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eBook - ePub
Mujeres que escriben
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Mujeres que Escriben es una joya. Un diario de vida colectivo escrito por más de 80 mujeres chilenas y algunas extranjeras de distintas edades, orígenes y vivencias que pasaron por el taller de autobiografía de @mariapazescritora entre 2014 y 2020.Amor, familia, maternidad, sexo, viajes personales, el cuerpo, salud mental, feminismo.Este libro narra en primera persona y a través de distintas miradas y experiencias lo que verdaderamente significa ser mujer en el mundo.
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Information
Topic
LiteraturaRespira
Por Victoria Rodríguez
Él se despidió y me dejó en la cancha. Ahí vi a mis amigos esperándome. De repente, el cielo se iluminó y algo cayó. Sentí que el suelo temblaba y yo caía. Una ola de tierra me cubrió muy rápido. No podía levantarme ni moverme. Apenas podía respirar. Estaba muy asustada y solo podía pensar: “¡Mamá, Felipe! No sé si están vivos, no sé si alguien está vivo”. Ahí desperté, sudada y muy angustiada: “¡Qué sueño de mierda!”.
Desde hacía tiempo que no tenía pesadillas así, desde ESE tiempo en segundo de la Universidad. Ahí despertaba a todos con mis gritos en la noche hasta que mi hermano saltaba del camarote para despertarme y abrazarme. Después llegaba mi mamá, ella me arrullaba hasta que dejaba de llorar. Yo tenía 20 años.
Mi papá y mi tata también despertaban, pero no entraban a la pieza, solo se quedaban en la puerta. Un día, luego de uno de esos episodios, estaba media dormida cuando alcancé a escuchar a mi papá preguntándole a mi mamá: “¿Cómo está?”. En la casa nadie me preguntaba eso, simplemente no lo hablábamos.
En ESE tiempo, hubo varios meses en los que no quería dormir. Odiaba dormir y odiaba que llegara la noche.
Por suerte, ESE tiempo se quedó atrás. Tengo 28 y el sol brilla para mí, así que a la mierda ESE tiempo y a la mierda el sueño de mierda.
Le conté a Nacho mi pesadilla y él se río y me dijo: “Relájate, fue solo una pesadilla.” Recuerdo que se lo conté angustiada, pero igual me reí. En realidad, era un sueño bien hollywoodense y objetivamente absurdo.
Días después, en la torre Costanera, hablaba con Nacho por teléfono y apenas le corté empezó a temblar. La torre entera se derrumbó en un instante y de nuevo quedé sepultada. Apenas podía respirar y tenía miedo. ¡Desperté! Esta vez no le conté a Nacho el sueño.
Las pesadillas siguieron y no entendía por qué. Lo mismo pasó con la angustia que seguía acompañándome. Pero exceptuando ese par de detalles, todo estaba bien en mi vida. Era inicios de 2016 y me había ido a vivir sola a mi departamento. Luego de haber vivido siempre como allegados o arrendatarios, compartiendo la pieza con mi hermano, amaba esta nueva sensación de tener un espacio propio.
También me estaba yendo súper en la pega. Mi jefe me asignaba temas complejos, lo que era raro para alguien que llevaba poco tiempo de trabajo de campo. Según él, era porque entendía rápido, y era dedicada y detallista. Y claro que lo era, estaba aprendiendo mucho y eso me encantaba. Además, después de conciliar mis estudios en la Universidad con cuatro trabajos, la idea de tener uno solo que además me impulsaba a aprender cosas nuevas, era maravillosa.
A eso se sumaba el hecho de que estaba saliendo con Nacho, un súper príncipe. El modelo de hijo que mi papá nunca tuvo. Con todas estas cosas buenas en mi vida ¿Qué más podía pedir?
Evidentemente mis pesadillas eran una locura, porque con esa vida de rica y famosa, ¿quién se podía quejar? Supongo que por eso me convencí de que mi problema era que no sabía lidiar con la alegría y la tranquilidad. Así que decidí ignorar a la angustia y a las pesadillas.
Son las 9 de la noche y estoy en la oficina. A esta hora, el único que me acompaña es Charlie, el fantasma del piso que mueve las sillas de tanto en tanto. Estoy estudiando un proyecto y no es muy divertido, aunque tampoco es complejo. Lo raro es que no puedo terminar con él, tampoco con el estudio de salud. Marzo ha sido extraño y me es difícil cumplir mis plazos. Me bloqueo en el cierre de mis trabajos.
Me pasa que estoy angustiada y quiero llorar. Me molesta porque las cosas nunca habían sido tan fáciles, y a pesar de eso, quiero arrancar. Por más que pienso en las cosas buenas de mi vida, algo me está pasando y me cuesta respirar.
Hace unos días mi mamá me contó que tiene úlceras en su estómago. Siempre se enfermaba, pero pensábamos que era por golosa o por su metabolismo rápido, como ella decía. El médico le dijo que había que hacerle estudios porque tenía riesgo de cáncer. El tamaño de las úlceras parece ser muy grande.
La mamá de mi papá murió de cáncer al estómago y ese fin no se lo deseo a nadie, menos a mi mamá. ¿Qué haría yo sin ella?
Con mi papá no puedo contar. Hace casi un año que no hablamos y en realidad su ausencia me alivia. Después de que falleció mi Tata, decidí no aguantar ni un insulto más. Como nuestra relación ya era mala en los últimos días de mi abuelo, después de que mi tata murió, ya no tenía motivos para compartir con mi papá.
Pero no quiero pensar en nada de eso, así que reviso mis finanzas. Si algo pasa debo prever cómo resolverlo. En su vida como independientes, mis papás nunca tuvieron previsión de salud: ni Fonasa ni Isapre, mucho menos seguros. Yo sólo me empecé a enfermar cuando entré a la universidad y me cubría el seguro estudiantil.
Cuando empecé a trabajar, intenté que mi mamá fuese mi carga, pero por sus prexistencias, fue imposible. En el peor de los casos siempre puedo conseguir un préstamo y después ver qué hago. En cualquier caso, lo voy a resolver. Siempre lo hago.
Revisando mis cuentas estoy en la B: el pie del departamento, el corredor, el estudio de título, las reparaciones y los muebles. Si me echan de la pega la hago de oro.
Son cerca de las 10 de la noche, y sigo aquí, bloqueada con este proyecto y esta angustia que no se va y se hace más grande.
Al menos esta Nacho. No sé por qué se fijó en mí, somos bien distintos. Me dan risa sus frases clichés, sus camisas con cuadros y rayas y que se jure sencillo y humilde por ser de la U y no de la Cato, como el resto de sus amigos de universidad y del colegio.
Aun así, me encanta conversar con él. Música, comida, vinos, política, economía y sexo son casi siempre nuestros temas. Me gusta que su perspectiva amplíe la mía, creo que eso me hace crecer. Siempre que lo miro, pienso que me gustaría contarle lo que me pasa, pero a pesar de que hablamos harto, pasamos poco tiempo juntos. Su trabajo de consultor y las largas jornadas cuando está en Chile, no nos dan mucho tiempo para profundizar. Además, siempre está la posibilidad de que lo nuestro sea sólo temporal.
Ya estamos en abril. La angustia ha hecho un hogar en mí, también la preocupación por la salud de mi mamá. Su salud no mejora y sigue bajando de peso. También están mis deudas y la baja de rendimiento en mi trabajo. Además, creo que Nacho me está mintiendo: sus actitudes me dicen que ya pasamos de los clichés a mentiras. Siento la distancia, pero no me importa. Lo nuestro se acabó, solo que ahora no tengo energía para terminar con él. Sus abrazos vacíos son mejores que ningún abrazo.
Solo quiero descansar, respirar y tener más fuerza. Los ataques de angustia de ESE tiempo en la universidad volvieron y las pesadillas también. Aunque ahora, ellas también vienen cuando estoy despierta. ESE miedo que oculté por mucho tiempo me atormenta y no se va. Ya no puedo escapar de él.
A veces estoy trabajando y siento su respiración agitada. Mi piel se eriza, mis músculos se contraen y lo veo. Cierro los ojos y ahí está. A veces estoy con Nacho y también lo siento. Mi mente me lleva a ese momento sin quererlo. Aparto a Nacho de mí y él se aparta. Tiemblo a un extremo de la cama, me abrazo y me contengo.
Claramente no tengo conexión con Nacho, él no percibe que estoy sufriendo. Extraño compartir la pieza con mi hermano, sus abrazos y los de mi mamá. Ahora no hay quién me arrulle ni quien me calme cuando tengo pesadillas. En fin, tampoco puedo contarles a ellos lo que me está pasando, no quiero preocuparlos. Tengo que resistir hasta que mejore.
No sé qué pasó, no sé cómo del cielo pasé a esto. Sigo teniendo mi casa, mi trabajo y al príncipe. Todo aún está ahí y no sé qué es lo que estoy haciendo, no sé porque esta angustia me consume. Sé que soy yo. Yo me estoy haciendo esto, me torturo y no sé cómo parar.
Pensé que lo había dejado atrás y que nunca más sentiría su respiración en mi oído, mientras se masturbaba conmigo tendida en la cama, con mi cuerpo de niña. Fue antes de que mi hermano naciera y antes de tener conciencia para entender esos juegos. Esa imagen convive conmigo día a día. Me escucho. Soy yo preguntándole: “¿Por qué yo? ¿Por qué siempre yo?. Este juego no me gusta”. Miro por la ventana mientras lo siento sobre mí y quiero escapar. Me cuesta respirar.
Me siento muy sola. ¿Qué voy a hacer si me faltas tú mamá? Con mi papá no cuento, el Tata ya no está y mi hermano no tiene por qué lidiar con esto.
Ya estamos en mayo. Mi mamá está mejor, los exámenes salieron bien. Solo una pequeña cirugía y cuidados de por vida. El príncipe resultó ser un sapo. Afortunadamente fue ésa fue la gota que me despertó. Tengo energía para decir basta y Nacho se fue a volar.
Ahora debo averiguar qué hacer con esta angustia que se hace cada vez más grande y pareciera no tener fin.
Sentada en el sofá del psicólogo, trato de convencerlo de que tengo una gran vida y de que estoy muy bien o bien loca. Tal vez solo soy malagradecida o no sé. Pero me sigue costando respirar y tengo miedo.
Aún no lo sé, pero estoy por empezar un nuevo viaje.
Uno importante.
Tarde de quincho
Por Angela Arancibia
Mayo de 2017. Piso 31, quincho número 2, día soleado, vista a la cordillera, cuota de 5 lucas para la carne, edades entre 25 y 40 más o menos. No estaba muy convencida de venir, pero tengo que ampliar mi círculo y conocer gente. Así es que me obligué a participar.
Tengo una relación de amor odio con la comida. Preparo una tortilla de rescoldo, pebre y 30 vasos de postre. Cuando llego hay solo 10 personas de las cuales conozco a dos que están en la parrilla. Sé cómo saludar: levanto la mano, sonrío y digo en tono amistoso: “hola”. Siento cómo mi cara se pone roja. Decido sacar mis armas secretas para sentirme mejor: parto la tortilla en trozos, pongo el pebre en la mesa, busco unas servilletas, las doblo y las dejo ordenadas. En otra mesa pongo los postres. La gente, que al parecer tiene hambre, se acerca y dice: “¡Qué rico! ¡Qué bueno está! ¿Lo hiciste tú?”. Los piropos a mi comida me hacen sentir mejor.
Miro cómo la dueña de casa prepara una sangría. Corta la fruta, la mete en una ponchera gigante, pone vino y bebida. No puedo tomar, ando manejando. Igual me sirvo un vaso, trato de encajar pero no, me siento un poroto en paila marina. ¿Qué hago acá? Sigo esforzándome, ninguna conversación me parece atractiva, me mantengo sonriente y miro a mi alrededor buscando alguna mirada cómplice. Me preocupa que esté todo lleno de botellas y latas vacías y cada cierto rato me pongo a ordenar. Me alejo un poco, camino al ritmo de la música, prendo un cigarro y converso con alguien hasta que llega una chica que se tomó tres piscolas de más y comienza a reírse fuerte. No deja hablar a nadie. Otra vez, vuelvo a tomar una bolsa y a recoger las latas vacías.
Todos están de pie conversando, se escucha un reggaetón de lejos, el parrillero conversa más de lo que cocina, ya son las 4 de la tarde y no ha salido ni un pedazo de carne. El copete corre por montones y ya somos más de 40. Me acerco a un grupo, me cruzo de brazos escuchando lo que conversan, a ver si de alguna manera logro empezar. Todo son risas y selfies, me aburro. 5 de la tarde, recién sale la carne, por supuesto no hay platos, tampoco dónde sentarse, alguien pasa ofreciendo pedacitos servidos en una tabla. Ya son las 6 y me voy sin despedirme. Cuando me subo a mi auto es cuando mejor me siento en toda la tarde. Pongo mi música y pienso.
Pienso en Teresa, la que se toma tres piscolas de más y habla fuerte. Es una gorda de esas que literalmente se comen el mundo. Al parecer también se lo toma. Es divertida, llamativa, muy rubia, de ojos expresivos y cuando se ríe deja ver todos sus dientes. Cuando llegó al asado todos la saludaron cariñosamente. Ella sabe que no es la octava maravilla del mundo, pero no le importa y disfruta su vida tal cual es. Dice que no puede ser pesada porque ser gorda y pesada es muy mala idea. Parece feliz, quizás en el fondo no está tan conforme, pero yo veo que disfruta y me da una envidia terrible.
Bailar es mi gran pasión y ahora no puedo hacerlo porque me da terror entrar a una sala llena de espejos: no es sencillo andar por la vida 12 kilos de más. Tengo claro que el paso de los años es inevitable, acepto mis canas y mis arrugas, pero subir de peso y además por mi culpa, no puedo perdonármelo. Durante dos años me levantaba, trabajaba, dormía y comía. Ese era mí día a día. Tomar la decisión de hacer algo de deporte, salir con amigas o mover de alguna forma el culo fue muy difícil.
Hice muchas cosas buscando algo que pudiera llenar el vacío que dejó el baile y además bajar de peso. Empecé haciendo crossfit, entrenaba de lunes a sábado. Me sentía una comando, cada día levantaba más peso, pero la pesa no bajaba. Me metí a un programa que se llama nutrición inteligente, donde te sacan sangre para ver qué tienes que comer. De inteligente nada. Me sentía una tonta pagando para que me dijeran algo que yo ya sabía: que debía comer cada 3 horas y no mezclar proteínas con carbohidratos. Le pedí ayuda a un amigo para que me hiciera una rutina de ejercicios. A las 7 de la mañana estaba en el gimnasio con una cara de 3 metros tratando de hacer algo y no pasaba nada. Mi amigo me dijo que fuera a una nutricionista que estaba en Viña y ahí partí yo a Viña, esperanzada. Para variar, no pasó nada.
Hace muy poco, entré a un gimnasio que tenía un desafío: el que bajaba más de peso, se ganaba 500 lucas. Por supuesto me inscribí, pagando una mensualidad altísima. Pensé: esta sí que es motivación, con esas lucas me voy de viaje. Bajé cuatro kilos, pero como tenía que ganar comí solo frutas durante dos días, tomé diuréticos y laxantes. Después de que me dijeran que no había ganado el concurso, me fui a pasar las penas a la Fuente Alemana. Volví a mi nutricionista de toda la vida, pero tampoco pasó nada.
Sueño con mis rollos, cuando duermo no descanso, porque en todo momento estoy consciente de mi cuerpo. Cuando me doy vuelta y cambio de posición sé exactamente lo que me sobra y despierto pensando que tengo que cambiar. Es como una tortura constante, porque me he muerto de hambre, he sudado como yegua, he comprado todos los quemadores de grasa habidos y por haber y no pasa nada. Seguro que con lo que he gastado en tres años, demás me podría haber hecho una lipo.
Cuando tenía como 15 años, siempre veía películas de bulímicas en las que mostraban todo lo que hacían. Me considero una bulímica cobarde, porque creo que lo haría si no fuera porque sé que está mal y me da miedo no poder salir de ese círculo después.
Sé que le gente piensa que estoy loca o enferma y trata de consolarme diciendo: “no estás gorda, estás distinta”, “sí, subiste un poco, pero ya vas a bajar”. Otros piensan: “qué alharaca esta mina, cómo se queja o sufre por esa estupidez, hay gente a la que le pasan cosas peores”.
Quizás tienen razón, pero no puedo evitarlo. Tengo muchas cosas por las que ser feliz, pero esto me amarga el pepino igual que los malditos recuerdos de Facebook que traen de vuelta a la Ángela que quiero volver a ser. Escribiendo esto me siento frívola, solo pienso en la apariencia, pero lamentablemente es lo primero que los demás ven y lo primero que yo veo en la mañana. Y no me gusta.
¿Cómo alguien más va a quererme si parece que mientras más gorda estoy, más invisible soy?
Quiero despertar y ser como Teresa: comerme el mundo y ser feliz.
La consulta 405
Por Camila Orellana
Mi psiquiatra me caía pésimo, nunca se aprendía mi nombre y siempre me contaba los mismos chistes lo que me daba la impresión de que nunca se acordaba de la sesión anterior. Me dijo que tenía bipolaridad leyendo unos papeles y sin levantar la vista, como quien le dice a alguien que está resfriado. Inmediatamente me sentí con gripe aviar, fiebre, escalofríos y ganas de vomitar. Intentó explicarme de qué se trataba la enfermedad. Yo dejé de oír su voz mientras recordaba la primera vez que escuché la palabra bipolaridad.
Era lo suficientemente chica como para que los pies me colgaran de una silla. Jugaba con ellos cuando oí que en el pasillo de la casa mi mamá y mi abuela discutían sobre algo que no entendía bien, una tal bipolaridad y algo referido a mi papá. Ese día también aprendí la palabra “suicidio”.
A mi papá se lo llevaron a una clínica y mi mamá me explicó que había ido al doctor porque estaba enfermo de pena. Me lo imaginé ...
Table of contents
- Portada
- Créditos
- Índice
- Prólogo
- I. CONSTELACIONES FAMILIARES
- II. MOMENTOS INOLVIDABLES
- III. LABERINTOS PERSONALES
- IV. Y QUÉ ES AMOR