Adiós a Berlín
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Adiós a Berlín

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About this book

Christopher, un joven británico, alquila una habitación en la capital alemana e imparte clases de inglés para ganarse la vida. Este trabajo y su curiosidad de escritor en ciernes le llevarán a conocer a personajes de todo tipo y condición, como la rica heredera judía Natalia Landauer, la familia obrera de los Nowak, Otto y Peter, dos jóvenes homosexuales, o Sally Bowles, una jovencita inglesa de clase alta, seductora y extraviada—que inspiró el personaje de Liza Minelli en la célebre película "Cabaret"—. "Adiós a Berlín" es una crónica reveladora y emotiva del Berlín de la República de Weimar, decadente y atractivo, sobre el que se cierne la creciente brutalidad del nazismo."Brillantes bocetos de una sociedad en decadencia".George Orwell"El mejor prosista en lengua inglesa".Gore Vidal"Deslumbrante. No se me ocurre mejor palabra".Dorothy Parker"La memoria alegre": artículo de Manuel Hidalgo en El Mundo sobre Adiós a Berlín"Adiós a Berlín conserva intactas la frescura, el entusiasmo y, sobre todo, la intensidad que tantos elogios le valieron tras su aparición en 1939".Javier Fernández de Castro, El Boomeran(g)"Isherwood describe magistralmente el trágico sonido que emite el animal humano al mudar de pelaje. Toda la narración parece un largo, sentido y hermoso adiós pronunciado con descarnada sinceridad y aflicción desesperada. Un libro de siempre jamás, ciertamente deslumbrante".Fulgencio Argüelles, El Comercio"Una novela osada y valiente que destrozó etiquetas con su perspicaz reflexión sobre la génesis de un nuevo orden social que asomaba sus orejas de lobo en el horizonte".Antonio Bordón, La Provincia"La crónica (sobre el joven Christopher) retrata con gran acierto esa mezcla de decadencia, euforia, violencia, cinismo, temor, juerga, frivolidad y desencanto con que los personajes con que se topa siguen tratando de mantenerse a flote, relacionarse -el amor, la amistad, el sexo- y, de alguna manera, quieren fingir que no pasa nada pese a las señales alarmantes que afloraban por doquier".Héctor J. Porto, La Voz de Galicia"Una de las obras maestras de la literatura inglesa del pasado siglo. Novela de imprescindible lectura. No dejen de leer todo lo que de Isherwood esté a su alcance".Cayetano Sánchez, Canarias 7"Seis polaroids sutiles sobre el fin de un Berlín fascinante, efímero y trágico".Abel Grau, Time Out"Una de las mejores evocaciones del Berlín del siglo XX (el prenazi, concretamente). Hay unas cuantas razones para leer hoy a Isherwood, y quizá la más palmaria se funde en que es un neto precursor de la actual boga de la autoficción".Carles Barba, Qué Leer"No es descabellado afirmar que Adiós a Berlín es un clásico por su prosa limpia y su equilibrio interno, dos virtudes que le permiten urdir personajes humanísimos y reproducir la atmósfera de una ciudad que sirvió de taller y de referencia a las vanguardias históricas".Rafael Narbona, Revista de Libros

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Information

Publisher
Acantilado
Year
2021
eBook ISBN
9788418370366

SALLY BOWLES

Una tarde, a principios de octubre, me invitaron a tomar café negro en casa de Fritz Wendel. Fritz siempre invitaba a «café negro» y hacía hincapié en lo de negro. Se sentía muy orgulloso de su café. La gente solía decir que era el más fuerte de Berlín.
Fritz vestía su habitual atuendo para estas ocasiones: un grueso jersey blanco marinero y pantalones de franela azul claro. Me recibió con su amplia y atractiva sonrisa:
—¿Qué hay, Chris?
—Hola Fritz. ¿Cómo estás?
—Bien.
Se inclinó sobre la cafetera, con su lustroso cabello negro despegándose del cuero cabelludo y cayendo sobre sus ojos en mechones profusamente perfumados.
—Esta condenada máquina no funciona—añadió.
—¿Cómo va el negocio?—pregunté.
—Fatal, pésimamente—dijo con una sonrisa muy burlona—. Si bien hago un nuevo negocio el mes que viene o si bien me hago gigoló.
—O hago… o…—corregí yo, impelido por la costumbre profesional.
—Mi inglés es pésimo en estos momentos—dijo Fritz con gran satisfacción, arrastrando las palabras—. Sally dice que me dará unas cuantas lecciones.
—¿Quién es Sally?
—Vaya, se me había olvidado. No conoces a Sally. ¡Qué lástima! Por cierto, vendrá esta tarde.
—¿Es agradable?
Fritz puso en blanco sus pícaros ojos negros, mientras me alargaba un cigarrillo humedecido en ron de su tabaquera particular.
—¡Ma-ra-vi-llo-sa!—exclamó arrastrando las sílabas. Creo que me estoy volviendo loco por ella.
—¿Quién es? ¿Qué hace?
—Es una chica inglesa, una actriz: canta en el Lady Windermere. ¡Algo excepcional, créeme!
—Diría que no suena como algo muy propio de una chica inglesa.
—En realidad tiene algo de francesa. Su madre era francesa.
Unos minutos más tarde apareció Sally en persona.
—Llego tardísimo, ¿verdad, Fritz, cariño?
—Sólo media hora, supongo—respondió cansinamente Fritz, radiante en su orgullo de propietario—. Permite que te presente al señor Isherwood… La señorita Bowles. Al señor Isherwood le llaman normalmente Chris.
—No es cierto—dije yo—. Fritz es la única persona que me ha llamado Chris en toda mi vida.
Sally se rio. Llevaba un vestido de seda negro, con una pequeña capa sobre los hombros y un sombrerito como los que llevan los botones, garbosamente sujeto a un lado de la cabeza.
—¿Te importa que utilice el teléfono, cielo?
—Claro que no. Adelante—Fritz me miró—. Ven a la otra habitación, Chris, quiero enseñarte algo.
Era evidente que anhelaba escuchar mis primeras impresiones sobre Sally, su nueva adquisición.
—¡Por el amor de Dios, no me dejes sola con este hombre!—exclamó—. Es capaz de seducirme por teléfono. Es terriblemente apasionado.
Mientras marcaba el número, me di cuenta de que tenía las uñas pintadas de verde esmeralda, color muy mal elegido porque llamaba la atención sobre sus manos, muy manchadas de nicotina y tan sucias como las de una niña. Tenía el pelo tan oscuro que podría pasar por hermana de Fritz. Su rostro era alargado y delgado, empolvado de blanco mate. Sus ojos, muy grandes y castaños, deberían haber sido más oscuros para hacer juego con su cabello y con el lápiz que usaba para pintarse las cejas.
—¡Holaaa!—dijo con voz arrulladora, apretando sus brillantes labios color cereza como si fuera a besar el teléfono—: Ist dass Du, mein Liebling?—su boca se abrió en una fatua y dulce sonrisa. Fritz y yo nos sentamos a contemplarla, como si estuviéramos en el teatro—. Was wollen wir machen, Morgen Abend? Oh, wie wunderbar… Nein, nein, ich werde bleiben Heute Abend zu Hause. Ja, ja, ich werde wirklich bleiben zu Hause… Auf Wiedersehen, mein Liebling… [¿Eres tú, querido?… ¿Qué vamos a hacer mañana por la noche? Oh, maravilloso… No, no, hoy por la noche me quedo en casa. Sí, sí, de verdad que me quedo en casa. Adiós, querido…].
Colgó y se dirigió hacia nosotros con aire de triunfo.
—Es el hombre con el que he dormido esta noche—declaró—. Hace el amor maravillosamente. Es un absoluto genio para los negocios e increíblemente rico—se acercó y se sentó en el sofá junto a Fritz, dejándose caer en los cojines con un suspiro. Dame un poco de café, ¿quieres, cariño? Sencillamente me estoy muriendo de sed.
Enseguida empezamos a hablar del tema favorito de Fritz.
—Por término medio—nos dijo—tengo una gran aventura cada dos años.
—¿Y cuánto hace desde que tuviste la última?—preguntó Sally.
—Exactamente un año y once meses—Fritz la miró con la expresión más pícara.
—¡Qué maravilla!—Sally arrugó la nariz y lanzó una teatral y argentina risita—. En serio, dime, ¿cómo fue la última?
La pregunta impulsó a Fritz a relatarnos una completa autobiografía. Nos contó su historia de seducción en París, los detalles de sus flirteos de vacaciones en Las Palmas, sus cuatro principales romances neoyorquinos, un desengaño en Chicago y una conquista en Boston; luego vuelta a París para un breve esparcimiento, un episodio muy hermoso en Viena, viaje a Londres para ser consolado y, finalmente, Berlín.
—¿Sabes, Fritz, cariño?—dijo Sally, arrugando la nariz para mí—. Yo creo que tu problema es que nunca has encontrado a la mujer adecuada.
—Tal vez sea cierto—Fritz tomó la idea muy en serio. Sus negros ojos se volvieron acuosos y sentimentales—: quizá todavía esté buscando a la mujer ideal…
—La encontrarás algún día, estoy absolutamente segura.
Con una mirada, Sally me incluyó en el juego de reírse de Fritz.
—¿De veras lo crees?—Fritz miró a Sally chispeante y seductoramente.
—¿No lo crees ?—me preguntó Sally.
—Estoy seguro de que no lo sé—dije yo—. Porque nunca he sido capaz de descubrir cuál es el ideal de Fritz.
Por alguna razón, esto pareció complacer a Fritz. Lo tomó como una especie de testimonio:
—Y Chris me conoce muy bien—intervino él—. Si él no lo sabe, creo que nadie es capaz de saberlo.
Sally tenía que irse.
—He quedado con un hombre en el Adlon a las cinco—explicó—. ¡Y ya son las seis! No importa, le vendrá bien esperar al viejo cerdo. Quiere que me convierta en su amante, pero ya le he dicho que ni en broma si antes no paga todas mis deudas. ¿Por qué los hombres son siempre tan brutos?—abrió el bolso y se retocó rápidamente los labios y las cejas—. Oh, a propósito, Fritz, cariño, ¿serías tan perfectamente amable de prestarme diez marcos? No tengo ni un céntimo para el taxi.
—¡Faltaría más!—Fritz se metió la mano en el bolsillo y le tendió el dinero sin dudar, como un héroe.
Sally se volvió hacia mí:
—Oye, ¿vendrás algún día a tomar el té conmigo? Dame tu número de teléfono. Te llamaré.
En aquel momento supuse que me creía un hombre adinerado. Está bien, pensé, recibirá una lección, de una vez por todas. Escribí el número en su pequeña agenda de cuero. Fritz la acompañó hasta la puerta.
—¡Bueno!—volvió saltando a la habitación y cerró alegremente la puerta—. ¿Qué te ha parecido, Chris? ¿No te dije que era muy guapa?
—¡Sí, desde luego que lo hiciste!
—¡Cada vez que la veo me gusta más!—cogió un cigarrillo, con un suspiro de placer—: ¿Más café, Chris?
—No, muchas gracias.
—¿Sabes, Chris? ¡Creo que también se ha quedado prendada de ti!
—¡No digas tonterías!
—¡Lo digo en serio!—Fritz parecía complacido—: Incluso pienso que de ahora en adelante vamos a verla a menudo!
Cuando regresé a casa de Fräulein Schroeder, me sentía tan mareado que tuve que acostarme media hora. El café negro de Fritz era tan venenoso como siempre.
Unos días más tarde me llevó a oír cantar a Sally.
El Lady Windermere (que, según me han dicho, ya no existe) era un bar «informal» con pretensiones artísticas, justo al salir de la Tauentzeinstrasse, al que el propietario se había esforzado por darle un aire de Montparnasse. Las paredes estaban cubiertas de bocetos realizados en menús, caricaturas y fotografías de actores de teatro firmadas («Al verdadero y único Lady Windermere». «A Johnny con todo mi afecto»). El propio Abanico,2 cuatro veces más grande que el tamaño natural, estaba desplegado sobre la barra del bar. En medio del local, había un gran piano sobre un estrado.
Sentía curiosidad por ver cómo se desenvolvería Sally. Por alguna razón, había imaginado que se mostraría bastante nerviosa, lo cual no era en absoluto el caso. Tenía una voz sorprendentemente ronca. Cantaba mal, sin expresión alguna, con las manos colgando a los lados, pero su actuación resultaba convincente a su modo, gracias a su llamativo aspecto y a su aire de total indiferencia por lo que la gente pudiera pensar de ella. Con las manos despreocupadamente muertas y una mueca de lo-tomas-o-lo-dejas en el rostro, cantaba:
Ahora sé por qué mi madre
me dijo que fuese sincera;
quería para mí alguien
que como tú fuera.
Hubo muchos aplausos. El pianista, un atractivo joven de cabello rubio ondulado, se puso en pie y besó solemnemente la mano de Sally. Luego cantó otras dos canciones, una en francés y otra en alemán. No tuvieron tan buena acogida.
Tras la actuación, hubo todavía un montón de besamanos y se produjo un movimiento generalizado hacia la barra del bar. Sally parecía conocer a todo el mundo. A todos trataba de y de querido. Para ser una aspirante a mujer de vida alegre, demostraba una sorprendente falta de tacto o de olfato para los negocios. Malgastó mucho tiempo insinuándose a un caballero de edad que evidentemente hubiese preferido charlar con el barman. Al cabo de un rato, todos estábamos bastante borrachos. Entonces Sally tuvo que acudir a una cita y el encargado vino a sentarse a nuestra mesa. Él y Fritz hablaron de la nobleza inglesa. Fritz estaba en su elemento. Decidí, como ya había hecho tantas veces, no volver a pisar nunca más un local como ése.
Como había prometido, Sally me llamó un día para invitarme a tomar el té.
Vivía muy abajo de la Kurfürstendamm, en el último e inhóspito tramo que asciende hacia Halensee. Una gruesa y desaliñada casera, de papada colgante y abultada como la de un sapo, me condujo a una gran habitación lúgubre a medio amueblar. En una esquina había un sofá roto y una pintura desvaída de una batalla del siglo XVIII, en la que los heridos, reclinados sobre los codos en gráciles posturas, admiraban las cabriolas del caballo de Federico el Grande.
—¡Oh, hola, Chris, querido!—gritó Sally desde la puerta—. ¡Qué amable por tu parte haber venido! Me sentía terriblemente sola. He estado llorando sobre el pecho de Frau Karpf. Nicht wahr, Frau Karpf?—interpeló a la casera de cara de sap...

Table of contents

  1. Nota del autor
  2. Diario de Berlín (otoño de 1930)
  3. Sally Bowles
  4. En la isla de Rügen (verano de 1931)
  5. Los Nowak
  6. Los Landauer
  7. Diario de Berlín (invierno 1932-1933)
  8. ©