CAPÍTULO 1
WHISKY, BOHEMIA Y TRABAJO
Rodolfo Walsh se sentó frente a la máquina y comenzó a tipear, urgente pero sin desesperarse. Quería contar, describir:
LA HABANA, 22 de octubre de 1959 (PL).- En el fastuoso hotel Habana Hilton los delegados norteamericanos que asisten a la convención de Agentes de Turismo se asomaron a las ventanas, en la tarde de ayer, para presenciar un curioso espectáculo: del aire caían nubes de papelitos blancos. Por la calle los transeúntes se detenían a recogerlos. Eran unas hojas blancas, mimeografiadas…, el bombardero B-25 de fabricación norteamericana, de cuyo vientre caía la lluvia de papeles, sobrevolaba la ciudad sin ser molestado. En las esquinas los transeúntes lo señalaban con el dedo. Eran las seis de la tarde… Entonces comenzaron las explosiones y las ráfagas de ametralladora. El B-25 rastrillaba a baja altura las calles más concurridas de La Habana Vieja. Los inocuos papelitos se habían convertido en balas de calibre 35 y en granadas de fragmentación… Cuando terminó la operación había dos muertos (uno de ellos terriblemente destrozado), cincuenta heridos graves y un número indefinido de lesionados.
Este texto -mucho más largo- penetraría en las teletipos de docenas de medios de prensa de todo el mundo. Llevaba el logotipo de “Prensa Latina”, flamante agencia de noticias de la Cuba de los barbudos. Algunos lo usaron en sus respectivas ediciones. Otros, es probable que la mayoría, lo tiraron a la basura.
Walsh había conocido el desconcierto -y hasta el terror- que provocan los disparos cuando surcan el aire cercano y pueden penetrar la propia carne. Cuando corría por el amplio salón de la terminal de micros de la ciudad de La Plata la reciente noche del 9 de junio del 56, sintió ese desconcierto. Su tranquila noche de ajedrez culminaba de forma inesperada.
La diferencia era que ahora la metralla caía sobre miles de personas indefensas. Era el primer ataque a La Habana y el tercero en el mes sobre suelo cubano. Un cuarto ataque ocurriría sólo dos días después, cuando el plomo aéreo calaría un tren en la provincia de Las Villas. Y un quinto ataque a las cuarenta y ocho horas, sobre el ingenio azucarero Niágara, en la provincia de Pinar del Río.
A Walsh le hubiera gustado empuñar una ametralladora antiaérea en vez de una máquina de escribir. Pero hasta ese momento era sólo un escritor de cuentos y de artículos. Apenas había reconstruido y parido una historia más larga, como la contada en Operación Masacre. Apenas se había sumergido hasta el cuello en la investigación sobre el asesinato del doctor Satanowsky ocurrido el 13 de junio del 58, a lo largo de más de treinta artículos que publicó la revista Mayoría hasta enero del 59. Apenas eso. Walsh no era un combatiente, como lo sería años después. No tenía aún docenas o cientos de amigos y compañeros muertos o secuestrados a los que vengar, como le ocurriría para el fin de sus propios días.
Además, Walsh tenía sólo 87 días en la Isla. Apenas empezaba a aprender qué estaba pasando en este paisito que sorprendía al mundo, incluso a los hombres más expertos en política internacional. Incluso a aquellos que para sus análisis, tenían a su disposición todo el dinero que quisieran, todos los espías que se les antojaran y hasta la tecnología de punta más sofisticada para ver y oír allí en donde no llegan los oídos y los ojos de un hombre de carne y hueso.
Su papel se resumía a accionar sobre el teclado.
Sobre el teclado debía defender a la revolución cubana y estaba dispuesto a ello. ¿Que conocía de esta revolución? En realidad, casi nada. Ni dentro de las tropas revolucionarias había unidad teórica profunda. La había en lo central: contra la dictadura de Fulgencio Batista, y contra los yanquis hasta cierto punto. Walsh no conocía mucho más de lo que conocía todo el mundo. Y no tenía el espíritu revolucionario de los combatientes cubanos. No era cubano. No era marxista. Tenía una formación política de raíz conservadora y una actitud antiimperialista un tanto cándida. No cuestionaba, por lo menos a fondo, al capitalismo.
En la cabeza de Walsh, Cuba provocó una revolución. Una revolución que lo arrasó.
El desarrollo de la guerra revolucionaria de los barbudos cubanos, que culminaría formalmente el 1º de enero del 59 con la entrada de tropas guerrilleras en La Habana y con la toma del poder político en esa capital nacional, era, de a ratos, tema de debate en el café La Paz, en Buenos Aires, allá por 1957 y 1958. La debatían algunos círculos de pequeñoburgueses a la salida del cine Lorraine o del Arte, o luego de las jornadas de trabajo que en algunos casos, por sus características, se extendían hasta las mediasnoches. También era tema en los cafés apéndices de las facultades. Y en alguna reunión de insinuados en las artes de la literatura, de la poesía, del cine, de la actuación y hasta del humor, pizza por medio o no, casi siempre rodeada de vino tinto o de whisky.
Claro que ese debate en los cafés porteños sobre la guerra revolucionaria centroamericana no tenía como parámetro a la obra de Karl von Clausewitz, clásica, y menos aún, a la de Mao Tse-tung, flamante. Prevalecía el asombro y el costado aventurero, llamativo. En algunos tenían cierto peso los potenciales rasgos antinorteamericanos. No mucho más.
En diciembre de 1957 salió el libro Operación Masacre. Walsh estaba contento con su trabajo. Seguramente aún no tenía dimensión de lo que estaba logrando aunque él mismo dejaría claro más adelante cómo estaba impactando en sí mismo: “Operación Masacre cambió mi vida. Haciéndola, comprendí que, además de mis perplejidades íntimas, existía un amenazante mundo exterior”.
Sin duda que para husmear cómo andaba la venta de su libro, una noche de ese verano, tarde, Walsh fue a ver al librero de la delgada Librería Platero que tenía su negocio en la calle Talcahuano entre Lavalle y Corrientes. Aún existe.
Esa noche, apenas unos minutos antes, una señora muy arreglada, vendedora de antigüedades, salía del Teatro Colón tras saborear el Don Juan de Mozart, cruzó la plaza Lavalle y entró a esa librería a revolver libros y a saludar a su amigo Vicente López Perea, uno de los dueños. Cuando Walsh entró, se encontró al librero charlando con una mujer. Los presentó.
-Poupée Blanchard…
-Rodolfo Walsh, mucho gusto.
Walsh no sabía que estaba viendo por primera vez la cara de su segunda esposa y que a través de ella conocería a la tercera. Demasiado para una sola presentación. Walsh era imaginativo pero no tanto.
Poupée Blanchard:…apareció Rodolfo, sí. Charlamos…-entrecierra los ojos para reconstruir los hechos que viven en la penumbra de su memoria-. Vicente cerró y nos fuimos a mi casa a tomar algo y luego jugamos a una especie de mímica que improvisamos en ese momento. Era un juego que estaba de moda en Estados Unidos, “si fueras…, tal cosa”; por ejemplo, una planta. Entonces tenías que hacer la mímica para que descubran qué eras.
Había otra persona esa noche, otro hombre, no me acuerdo quién. Esa reunión fue un éxito, una cosa infantil. ¡Nos divertimos!
Estela Poupée Blanchard, verdadera promotora y protagonista de encuentros sociales, noctámbulos, instituyó que reuniones de este tipo se hicieran todos los viernes e invitó a numerosos amigos. Ya tenía la fértil “escuela” de su amiga querida Pirí Lugones. Reuniones abiertas a que cualquiera tra...