¿Quién escupió el asado?
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¿Quién escupió el asado?

Subcultura y anarquismos en la posdictadura. Uruguay 1985-1989

Diego Pérez

  1. 240 pages
  2. Spanish
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¿Quién escupió el asado?

Subcultura y anarquismos en la posdictadura. Uruguay 1985-1989

Diego Pérez

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Subcultura y anarquismos en la posdictadura es un ensayo producto de una investigación que pretende rememorar aquellas expresiones juveniles libertarias de resistencia a la cultura del miedo impuesta por la sociedad uruguaya neoconservadora. Aborda las experiencias de un fragmento social marginal que, entre 1985 y 1989, se manifestó bajo la superficie de las normas y las costumbres, a partir de la exploración de formas de vida y manifestaciones artísticas experimentales, como revistas subterráneas, punk rock, poesía performática, grafiti y grupos de teatro alternativo, y que, reunidos en cooperativas artísticas y redes sociopolíticas, constituyeron nuevas posibilidades para la resistencia.

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Information

Year
2021
ISBN
9789915936208

La explosión
del fermento marginal

Otra cronología y una nueva mirada sobre la subcultura parricida

Sting a mí ya no me puede decir más nada. Sí me puede decir un pibe que quizá está arriesgando, poniendo su vida en algún lado, que yo desconozco. Ahí es donde tengo ganas de mirar. Quiero ver los grupos uruguayos.
INDIO SNDIOOLARI, 198842
En este marco caracterizado por la represión sistemática del Estado contra las juventudes, y con una ministra de Cultura, la señora Adela Reta, que veía el punk como un mal a erradicar —asociado a la violencia, lo promiscuo y el consumo de drogas—, las expresiones underground continuarían construyendo los códigos que darían paso a un nuevo y transgresor lenguaje.
Por un lado, se encuentran quienes intentan crear una cronología de la movida rock ignorando su base subcultural. Toman como referencia el Montevideo Rock I, en noviembre de 1986, extendiéndolo hasta el Montevideo Rock II, en febrero de 1988. Entienden que quince meses fue lo que duró el auge de lo que por esos años comenzó a llamarse rock nacional. Desde esta interpretación, 1987 significaría «el año que se volvería un punto de inflexión descendente en la historia del rock uruguayo posdictadura» (Mauricio Rodríguez: 2012). Afirman que a partir del Franzini podemos comenzar a hablar del principio del fin, el cual dura hasta que Los Estómagos realizan su último show, en 1989, en las instalaciones del ya desaparecido cine Cordón.
Esta cronología puede sostenerse si hacemos énfasis únicamente en una parte de la escena rock, una neonata expresión que saltó, gritó y se estrelló en los escenarios —estadios—que el prematuro mercado ofrecía. Ello no fue más que la borra de ese fermento juvenil que, al margen de la cartelera en exposición, creó sus propios espacios de expresión cuando la movilización aperturista de 1983 fue cooptada por las burocracias partidarias. Aquellos jóvenes del 85 «empezaron a hacer cosas que estoy seguro no estaban previstas» (Ganduglia: 2019) por una partidocracia que intentaba calmar las tensiones ante la aparente y frustrada lucha parlamentaria.
Entre el Montevideo Rock I y la posterior aprobación en el parlamento de la Ley de Caducidad, comenzó a emerger entre quienes iban cantando «el mundo fue y será una porquería, ya lo sé» ciertos espacios, en la zona metropolitana, que tejían fuertes vínculos con las expresiones que paralelamente se desarrollaban en zonas céntricas de la capital. Aquí no existía el cbgb, tampoco el Vortex, ni el Roxy, ni Max, ni Rat, el Marquee, ni mucho menos algo parecido al Club 1000. Sin embargo, en todos los asfaltados y globalizados antros surgieron clones que, aunque sus pieles no sean tan blanquitas ni pálidas como las células madres (básicamente, sajonas), «pasan por auténticos punks», señalaba Juan Carlos Kreimer (1978), para quien «look + actitud da una portación de imagen que te hace creer que sos uno de veras —y te autoconvencés que sos eso—» (ibidem, p. 333).
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A inicios de los ochenta, tanto en Pocitos o Villa Dolores como en Pando y en Empalme Olmos, florecieron pequeños núcleos identificados con la necesidad de construirse una punkitud, una forma de vida diferente que se manifestase no solo en las letras sino también en la estética, una inquietante denuncia del régimen de características cívico-militaristas imperante, y de ciertos aspectos de una idiosincrasia que el Uruguay arrastraba desde hacía largo tiempo. A un par de años de terminada la dictadura, 1987, al contrario de una merma, para muchos significó la eclosión de la bronca contenida durante tiempo y la posibilidad de utilizar el arte para manifestarse y perpetuar el combate contra el sistema. Tal como recuerda Néstor Ganduglia (2019),
quienes éramos jóvenes en aquel momento tuvimos la sensación de que incluso los sectores de izquierda en ese momento empezaban a ganarse rinconcitos en los estamentos públicos o en todo el aparato político […] Sentíamos que en buena medida estábamos solos protestando contra todo.
La posibilidad de expresarse multiplicó ideas y permitió generar espacios en los que la discusión sobre el problema de los derechos humanos extendía el análisis a la actualidad, identificando abusos y procedimientos ilegales en las detenciones que funcionarios del Ministerio del Interior realizaban en la noche y sobre las juventudes. De los estadios se pasó a los clubes, boliches, plazas y pequeños teatros (Moura: 1989). El año 1987 mostró una transformación del público rock, que dejaba de ser uniforme y multitudinario para transformarse en marginal y diverso. Apareció entonces un espacio que algunos denominaron como rock subte, para referirse a aquellas propuestas artísticas que se manifestaban por fuera del círculo comercial y de la euforia aperturista. Este fenómeno fue el que catapultó a Los Tontos en aquel Franzini43 de 1988.
A cinco semanas de votada la Ley de Impunidad, Juan Casanova, increpado por haber tocado para la lista cbi, comenzaba el show expresando: «Estamos aquí por y para ustedes. No crean que somos parte del sistema». En las afueras del Franzini, un grafiti expresaba: «¡Traidores acabados!», junto a otro que decía: «Los que tocan acá son unos caretas». Adentro, en el escenario de dicho estadio, Renzo Teflón, del grupo Los Tontos, esquivando bizcochazos, retrucaba: «Yo no entiendo por qué la Intendencia no pone las cuevas donde viven ustedes, más lejos de la ciudad…» (Solo Rock n.º 11, p. 6).
Con todo, los jóvenes periodistas que escribían en la prensa liberal evaluaban el evento como un avance en lo que entendían como «desarrollo evolutivo» del género rock. Interpretaron el aumento de público no solo con cierta utilidad política, sino también como una posibilidad económica, siendo los primeros en intentar promover la modernización del fenómeno a través de la búsqueda de patrocinadores que dinamizaran el mercado de conciertos y producciones. Ante ello, culminando 1987, Santiago Tavella, integrante del incipiente Cuarteto de Nos, señalaba que el rock como movimiento, y conjuntamente la calificación de rock nacional, era una ficción creada con intereses sobre todo comerciales: «No sé si se está inflando un globo que en cualquier momento hace pufff…, ¿no?» (revistas Solo Rock n.º 3 y Tranvías & Buzones n.º 3). De esta forma, es importante observar cómo luego de algunos años de crecimiento el carácter espontáneo del fenómeno se estaba perdiendo; la masificación le quitó el carácter transgresor.
Algunos críticos musicales y productores interpretaban el año 1987 como una etapa de cambio debido a que la efervescencia inicial se había agotado a causa de la escasa modernización de las producciones y la displicente profesionalización de los músicos. Enrique Pereyra sostenía que «la etapa contestataria se termina muy rápido», y que al género rock le sucedió lo que al canto popular en 1985: funcionaron mientras tuvieron una utilidad. El conductor del programa radial Rock hasta el Mediodía, en El Dorado FM, entendía que en 1985 se podían admitir grupos que sonaran mal pero que dijeran algo conmovedor. Incluso este tipo de propuestas se extendió hasta fines de 1986. Pero ya no tendrían sentido en 1987. El problema de la profesionalización de los músicos, la ­modernización de las estructuras tecnológicas y la capacitación técnica eran, a los ojos empresariales, los principales elementos que generaban lo que llamaron crisis o bajón de un fenómeno que se resistían a catalogar de movimiento. Según Alfonso Carbone, «el público ya exige también un crecimiento a nivel de ejecución; ya no solo de energía».
Desde otros ángulos y espacios diametralmente opuestos a la lógica mercantil, empezaba a circular aquella frase de la banda inglesa Crass (1978) que expresaba como una cachetada la idea de que punk is dead (el punk murió), y que el escorpión puede atacar, pero el sistema le robó el aguijón. Un importante sector entre quienes adhirieron al Montevideo Rock I ya no se identificaba con las formas que tomaba aquello que algunos llamaban movimiento, y opinaba que no era la falta de profesionalismo de los artistas lo que generó el supuesto declive, sino la irrupción del mercado, los productores, las empresas, sus ofertas y posibilidades. «A la gente que busca lucrar con nosotros no le interesa que pensemos, porque podríamos derrumbar un castillo de humo», señalaban Adriana Moreira e Inés Tejeira para la revista subterránea Kamuflaje n.º 5, en 1988.
Las expresiones más originales en lo artístico fueron moduladas por un mercado que monopolizó la difusión, censuró temas, generó conductas y disciplinó discursos. Alejandro Traversoni (1988, p. 4) lo expresaba así: «Lo que vimos, sí, es lo que ha pasado con el rock nacional: la institucionalización de lo que originalmente fue un movimiento espontáneo, la transformación del grito rebelde en queja achacosa».
Si existía un público exigente, adherido a convicciones políticas más radicales, significaba una minoría alejada del espíritu masivo que, por cierto, después del Franzini comenzaría a decrecer. De esta manera, las cuevas en Uruguay vinieron después del «éxito» (Peveroni, 2017). Luego de que el Partido Colorado intentase generar algún rédito y de que Jaque dejara de prestarle atención a un fenómeno que escapaba a sus intenciones. Comenzaron a emerger expresiones que involucraban a actores que lejos estaban de añorar el éxito inmediato, la promoción estatal, la publicidad, el dinero de las empresas multinacionales y el reconocimiento popular.
Esta transformación del fenómeno, más que una decadencia, significó una renovación en las bases de esta subcultura que en su cúspide tuvo al rock como expresión sobresaliente. En 1988, se multiplicaron las revistas subtes y los espacios de teatro alternativo. Las cooperativas artísticas (cooperativa Cabaret Voltaire, Cooperativa del Molino, Brigada Metálica) se disolvieron y generaron nuevas redes. Los fines de semana se hacían toques en lugares más pequeños y con menos personas. Se sucedieron diferentes movidas para recaudar fondos y denunciar la represión. La acción política cobró vida a través de formas auténticamente libres de expresión.
Una nueva minoría surgía de aquella que hacia agosto de 1986 se había transformado en masa, instaurándose en un espacio que intentó conmover los parámetros conceptuales, estéticos y éticos que regían la atmósfera cultural y política uruguaya.

¿Punk y dadá?

La obra se acaba o comienza a ser tal en el lugar donde se apoya.
OSCAR PÉREZ, revista Abrelabios, 1987
El primer Cabaret Voltaire se realizó entre el 10 y el 17 de mayo de 1986, en las instalaciones de la Alianza Francesa, en dos sábados consecutivos. Como un eco de la experiencia en la Zurich de 1916, la propuesta intentó eludir los moldes comerciales de la producción y difusión del arte (Canale: 1987; Forlán Lamarque: 1987). Fue un espacio desde donde manifestar el inconformismo, la negación, la desobediencia y el placer, por fuera de la lógica del rock-negocio. Intentó demostrar, en una ciudad paralizada, que el arte puede hacerse con cualquier cosa y que cualquiera puede hacer arte. Si dadá constituyó el antiarte, el punk significó la antimúsica. Cabaret Voltaire fue Dadá y punk.
La siguiente temporada se hizo en agosto de 1987, en el teatro del Anglo, en la sala ­Millington-Drake. Baltar explica que en aquella oportunidad intentó formar una cooperativa autogestionada para generar una continuidad. La experiencia marcó un precedente sobre otras formas de organización y manifestó un rechazo al restaurado circuito cultural convencional en la posdictadura.
Un cabaret político, una manifestación dionisíaca, una sacudida a la esclerótica ciudad. Más que un acto visceral y perverso. Cabaret Voltaire significó una posibilidad cuando hay vena en una atmósfera que libera cuerpos e ideas. Era la primera vez de muchas cosas juntas entre sacones grises y cigarrillos en gélidas madrugadas. Allí se trató de desatar el nudo asfixiante que al embanderarse todo lo niega y prohíbe. Se permitieron el encanto por la novedad.
La sociedad de la gerontocracia fue representada por Bardanca en Un poema que se va haciendo viejo:44
Vivo en un país de viejos.
Donde los viejos no respetan a los jóvenes.
Y todos los viejos que no respetan
a los jóvenes se mueren,
y solo quedan viejos jóvenes y jóvenes
viejos.
Tan solo
un espectro el país entonces
todavía con un viejo temor
al ridículo
de morir joven.
001
2323__pe...

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Pérez, Diego. (2021) 2021. ¿Quién Escupió El Asado? [Edition unavailable]. Alter ediciones. https://www.perlego.com/book/2390995/quin-escupi-el-asado-subcultura-y-anarquismos-en-la-posdictadura-uruguay-19851989-pdf.

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Pérez, Diego. ¿Quién Escupió El Asado? [edition unavailable]. Alter ediciones, 2021. Web. 15 Oct. 2022.