Prosas y mitos
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Prosas y mitos

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"Poco importa que Gévaudan e Irlanda sean los escenarios donde se representan estos dramas breves. Lo que importa es que con el mundo se hagan países y lenguas; con el caos, sentido; con las praderas, campos de batalla; con nuestros comunes, nombre propio". Qué mejor aliciente que las palabras del propio Michon para introducir a los lectores en los relatos recogidos en este volumen; "Mitologías de invierno", "El emperador de Occidente", "El rey del bosque" y "Abades" están habitados por personajes evocadores, cuyas vicisitudes transcurren en exuberantes escenarios. A través de su característica prosa lírica y rica en imaginería, el genio francés aborda cuestiones tan ecuménicas como el poder, la muerte, la belleza o el arte.

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Information

ABADES

I

Sé por crónicas de segunda mano, por la Statistique générale de la Vendée, impresa en Fontenay-le-Comte en 1844, y por un azar tardío de mi propia vida, el relato que me dispongo a narrar.
Año 976. La vieja Galia es un fárrago de nombres enclavados en tierras que son, a su vez, nombres: Normandía es de Guillermo, Guillermo Espada Larga; Poitou es de Guillermo, Guillermo Cabeza de Estopa; Francia es de Eudes, duque de Francia; la corona, la baratija, es de Lotario, rey, es decir, señor de Beauvais y Laon. En Anjou, en la Marche, están Roberto el Ternero y Hugo el Abad. Alano Barba Tuerta posee Bretaña. Y el obispado de Limoges está entre las manos y bajo la mitra de Èble, hermano de Guillermo, no Espada Larga, sino el rizado, el rubio, Cabeza de Estopa. La estopa tiene dos cualidades: es muy rubia y voluminosa, arde de buenas a primeras. Guillermo es muy rubio y su cólera galopa como el fuego. De su hermano, Èble tiene la cabeza de estopa, pero no con las dos cualidades de la estopa: bajo la mitra del uno como bajo el casco del otro se ve el mismo torbellino hirsuto de pelos helados, el musgo crespo, la paja triturada en bucles breves; pero sobre la cabeza de Èble la estopa no se enciende a la mínima contrariedad; sobre la de Guillermo, sí.
Que la estopa de Èble se encienda quizás por otras razones, el relato lo dirá.
Èble ha pasado su vida apagando el fuego sobre la cabeza de Guillermo, ha vigilado la brasa, ha fecundado las cenizas. La verdadera política de su hermano, las alianzas y las donaciones, los parloteos, es él quien la ha hecho, mientras que la otra cabeza quemada echaba el incendio contra Espada Larga, contra Eudes, contra Alano, contra todo lo que lleve un nombre y una lanza. Èble está cansado, renuncia, se ha retirado. Tiene sesenta años. El obispado de Limoges, los beneficios abaciales de Jumièges, Angély, Grammont, los ha desechado. No volverá a tener el placer de excomulgar a nadie. Ya no tiene el poder de las llaves, ya no tiene el poder de condenar al infierno a las almas enclenques o malvadas, ni la paciencia de pasar su mano fresca sobre la cabeza hirviente de Guillermo. El fuego ya no es asunto suyo. En la isla enana de Saint-Michel, frente al mar enorme, considera las nubes y el agua. Pues, la abadía enana de Saint-Michel, la ha conservado.
El monasterio carece de gracia, hecho de forma variopinta, tablas y turba: porque todo esto, que fue fundado y consagrado por Filiberto el Anciano, ha sido pisoteado cien veces por los normandos, incendiado, reflotado, reconstruido, deconstruido. La sala capitular es en tapia; el claustro, en adobe. El coro es más antiguo, en piedras blancas del lugar, pero los incendios lo han ennegrecido. Es el incendio también el que ha fundido las grandes campanas, y las que el hermano herrero ha martilleado son pequeñas y chillonas. Un círculo de troncos forma la biblioteca, la cual contiene, además de las fruslerías canónicas, la Vida de San Martín, la Vida de San Jerónimo y muchas tonterías sabias de antes de la Revelación. Muy cerca de la biblioteca, la enorme cabaña de dos plantas, donde se come y se duerme. Todas estas edificaciones han caído allí como los dados de un cubilete. La vista no encuentra nada que sea hecho para durar. Lo llaman el desierto, la ermita, Saint-Michel-en-l’Herm. Esto le conviene a Èble. Solamente ha hecho fortificar el islote con buena piedra blanca de Luçon, traída por agua sobre barcazas, para que se sepa de lejos que esta cabaña es de Dios, es decir, de Èble, abad, quien tiene el don de apaciguar el fuego, aunque lo escupa un dragón vikingo. Èble es este hombre de talla y corpulencia mediocres, pero con cabeza de estopa completamente blanca y remarcable, que considera el agua, en un mes de mayo próximo al año mil.
Esta agua no es exactamente agua.
La isla enana está ubicada justo en la embocadura, frente al mar, donde dos ríos se unen; a la derecha, el Lay; a la izquierda, el Sèvre: y esta unión es precisamente fecunda en arenas, en lodos, en conchas de ostras, y en todos esos desechos que los ríos calmadamente arrancan y muelen, vacas muertas y árboles caídos, desperdicios que los hombres arrojan por juego, necesidad o lasitud, y sus propios cuerpos de hombres arrojados a veces también por juego, necesidad o lasitud. De manera que no es el verdadero mar ni el río real lo que Èble tiene ante sus ojos, sino algo retorcido y revuelto: mil brazos de agua dulce, la misma cantidad de agua salada, la misma cantidad de agua ni dulce ni salada oprimen mil lotes de cieno azul nube, de cieno rosado y gris nube, de cieno rojizo, de arena inútil, donde el diablo, es decir, nada, sigue su curso. De cualquier manera, él es el único que puede poner el pie allí, porque todo lo demás, hombres, perros y caballos, ratas de campo, se hunde, en un abrir y cerrar de ojos, en un sudario de gases fétidos. Por allí solamente pasan las barcazas de fondo plano que llevan la pitanza de los monjes, sobre los brazos de agua, e incluso esta agua es tan fina que hay que servirse de grandes pértigas para navegar sobre el lodo. No es la tierra, puesto que las gaviotas graznan por encima de las anguilas, ni el mar, puesto que los cuervos y los milanos alzan el vuelo con una víbora en el pico. Èble no está seguro de que esto le convenga: es como cuando no se sabe bien si el prado de Longeville es de Barba Tuerta, Espada Larga o Cabeza de Estopa, y entonces es necesario desenfundar el hierro, organizar los parloteos, para decidir si Longeville es de uno de los tres o de los tres a la vez, que es como decir del diablo. Èble piensa un instante en su hermano Guillermo y se enternece al recordar a ese hombre de fuego, que no es el diablo. Imagina a Guillermo, jubón, cota de mallas y casco, estopa rubia al viento, lanza en lo alto, cabalgando firmemente sobre esa marisma, sobrevolándola con un galope de ángel, de San Jorge. Èble sonríe, lo cual no se ve, porque lo vemos desde muy lejos y de espaldas, acodado sobre las fortificaciones, pequeña silueta completamente negra que lleva en el extremo la cabeza resplandeciente: porque es un monje negro, un benedictino, bien recortado y visible sobre la caliza blanca.
Ese mismo atardecer de mayo, después de vísperas y nona, a la hora de las primeras lámparas, antes de los salmos cantados, reúne a todos sus monjes en la sala capitular: una quincena de patricios como él, atraídos o relegados allí por la lectura violenta de la Vida de San Martín, por su valentía, por su cobardía, por un hermano que quiere reinar solo porque el feudo es pequeño y, quién sabe, algunos, por Dios. Varios hermanos laicos también, clérigos del pueblo, llamados allí por el abrigo y la escudilla, y, algunos, por el deseo de los libros. Se escuchan las gaviotas y los rumores del agua. Èble los mira uno por uno bajo las primeras lámparas que bailan sobre los rostros, los rostros afilados, los rostros gruesos, los apabullados, los ardientes, los tranquilos. Luego hace la señal de la cruz y los demás también, con grandes sombras de brazos sobre la tapia. Deja pasar todavía un momento de silencio —sabe cómo se reina, ha parloteado reñidamente con Luis, el difunto rey de Francia, con Alano y Eudes, incluso, con una sonrisa y lindas palabras, ha arrebatado feudos a Guillermo Espada Larga, hijo de vikingo y él mismo casi vikingo—, deja que contemplen tranquilamente su cabeza de estopa, su boca, de donde va a salir un sonido diferente de aquel graznido de las gaviotas que mide el tiempo. Finalmente solicita al hermano Hugo, el joven, el clérigo, que se acerque a él y abra el Libro.
Le pide que lea el Tercer Día de la Creación.
La voz de Hugo es fuerte y joven, apabullada y ardiente. Lee: «Entonces Dios dijo: “Que el agua que está debajo del cielo se junte en un solo lugar para que aparezca lo seco”. Y así fue. A la parte seca Dios la llamó tierra y al agua que se había juntado la llamó mar. Y Dios vio que todo estaba bien. Tercer Día». Hugo tiembla un poco. Èble tiende el brazo hacia la ventana que da sobre la embocadura y dice: «Estamos en el segundo día. La tierra y las aguas no se han desembrollado. Del tótum revolútum que hay allá abajo vamos a hacer algo sobre lo que se pueda poner el pie. San Jorge debe poder cabalgar allí, y las vacas, pacer. En un año quiero plantar allí mi báculo y hacer que se sostenga sin que las grandes fauces de abajo lo engullan». De nuevo, las gaviotas. Luego cantan los salmos.
Al día siguiente, antes del alba, toman las dos barcazas de la abadía, las ponen en el hilo de agua, van a buscar brazos que separarán el tótum del revolútum. El abad Èble forma parte de la expedición y Hugo también. Cada uno sentado en una barcaza y dos comparsas, detrás de cada uno, con pértigas. Los brazos que van a buscar los conocen un poco, son los que pescan para sí mismos y para los monjes, y que habitan en los islotes cercanos, Grues, La Dive, La Dune, Champagné, Elle, Triaize. De una barcaza a la otra, en el marjal, bromean sobre estos indígenas, que huelen a pescado. Dicen que adoran la lluvia como a un ídolo errante. Dicen que recubren muy piadosamente las cruces que les han plantado con miel, les ofrecen despojos de pájaros, piedras planas. Admiten que son de gran tamaño y, a menudo, hermosos, brazos de hierro, ya que los miasmas de la marisma se llevan a tantos en sus primeros años que los que quedan son de hierro. Admiten que son mansos. Los van a ver de vez en cuando, les hablan de la Salvación, ellos escuchan recatadamente pero no entienden bien la lengua. Sin embargo, entienden bastante bien cuando les dicen: tantos toneles de arenques en el monasterio para Navidad, tantas rayas de clavos y carpas para Pascua, tantas sardinas para el ordinario. «Es porque son mitad pescados», dice Hugo. «Sin embargo, los hemos bautizado», dice Èble. Ríen, el cielo enorme y pálido sobre estos pequeños monjes negros ríe también con sus gaviotas.
Desembarcan en Grues, La Dive, Triaize. Cabañas con pescados secándose, una o dos vacas errantes. Reúnen a los pescadores o sus mujeres, los que estén: los rostros afilados y los gruesos, los apabullados y los ardientes, los cuerpos diversos en túnicas que se parecen bastante a la cogulla de los monjes, salvo que no son necesariamente negras. Hacen sobre ellos la señal de la cruz, se sientan. Les dicen que van a desecar la marisma al pie de Saint-Michel, transformar el lodo en roca, hacer un milagro. La palabra milagro, desde que han empezado a hablarles de estos, la han retenido, aguzan mejor las orejas. Este milagro necesita sus brazos. Les dicen que esa tierra milagrosa y el ganado que albergará serán mitad de ellos, mitad de los abades. Les dicen que aquellos a quienes atraiga esta perspectiva deberán seguirlos de inmediato y establecer su choza en el prado del monasterio, durante mucho tiempo, en cada estación cálida; y que podrán regresar a sus hogares de octubre a mediados de mayo, cuando la marisma vuelve a ser verdadero mar y río real. Es Hugo quien lo explica, con su bella voz ardiente, y Èble agrega que, además de la tierra recobrada y el ganado, recibirán la Salvación. Los indígenas hablan extensamente entre ellos, algunos regresan a sus redes, otros, no. En La Dive, dos parejas con sus hijos ponen una barcaza en el agua y siguen a los monjes; en Grues, un anciano mudo y dos jóvenes; en Triaize, nadie. Atracan en Champagné.
Es mediodía. Tienen hambre.
Seis monjes negros suben los peldaños del puerto de Champagné, helos en medio del círculo de cabañas. En Champagné, los hombres también tienen hambre, todos han regresado, han recogido las redes y las nasas, el pescado se cuece sobre grandes fogatas. Para más tarde las explicaciones, la contratación, la Salvación: seis monjes negros se sientan desordenadamente entre los pescadores, hablan de esturiones, de lucios, de la estación cálida. Ríen, las escudillas humeantes se llenan. Èble no ha trabado conversación con nadie, se ha sentado solo, está cansado, irritado consigo mismo, se pregunta por qué se le ocurrió ayer meterse con el curso de las aguas, qué orgullo, qué fraude del diablo. Le tienden una escudilla, levanta la mirada. Sobre él, una mujer muy joven y bella, muy seria, se la ofrece con la mano abierta. Tiene la nariz y los labios fuertes, los ojos muy abiertos. Es grande y blanca de piel. Los pies descalzos son de mármol. Èble empieza a arder al instante.
Èble es después de todo hermano de Cabeza de Estopa, es hora de decirlo. También arde. Es verdad que su fuego no toma la forma de una masa reluciente al galope, cota de mallas, jubón y chatarra con una lanza en el extremo; su fuego es más sutil, menos ruidoso... Sus dos fuegos más bien. Puesto que sus dos pasiones, que vienen del fuego, que se incuban sin cesar bajo el capuchón negro en la cabaña de Saint-Michel como se incubaban bajo la mitra de oro en Saint-Martial de Limoges, entre las humaradas de incienso, sus dos ascuas, las ha guardado: la gloria y la carne. La gloria, que es el don de propagar el fuego en la memoria de los hombres, y la carne, que tiene el don de consumir a voluntad el cuerpo en una llama aguda, un rayo. Y esta gran mujer que está de pie frente a él, que ya se aleja sobre sus pies de mármol, es la vertical sin freno del relámpago.
Atardece, el gran crepúsculo es rojo. Después de Champagné, los seis hombres negros han lanzado sus cebos de ganado y Salvación en Chaillé, Île-d’Elle, La Dune, Le Gué y la pesca ha sido buena. Más de treinta barcazas los siguen cargadas con muchos brazos, hombres, mujeres, niños, algunas vacas grises. En una de estas barcazas va la mujer de Champagné con su marido, el pescador. Èble la mira y ve que Hugo la mira. Ella mira el agua.
Mayo llega a su final.
En la biblioteca, tienen los libros que hablan de tierra y agua, como los dos versículos del Tercer Día, pero más bruscamente: los de los capitanes, que siempre necesitan desecar algún agua para que veinte legiones pasen sin mojarse los pies, con catapultas y caballos, César, Constancio; los de los historiadores, que cuentan cómo hacían los tiranos con cabeza de estopa para poner una montaña en lugar de un lago, en lugar de la montaña, un torrente, Dion Casio, Tácito; los de los catacaldos y los agrónomos, Plinio, aquellos que lo han comentado, aquellos que lo han refutado; y Agustín, quien demuestra que la materia y el milagro se imbrican como mortaja y espiga. Todos están inclinados sobre estos libros, discuten acaloradamente, hacen planos, deciden el material necesario, la repartición de las tareas. Èble no participa y se aburre. Piensa con ternura en las cóleras de su hermano, quien ya está completamente armado sobre su caballo, quien parte a todo galope, que él no ha sabido retener. Tampoco él se retiene. Abre la puerta de la biblioteca. Es una mañana de llovizna de mayo, se pone el capuchón sobre la cabeza. Llega al prado donde están instalados los mansos salvajes que creen en el...

Table of contents

  1. CUBIERTA
  2. PROSAS Y MITOS
  3. MITOLOGÍAS DE INVIERNO
  4. EL EMPERADOR DE OCCIDENTE
  5. ABADES