que la golpeé contra la mesa y ahí sí llegó el dolor, o volvió a mí. Empezaba a sentir una energía inagotable pero engañosa, consumía más de lo que incorporaba.
El sábado fuimos con Amelia y Mora a un boliche con terraza. Hacía muchos años que no pasaba esto, habíamos dejado niños y ellas maridos, todo para trasnochar. Estábamos sobrias, el lugar era horrible y lleno de turistas, pero habíamos salido después de décadas, algo bueno podía pasar. Atrás de la barra decorada con motivos hawaianos, dos hombres cruzados de brazos con remeras floreadas e idénticas barbas se apoyaban en cada punta del mostrador. Pedí un trago que resultó muy dulce y no pude evitar poner cara de asco. Alguien me preguntó en inglés si el trago era feo. Cuando levanté la mirada, un chico con las cejas levantadas sonreía desde atrás de su lata de cerveza. Era alto, grandote y asiático; para contrastar tenía al lado a un desteñido y raquítico amigo yankee. El alto me gustó enseguida. Me pidió probar el trago y él también lo desaprobó, al amigo no le pareció tan grave y se lo fue tomando mientras él me convidaba de su cerveza. Hablábamos del origen de su nombre, del significado del mío, en principio era alentador que nos riéramos de los mismos chistes. Me hizo una pregunta en japonés y se la respondí en japonés, lo festejó como si hubiera sido un gol. Fui al baño, uno de esos lugares que quieren llevar la noción de street art a las puertas y paredes y terminan siendo un pastiche; me tuve que sacar una foto con ese fondo porque más adelante podía ser usada con fines humorísticos. Cuando salí, el alto había comprado otra cerveza. La tomamos a medias y en un pase de manos de la botellita me dio un beso. Me gustó. Sus labios eran gruesos y acolchados como los de un esquimal, mis labios finitos se deslizaban sobre los suyos sin poder abarcarlos. Me insistía con que fuéramos a la casa que alquilaba en la otra punta. No, hoy no puedo. Ni loca cruzaba la ciudad a esa hora. Me pidió el nombre, buscó mi foto, me escribió en el momento.
A los dos días salimos. Fuimos a comer algo, él tan extranjero y puntual, yo demorada. Sobrios y a la luz de la tarde no estaba mal. Paramos en una esquina y al besarnos me pareció altísimo. Pidió un auto. En el viaje íbamos en silencio, mientras crecía la expectativa y el aire permanecía suspendido como una promesa; estábamos al borde de algo, una tensión sedosa crecía adentro de mí. Yo miraba el río por la ventanilla mientras se iba ocultando el sol y el cielo se teñía de naranja, él metió una mano abajo de mi pollera y no avanzó más, la dejó ahí, firme, apenas abajo de la pollera. Empecé a calentarme.
La casa era un duplex que daba al pulmón de manzana, el amigo no estaba. Se podía apreciar por la ventana una vista panorámica de la ciudad. Se acercó por atrás y me abrazó, empezó a tocarme las tetas y el culo mientras me besaba el cuello. Me levantó como a un peluche y me llevó en brazos hasta la cama. Nos desvestimos. Al tirar mi ropa al suelo le di la espalda. Se subió arriba mío, sin avisar me la metió de golpe, me sorprendió y pensé, por qué estará tan apurado. Quizás yo necesitaba un poco más de tiempo, igual en un momento enganchamos. Él agarrándome de la cintura, yo en cuatro, cogíamos, pero no había forma de que llegara a ninguna parte mirando la puerta de su placard, así que me di vuelta y me dijo, ¿cómo te acabás? Ab...

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