I
El cuerpo velado
Velos y desvelos
Cuando yo tenía unos siete años, las niñas de mi colegio fantaseábamos sobre cómo sería todo en el año 2000. Faltaban como 30 años para el cambio de siglo. Unas hablaban de teléfonos donde veríamos las caras de aquellos a quienes llamábamos, otras de coches voladores, algunas se veían habitando Marte. Recuerdo muy bien lo que yo dije: «En el año 2000 todos iremos desnudos». No recuerdo bien lo que dijo la maestra, pero sí recuerdo que, en los días siguientes, cada vez que hablaba me mandaba al cuartito de pensar. Era el baño del cole, un lugar oscuro y que daba algo de miedo.
No pude explicar por qué deseaba eso, ni siquiera creo que en aquella época fuese consciente de por qué lo dije. Pero más tarde, cuando la realidad de la vida se impuso, supe el motivo de aquel deseo.
Yo era una niña musulmana como tantas en mi ciudad, Melilla. Mi educación era como la de mis otras compañeras, con sus pequeñas diferencias: en mi clase había chicas cristianas (la mayoría), dos musulmanas, una india y hasta una evangelista, y a todas nos daban una educación severa y religiosa. Las cristianas iban a misa los sábados y el Miércoles de Ceniza; las demás nos quedábamos en clase al cargo de las más pequeñas. También estábamos exentas de asistir a clase de religión, pero podíamos quedarnos si queríamos.
Yo me quedaba: me encantaban esas leyendas de la Biblia: o Matusalén y su larga vida, la parábola del hijo pródigo, las bodas de Caná… Allí empecé a entender los rituales de esa religión que me era ajena, y a la vez en mi casa empezaba a darme cuenta del porqué de mis diferencias con las otras compañeras de clase.
Comencé a ser consciente de nuestras diferencias a partir de los ocho años. Fue cuando mi cuerpo cambió. Mi madre me dijo que ya era una mujer y se me acabaron los juegos: saltar a la comba, al elástico, ir a la playa... y, sobre todo, que no debía dejarme tocar por un hombre, que no debía mirarlos de frente, que sólo les hiciera caso cuando me pidiesen algo relacionado con las labores domésticas. A todo esto añadió una retahíla de reglas de higiene y sobre lo que podía o no podía hacer esos días. Y empezaron los secretos: mi padre y mis hermanos varones no podían enterarse de que una vez al mes mi cuerpo sangraba, eso era un secreto del que sólo se podía hablar, y poco, entre las mujeres.
Tuve mucha suerte. En aquellos años a nadie se le ocurría que una niña de ocho años, por muy desarrollada que estuviese, tuviera que llevar pañuelo, y digo «pañuelo» porque en mi temprana adolescencia el hiyab, el velo islamista, aún no había colonizado el Magreb. Tenía que observar muchas normas, pero esa, afortunadamente, no era una de ellas. Sí lo fue, por ejemplo, la que me prohibía llevar faldas cortas, camisetas de tirantes y bañadores. Mi vestimenta tenía que ser «decente», muy decente, tampoco podía jugar mucho con niños, si bien me dejaban jugar con mis primos, siempre y cuando no fuesen peleíllas cuerpo a cuerpo o al escondite. Yo obedecía aunque no entendía absolutamente nada, pero sabía que no tenía más remedio.
Mis compañeras seguían con su vida y cada vez nos separaban más cosas; sobre todo nos separaban las normas. Fue entonces cuando empecé a darme cuenta de que yo era musulmana, no era como ellas, y tenía que tener mucho cuidado con lo que decía, contaba o hacía.
En mi familia, profundamente creyente, mis tías vestían al modo europeo, la más joven de ellas se atrevía incluso a ir a la playa ¡en bikini! Mi madre ejercía de hermana mayor y la reñía a veces, pero tampoco era ningún drama. Mi abuelo había muerto y ella sólo le rendía cuentas a mi abuela. El resto de mis tías se fueron casando y tampoco se ponían hiyab; se pusieron la pañoleta típica bereber.
De las cuatro hermanas, dos llevan ahora hiyab, una sigue fiel a su pañoleta bereber y la última no se ha puesto jamás ni hiyab ni pañoleta.
Arabia coloniza las cabezas
Recuerdo el día que mi prima Taamanan vino a mi casa a saludar a mis padres. Había venido con su marido de vacaciones, ellos vivían como inmigrantes en Bélgica. Mi prima y mi hermano mayor eran como hermanos, habían crecido y jugado siempre juntos. Cuando Taamanan se casó y se fue a Bélgica con su marido, que ya llevaba viviendo allí varios años, ella vestía a la manera bereber: chilaba y pañoleta. Su padre, mi tío, era muy tradicional, por lo que ella nunca había vestido a la europea, aunque sí salía e iba a la playa vestida con un ligero caftán sin mangas y recogido. Cuando volvió, vino con el hiyab puesto. La tela sólo dejaba al descubierto el óvalo de su rostro. Esa tarde mi hermano no estaba en casa. Cuando regresó, mi madre le habló de la visita de Taamanan.
—Me ha preguntado por ti –le dijo mi madre.
—Ah, pues voy un momento a saludarla.
La casa donde se quedaba Taamanan no distaba más de 100 metros de la nuestra. Mi hermano volvió serio y enfadado.
—Oye, mamá, ¿qué le pasa a esta? No me ha querido abrir la puerta, dice que su marido no está, ¡pero si yo no he ido a ver a su marido!
—Ah –dijo mi madre–, es que su marido es de esos barbudos y le habrá dicho que no puede ver a ningún hombre.
—¡Pero si somos primos!
—Da igual. Eres un hombre, ya la verás cuando venga cualquier tarde aquí.
—¡Pues sí que estamos bien! Tampoco me hace falta verla.
Aquel día creo que mi hermano y yo nos dimos cuenta de que algo había cambiado. A mí me sucedió algo similar: hacía ya tiempo que yo tampoco podía besar o abrazar a mi primo Jaffar. Según él, que se había vuelto un estudioso del Corán, como éramos primos podíamos casarnos, así que yo ya no era su amiga de la infancia, era una mujer intocable y no era decente que nos abrazáramos. A mí me cabreó tanto que hasta hoy –y han pasado más de 30 años– no puedo verlo sin sentir rechazo. Hablo con él lo mínimo, sólo en reuniones familiares, pero siempre nos recuerdo balanceándonos en los columpios, felices y despreocupados. Eso era antes. Hasta que todo cambió: de repente fuimos conscientes de algo que no sabíamos aún nombrar. Hoy sé qué era: nos había colonizado el wahabismo.
El wahabismo es una corriente religiosa del islam creada en Arabia en el siglo xviii. Sus predicadores, seguidores del teólogo Mohamed Abdul Wahab, se aliaron con la poderosa familia Saud, la que luego fundó el reino de Arabia Saudí, para tener un respaldo político. La interpretación wahabí es tan rigorista y puritana que, hasta inicios del siglo xx, los teólogos ortodoxos en los grandes centros de islam clásico, como la Universidad de al Azhar en El Cairo, la consideraban poco menos que una herejía, en todo caso una secta poco recomendable.
Eso cambió cuando en el desierto se descubrió petróleo y los predicadores empezaron a nadar en petrodólares. La alianza de Arabia Saudí con Estados Unidos, firmada en 1951 y vigente hasta hoy, elevó el reino wahabí a potencia política internacional y los dogmas de su secta se convirtieron en el nuevo estándar del islam en todo el mundo.
La cofradía de los Hermanos Musulmanes, fundada en Egipto en 1928 con la intención de introducir las normas del islam en la vida social y política, ha difundido esta interpretación nueva y puritana de la religión por numerosos países. Aunque este movimiento está enemistado con la familia real saudí y rechaza el término «wahabí», su forma de entender el islam, que llaman «salafista» («el de los antepasados»), es tan similar al wahabismo que no cabe diferenciarlo. De hecho, Catar, un país oficialmente wahabí, es el que más respaldo y financiación ofrece a la cofradía.
Fueron esos «Hermanos» quienes se ocuparon de difundir el salafismo entre los inmigrantes magrebíes en Bélgica, Alemania u Holanda. Las marroquíes que se casaban con hombres emigrantes, como mi prima Taamanan, tuvieron que integrarse en una comunidad marcada mucho más por la religión que lo acostumbrado en su barrio de Melilla, Nador o cualquier otra ciudad marroquí. Cuando volvían de vacaciones, ya venían con el hiyab puesto. A mí me llamaba mucho la atención, porque yo siempre había visto en las películas que las chicas europeas eran modernísimas, llevaban minifaldas y hasta había oído hablar algo sobre una guerra de sujetadores, chicas que se los quitaban y ¡lo decían!
No entendía que estas mujeres viniesen de vacaciones y se quedasen metidas en casa, vistiesen la típica chilaba y llevasen ese pañuelo encima del pelo y atado al cuello en verano, con el calor que hace en Melilla. En aquellos años, pensaba que cubrirse era cosa de las abuelas, pero es que a mi abuela se le veían la cara y las trenzas debajo de su pañoleta, a estas mujeres no se les veía ni un mechón de pelo, ni un poquito de cuello.
Pelos y peligros
¿Por qué debe una mujer llevar velo? En la teología ortodoxa islámica está perfectamente explicado: el pelo se considera un atributo erótico de la mujer que puede despertar deseos sexuales en el hombre. Y si un hombre se excita, intentará tener sexo con esa mujer. Puede acosarla, procurará tocarla, incluso puede intentar violarla, todo lo cual creará conflicto y enfrentamientos (por ejemplo, con el marido de la mujer en cuestión o sus familiares). El velo tiene una función sexual: el de evitar despertar la lujuria de los hombres. Si un hombre ve nuestro pelo, lo lógico es que no pueda contenerse y sienta de repente en sus entrañas el primitivo instinto de violarnos.
Es muy desolador que los musulmanes se consideren violadores y que las musulmanas consideren a sus hermanos, primos, padres o tíos potenciales violadores. Hombres que no pueden contenerse ante la visión del pelo de una mujer musulmana. Sólo de una musulmana, curiosamente, porque las otras pueden ir como quieran, nadie tendrá ganas de violentarlas... o bien no importa lo que pueda ocurrirles. Sí importa con las musulmanas: les pertenecemos a esos hombres violadores y, si no vamos decentemente vestidas, se ven en el derecho de amonestarnos o directamente de violarnos. Y nosotras seremos responsables por no haber guardado las normas de decoro imprescindibles para ser catalogadas a primera vista como buenas musulmanas.
Este fundamento teológico del hiyab no es una entre muchas interpretaciones: es la oficial y es la única. Por eso mismo, las mujeres utilizan el velo únicamente en presencia de hombres; cuando sólo hay mujeres presentes, no hay necesidad de tapar nada (ser lesbiana no se contempla). En el hamam es normal estar desnuda. Y en el propio Corán está recogido expresamente ante qué hombres no hace falta cubrirse: «El marido, el padre, el suegro, los hijos, los hijos del marido, los hermanos, los sobrinos, los esclavos, los empleados que no tienen deseo masculino o los niños que aún no son conscientes del aspecto de la mujer». Aparte del marido, que, por supuesto, tiene derecho a excitarse con su mujer, la lista abarca a quienes, o bien no tienen deseo, o bien se supone que no deben tenerlo; en todo caso, coincide con los grados de parentesco en los que el islam prohíbe los matrimonios. Casarse entre primos está bien visto, por eso mismo yo era un posible objeto sexual para Jaffar y, por lo tanto, mujer de la que mantenerse alejado.
Cuento todo esto porque hoy, viendo un programa de la televisión catalana, he visto a una diputada con hiyab intentando convencer a los televidentes de que el hiyab es «ropa», nada más que una forma de vestir, sin la menor connotación religiosa o ideológica. Y no, el hiyab no es «ropa» sin más, es otra cosa.
Sería ropa en lejanas épocas históricas, un trozo de tela en la cabeza que protegía del frío, la arena, el calor. Pero pronto pasó a ser un símbolo de estatus. Hay escritos de la antigua Mesopotamia donde ya se legisla sobre el velo: las mujeres casadas tenían la obligación de ir cubiertas, las solteras, las esclavas y las prostitutas debían ir sin velo; a estas últimas se les podía aplicar un castigo severo si desobedecían esta norma.
Fue con el judaísmo cuando el velo comenzó a tener un significado religioso. Ahora, con algunas series de televisión, hay mucha gente que ha descubierto, asombrada, que las mujeres judías también se cubren el pelo, sobre todo las ultraortodoxas. Ellas pasan por un ritual aún más duro: a...