Florentino Ameghino y hermanos
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Florentino Ameghino y hermanos

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Florentino Ameghino y hermanos

About this book

A finales del siglo XIX, las ciencias en la Argentina eran un mundo por construir. En particular la arqueología y la paleontología, la investigación del pasado remoto. La palabra prehistoria apenas se usaba. En ese entonces, hacia 1870, un joven llamado Florentino Ameghino, maestro en una escuela de Mercedes, en la Provincia de Buenos Aires, decide cambiar su profesión por la búsqueda de huesos, de las huellas de la vida antigua en el continente americano.Con la ayuda de sus amigos de Mercedes y Luján y una capacidad de trabajo a prueba de cualquier contratiempo, Ameghino inicia una carrera fulgurante. Sus descubrimientos, su talento para que alcancen notoriedad pública, lo vuelven una figura de referencia. En 1878 viaja a París para la Exposición Universal, escribe libros, compra y vende piezas paleontológicas, aprende –de la mano de colegas y comerciantes europeos y estadounidenses- a observar estratos, a preparar fósiles, a clasificarlos. Se casa y regresa a Buenos Aires, donde suma a sus hermanos a su cruzada, rastrea en el norte y en el sur los restos que validen sus teorías, se bate en polémicas con colegas argentinos y extranjeros que desconfían mientras otros aplauden sus hallazgos, presiona a las autoridades nacionales y provinciales para que apoyen sus investigaciones y funden un Museo. Nunca solo, pero –a veces- mal asesorado. O por lo menos, sorprendido por la política de un país imprevisible. Cuando muere en 1911, nace el Sabio Nacional.Irina Podgorny, con una prosa exquisita y una investigación exhaustiva, reconstruye la vida de Florentino Ameghino y las tramas del saber y la política, de la prensa y la enseñanza, donde batalló sin descanso, con suerte diversa, pero sin rendirse jamás. Su libro es una biografía de una figura impar y de una Argentina que en muchos aspectos todavía estaba en formación, que premiaba el rigor pero también los emprendimientos de los aventureros y los cantamañanas.

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Information

Publisher
EDHASA
Year
2021
eBook ISBN
9789876286039
Edition
1
Primera parte

Capítulo 1
La prehistoria y el preceptor de Mercedes

EL INFORME DEL INSPECTOR TRINIDAD OSUNA

Mercedes, la Perla del Oeste, situada sobre el río Luján, a cien kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, conectada mediante el ferrocarril con el puerto y las provincias, contaba, según el censo de 1869, con 8.146 habitantes, de los cuales más de mil niños se encontraban en edad escolar. Cuando el inspector escolar Trinidad Osuna visitó la ciudad en 1876, sumaba cinco establecimientos educacionales importantes: el Colegio Municipal de Varones, el Colegio Franco-Argentino de Eduardo Vitry, el Seminario Anglo-Francés, el Colegio Hispano-Argentino y la Nueva Escuela de enseñanza primaria, elemental y superior, orientada hacia lo mercantil. El Colegio Franco-Argentino impartía enseñanza científica, comercial y literaria en idiomas inglés y francés; en un departamento anexo, la hija del director-propietario atendía la Escuela de Niñas. El Colegio Hispano cultivaba la educación religiosa, científica y literaria, incluyendo la historia natural y agregando portugués a los idiomas brindados por los preceptores del establecimiento. Por su parte –señalaba el inspector– Luis Traverso, el director de la escuela municipal de varones, había ideado un procedimiento para asegurar la disciplina: los alumnos con buena conducta tenían asueto a las once por el término de una hora para ir a almorzar. Más allá de esta innovación, la escuela municipal se destacaba por cierta inconsistencia en sus registros: “En el libro de matrículas aparecen anotados 234 alumnos; la asistencia media, sin embargo, fluctúa entre 100 y 110, debido mas que nada á la falta de local, de asientos y de personal docente; pues el actual ayudante, según informes fidedignos, de acuerdo con lo que pude observar, carece de las dotes pedagógicas necesarias, á mas de ser sumamente corto de vista”. El ayudante, de unos veinte años de edad, se llamaba Florentino Ameghino.
Irritados por estos comentarios, los diarios de Mercedes publicaron el informe de la comisión examinadora como un acto de cumplida justicia que hacía honor al viejo y competente director de la escuela: sobre 93 niños examinados, 38 habían merecido la calificación de distinguido y 36, la de bueno. No obstante, reconocían la diferencia entre el número de alumnos contabilizados, causada por la insuficiencia del salón para contener un número tan crecido de niños, a cargo de un solo preceptor y su ayudante, motivo por el cual muchos padres habían retirado a sus hijos para ponerlos en escuelas particulares. También se sentía la falta de útiles y materiales, remedados por el sueldo del director. Se pedía, por lo tanto, el ensanchamiento del colegio o la división en cuatro escuelas con cuatro preceptores. La comisión llamaba a llevar adelante estas reformas, mejoras que “todos tenemos el derecho de esperar de la completa actuación de la nueva ley sobre la educación común”, que había entrado en vigor hacía unos pocos meses.
Por entonces, la enseñanza privada había alcanzado un notable desarrollo en los principales centros urbanos de la provincia y competía en respetabilidad con las débiles escuelas del Estado. En esos primeros meses de la implementación de la ley, el informe del inspector Osuna terciaría en la elección del reemplazante del malogrado Traverso, quien, inesperadamente, en el inicio de 1877, dejaría vacante el cargo de director. Para relevarlo, el Consejo Escolar recibió cuatro solicitudes, dos de ellas suscriptas por el subpreceptor de otra escuela y un joven recién iniciado en la carrera del profesorado. La tercera estaba firmada por el francés Eduardo Vitry, reputado educacionista de la zona con experiencia en otra escuela de San Antonio de Areco y en la escuela francesa de Mercedes. La última era la del subpreceptor Ameghino, reconocido por los servicios prestados al municipio en campañas tales como la demolición del tajamar del molino local, fuente de exhalaciones pútridas e insalubres.
En cada oportunidad que se otorgaba un empleo público, los periódicos se plegaban a la razón que habían asumido en la vida pública argentina: transformar en política de facciones los conflictos entre los particulares y los actos más nimios de la administración. Los numerosos periódicos de Mercedes tomaron partido, apoyando a uno u otro candidato. Pero otros también solicitaron sacar el puesto a concurso para evitar los favoritismos, actuando con independencia y en consonancia con la ley. En abril de 1877, una parte del vecindario pediría completar la vacante con el señor Ameghino. “Un padre de familia” protestaría, expresando que el candidato era demasiado joven, trayendo a colación la observación del inspector Osuna y agregando: “Está demasiado ocupado con sus fósiles, a los que se ha dedicado con un ahínco que lo honra, pero que no constituye una esperanza de que prefiera la educación de los niños, a la descubierta de estos”. El director del periódico publicaba esta carta y la objetaba: Ameghino cultivaba los estudios científicos en sus horas de descanso, después de haber cumplido con los deberes de su cargo, probando con ellos su amor a la ciencia. Cuestionaba, asimismo, el juicio del inspector. Hablando en nombre de los mercedinos, reflexionaba: “Sabemos cómo esos señores aprecian los hombres que viven en la campaña, a vuelo de pájaro o por el traje que llevan puesto. Y como el señor Ameghino no es muy paquete que digamos, es posible que el Inspector haya juzgado el traje de aquel y no sus conocimientos profesionales”. Él, que no había cultivado jamás su relación, podía referirse a Ameghino con toda libertad: un hombre honrado, inteligente, apasionado por el trabajo.
Eduardo Vitry salió al ruedo. “Ameghino es demasiado joven, yo soy demasiado viejo.” No se proponía defenderlo, pero no podía soslayar que su dedicación a las ciencias naturales valía más que ocupar su ocio en los cafés, “como probablemente lo hace el padre de familia que critica el estudio en un joven”. En cuanto a él, con sus cincuenta y cuatro años de edad, se creía más capaz de dirigir cualquier establecimiento de educación que un cuarto de siglo antes, cuando, en Buenos Aires, había dirigido el Colegio de las Naciones con cuatrocientos discípulos. Vitry continuaba: “Tengo un año menos que Bartolomé Mitre y creo que Mitre es tan capaz de ser Presidente de la República como nunca lo ha sido [...] El malogrado D. Luis Traverso era de mi edad y quizás me ganaba en años y regenteaba muy bien su escuela”. Sin duda, Vitry conocía las reglas del ataque y la defensa en la prensa: en la década de 1850 no sólo había dirigido un colegio sino también L’Union, un periódico en francés, cuestionado por Sarmiento en El Nacional, el diario dirigido entonces por Avellaneda. Las escuelas particulares, la creación de diarios, la pluma educada a favor de una facción de la escala que fuera florecían en la pampa, formando argentinos en la naturalidad de esa lógica y de la pródiga gracia nacional.
Los mecanismos y argumentos de este episodio –los enfrentamientos por el puesto de director de la escuela municipal de varones, un cargo que finalmente obtuvo– marcarían las estaciones de la vida de Ameghino: la del joven preceptor de Mercedes, la del naturalista de Buenos Aires, el profesor de Córdoba y el gran sabio postergado en su librería de La Plata. El apoyo en la prensa y las solicitadas anónimas firmadas por “un amigo”, “un aficionado”, “un padre” o “un vecino” se repetirían toda vez que estuvieron en juego los recursos o el empleo del Estado. Las reglas de la pampa copiaban las estrategias de la política conservadora y las de los charlatanes de feria, esos que curaban y ofrecían remedios milagrosos, agitando los diarios con testigos y campañas encabezadas por “los amigos de la verdad”. ¿Por qué no hacerlo? A fin de cuentas, la profesión de charlatán había tenido éxito, gozando de más de medio milenio de buena salud al compulsar, según criterios plebiscitarios, la verdad y la falsedad en la plaza y en los periódicos. Pero a diferencia de ellos, que no escribían ni construían nada, la lógica facciosa de la vida científica fue sedentaria. Así nacieron instituciones, museos y colecciones para el bien del país y de los habitantes de buena voluntad que habitaron la nación argentina.
La prensa, por otra parte, propagó muchas novedades. Conectada a la red de cables, telégrafos, corresponsales o correo, definiría la circulación de las primicias científicas. Leyendo esos periódicos, repletos de invenciones y de inflamación por la ciencia, se despertaron deseos de emulación, de producir electricidad para el pueblo, anestesia para los sufrientes. Y, también, de encontrar la prehistoria del Plata.

LA PREHISTORIA Y LA ANTIGÜEDAD DEL HOMBRE

En la segunda mitad de la década de 1870, prehistoria era una palabra relativamente nueva en el vocabulario de las lenguas europeas. Denotaba un nuevo campo de conocimiento y la consolidación internacional de determinadas tradiciones académicas. Este término, que se aplica a los períodos del pasado humano carentes de testimonios escritos, fue discutido por la incongruencia que planteaba al sugerir la existencia de un momento de la humanidad cuando esta habría carecido de historia. De procedencia escandinava, fue acuñado en inglés alrededor de 1850 y empezó a ser aceptado recién a partir de la década siguiente gracias a unas conferencias publicadas en Londres en 1865 bajo el nombre de Pre-Historic Times. “El pasado sin palabras”, la historia de la humanidad más remota y la de los pueblos sin escritura, le debía todo a las piedras, a los huesos y a la basura.
La nueva disciplina, denominada arqueología prehistórica o geológica, un puente entre los tiempos geológicos y los de la historia, aceptaba la contemporaneidad del hombre con la fauna extinguida del continente europeo: el mamut, el ciervo de astas gigantes y el rinoceronte peludo. En Francia, las exhibiciones universales de 1867 y 1878 y sus congresos antropológicos ayudaron a su consolidación. Desde 1865 contó con sus congresos específicos, una iniciativa del francés Gabriel de Mortillet y el marco donde se afianzaría la clasificación e internacionalización de las edades prehistóricas. Pronto chocó con la consolidación del americanismo, esa disciplina definida por el continente y que desde 1875 reunió en otros congresos a los historiadores, diplomáticos, coleccionistas, políticos y hombres de letras interesados en la historia y la geografía del territorio americano. En su segunda convocatoria (Luxemburgo, 1877), de la que participaron los argentinos Vicente Quesada y Juan María Gutiérrez, se debatió la antigüedad del hombre en América y la terminología apropiada: “La calificación de hombre prehistórico que en Europa es el hombre ante diluviano, cuyos restos se buscan en las osamentas fósiles, en América es, por el contrario, el hombre ante colombiano, pues nuestra historia solo comienza en la época del descubrimiento del Nuevo Mundo”. Mientras en Europa la distinción se basaba en la asociación con la fauna extinguida, en este continente se trataba de un acontecimiento histórico reciente. Por eso la expansión de la arqueología prehistórica hacia el Nuevo Mundo, empresa a la que se lanzó Ameghino, implicaba discutir este problema.
Juan María Gutiérrez, rector de la Universidad de Buenos Aires, celebraba que la cátedra de Historia Natural del Departamento de Ciencias Exactas ayudara a varios jóvenes a inclinarse al estudio de la naturaleza y del “hombre cual fue en tiempos anteriores a la conquista española”. Confiada primero a Pellegrino Strobel y luego a Giovanni Ramorino, ambos italianos, prohijó nuevas instituciones y varias colecciones privadas. Strobel, durante sus dos años de permanencia en América del Sur, informó regularmente a De Mortillet sobre sus hallazgos en San Luis, Mendoza y la Patagonia, defendiendo que la secuencia prehistórica europea no podía aplicarse a todas las regiones del globo por igual. En 1867 lo reemplazaba Ramorino, nacido en Génova, con experiencia de campo en Moneglia y graduado en Ciencias Naturales en la Universidad de Turín. Asistente de la cátedra de Zoología y Anatomía Comparada de la Universidad de Génova, había trabajado sobre el problema del hombre fósil en Europa y participado en la fundación del Congreso Internacional de Arqueología y Paleontología Prehistóricas. Miembro de la Sociedad Científica Argentina, en 1872 actuó en el establecimiento del Instituto Bonaerense de Numismática y Antigüedades. Asimismo, realizó varios informes para la Sociedad Científica, incluyendo uno sobre la piedra movediza de Tandil: “Un monolito colocado allí, tal vez por los indios peruanos, para perpetuar la memoria de algún hecho importante”.
Gutiérrez, al alabar el entusiasmo de los jóvenes, se refería a quienes habían decidido armar su reputación alrededor de las antigüedades prehistóricas y la antigüedad del hombre en la provincia de Buenos Aires: Estanislao Severo Zeballos y Francisco Pascasio Moreno. El primero, nacido en Rosario, hijo de un teniente coronel, exgobernador interino de Santa Fe, fue uno de los principales promotores de la Sociedad Científica Argentina (1872). Había estudiado en el Colegio Nacional y en la Universidad de Buenos Aires, donde se dedicó al Derecho y a la Ingeniería, obteniendo sólo el primero de esos títulos. Moreno, hijo de una familia de estancieros, financistas y comerciantes, dirigía desde 1877 el Museo Antropológico de Buenos Aires, creado bajo el auspicio del ministro Vicente Quesada. Según este amigo de su padre las frecuentes exploraciones patagónicas del joven habían suministrado numerosos datos sobre la antropología y etnografía de esas regiones.
En el norte del país, Juan Martín Leguizamón e Inocencio Liberani se topaban, en esos mismos años, con restos y ruinas de otro tipo. El primero, comerciante de Salta e hijo de un coronel de la Independencia, se educó en Córdoba y en Buenos Aires, para luego hacerse cargo de los negocios familiares. Iniciado en la política provincial en 1863, compartió su tiempo con los estudios anticuarios, antropológicos y arqueológicos, interesándose por las antigüedades indias, el origen del hombre, la discusión darwiniana y la exhumación de documentos para dilucidar los límites argentinos. Liberani, por su lado, había nacido en Ancona y estudiado en la Universidad de Roma, donde se diplomó en Ciencias Naturales. Llegó al Plata en 1873 como profesor del Departamento de Agronomía y del Colegio Nacional de Tucumán. Con sus recursos y la ayuda de sus alumnos inició la formación de un museo. En 1876, designado profesor de Historia Natural, Fisiología, Higiene, Física y Química en la Escuela Normal de Tucumán, Liberani encontró restos de animales fósiles y vestigios de una ciudad enterrada. Norteños y porteños se alinearían en los estudios prehistóricos de los pueblos nómades o sedentarios, en la Edad de la Piedra o la del Bronce según las evidencias halladas en sus provincias y según las redes de proveedores de objetos y de datos a su disposición.
En Buenos Aires, por otro lado, la atracción por los mamíferos fósiles tenía una historia similar pero algo más larga que el interés en las antigüedades de los indios. Los descubrimientos de huesos gigantescos en los pagos de Arrecifes, Luján, Salto, el río Salado, el Matanzas y el Carcarañá abundaban desde el fin del siglo XVIII. A través de distintas circunstancias, estos huesos se incorporarían en las redes internacionales del comercio de historia natural, creando un flujo que involucraba a distintos agentes e intereses. Hermann Burmeister, director del Museo Público de Buenos Aires desde 1862, se encaramó como el portavoz de esta enorme riqueza fosilífera, intentando regular su exportación y acaparando la descripción de nuevas especies para cimentar su nombre como la autoridad científica de la Argentina. Burmeister desdeñó tanto el interés en la prehistoria como muchas de las iniciativas –que lo incluyeran o no– surgidas en las décadas de 1860 y 1870 para fomentar las ciencias exactas y naturales en el país. La lista de personajes despreciados por Burmeister es larga: entre ellos, François Séguin, un confitero del Macizo Central francés, instalado en Buenos Aires desde la década de 1840, quien en 1855 vendió al Muséum d’Histoire Naturelle de París una colección de mamíferos fósiles en 36.000 francos. Atacado por la fiebre fosilífera, regresó al Plata en 1861 para continuar su trabajo ya por encargo de la administración del Muséum, regresando en 1867 con una colección ofrecida en 50.000 francos y que, según el confitero, contenía la prueba de la asociación entre la fauna extinguida y la humanidad prehistórica de las pampas. En Buenos Aires Burmeister le solicitó que, en servicio de la ciencia, le mostrara esos restos humanos pretendidamente antiguos. Séguin, inmutable, empacó y dejó el país. Burmeister llegó a la conclusión de que todo se trataba de un embuste comercial: la divulgación de la aceptación de la antigüedad del hombre en Europa “había dado a conocer al Señor Seguin el gran valor que podían adquirir, y por esta razón trató de aumentar el efecto de su nueva colección, llevando sus huesos fósiles a París e incluyendo entre ellos las primeras muestras del hombre fósil de la pampa”. Burmeister bien sabía de la avidez local por las noticias de Francia, donde por esos años se regulaba el precio de las colecciones. Agudamente, reconocía la relación de la ciencia con el mercado de historia natural, pero también veía que sus agentes, ocasionales o no, estaban al tanto de las novedades científicas de su época.

UN INFATIGABLE EXPLORADOR DE LOS SECRETOS DE LA TIERRA

Por esos años, Ameghino se iniciaba en la colección de animales antediluvianos, similares a los observados en el Museo de Buenos Aires. Un curioso más de la zona de Mercedes, uno de los tantos proveedores de los museos metropolitanos. Gracias a los contactos de Antonio Pozzi, el taxidermista genovés del Museo Público, envió un esqueleto de “hombre fósil” al Museo de Milán. Por entonces no tenía intenciones de dedicarse a estos temas, pero para el año 1873 había entrevisto la posibilidad de una carrera en este ramo. En un itinerario profesional recurrente entre los hijos de los artesanos y los pequeños comerciantes, Ameghino supo aprovechar la oportunidad de vivir en un territorio rico en fósiles, orientando sus actividades en función de las perspectivas de ascenso social que le ofrecían esas circunstancias y su red de relaciones. En esa faena, empezó a recortar los diarios, a registrar sus cartas y huesos, a guardar unos y otras.
No era el primero ni sería el último: Goethe y varios otros se habían archivado a sí mismos para aliviarle el trabajo a la historia. Quizá supiera de ellos. A fin de cuentas, había estudiado en la Escuela Normal de Preceptores de Buenos Aires, cuyos estatutos provisorios de julio de 1865 establecían que en el primer año, además de lectura, caligrafía, rudimentos de historia sagrada y argentina, métodos de enseñanza, la Constitución del país y de la provincia de Buenos Aires, había de aprenderse aritmética comercial y teneduría de libros. En el segundo año llegarían la historia universal, las nociones de astronomía para la inteligencia...

Table of contents

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Sobre este libro
  4. Créditos
  5. Índice
  6. Prefacio
  7. Primera parte
  8. Segunda parte
  9. Agradecimientos
  10. Bibliografía abreviada
  11. Sobre la autora