El baobab loco
Ken Bugul
Traducción de Antonio Lozano
Fodé Ndao habÃa logrado coger el fruto tan codiciado. Al verlo bascular en la copa del árbol envuelto en su terciopelo de color mostaza, color de la panza del cachorro de león, color de la sabana, el joven Fodé gritó de alegrÃa. La fruta, tambaleándose en el aire, cayó en espiral sobre el suelo tapizado de raÃces. Fodé la recogió con cuidado, la palpó para comprobar que no se habÃa reventado en la caÃda. Estaba intacta.
–Ven enseguida –le dijo a su hermana– mira qué larga es y cómo delata el terciopelo que la envuelve lo madura y buena que está. No hay que recoger el fruto del baobab hasta que no tenga este color oscuro. Los vientos de la sabana, el sol lo han hecho florecer y madurar. Ven, vamos a darnos un festÃn. Voy a partirlo.
Regresaron al patio de la casa familiar y encontraron en un granero vacÃo el lugar ideal.
–Ve a buscar un poco de agua –dijo Fodé– y si puedes pedirle azúcar a madre, haremos un ndiambâmé.1
Fodé Ndao acariciaba la fruta y la pelusa que la envolvÃa acabó por picarle.
Encontró un guijarro, se sentó sobre los talones, el busto inclinado hacia adelante, sobre la fruta que tanto le fascinaba y excitaba.
La madre estaba preparando el mijo del almuerzo para llevárselo al padre, que habÃa salido por la mañana temprano con sus dos hijos mayores al campo, donde pasarÃa el dÃa.
Era la época en que se araba con vista a las siguientes siembras de mijo y cacahuete.
–Ma, ¿me das azúcar? –suplicaba Codou, la hermana de Fodé.
La madre se desentendÃa. Sentada sobre la piel de cabra, con la calabaza entre los fuertes muslos que en tantos acontecimientos habÃan vibrado desde el dÃa en que el padre vino a pedirla en matrimonio, tenÃa la cabeza agachada sobre su mijo empapado en agua. Con una mano manteniendo la calabaza, mezclando con la otra, las piernas descubiertas, el busto desnudo, los pechos caÃdos como dos bolsas vacÃas, la madre se habÃa adormecido.
–¡Ma!...
Codou apoyó una mano sobre el hombro de la madre.
–Eh, ¿qué quieres?
La madre se despertó sobresaltada.
–Azúcar para echarle al ndiambâne –despreocupada, Codou añadió: «Fodé ha arrancado la fruta más hermosa del baobab».
La madre estaba exasperada:
–¡Ah, estoy harta de ti! Ven a ayudarme. Enciende el fuego y trae el caldero.
Retomando la calabaza, la madre monologaba:
–¡Ah, Dios, qué habré hecho yo para merecer una niña que no sirve para nada! Se pasa el dÃa corriendo con los chicos del pueblo, cazando pájaros y ratas salvajes.
Codou aprovechó ese momento para escapar.
–¡Ah, no, basta ya, quédate aquÃ, hija del pecado! Ve primero a llamar a Fodé Ndao. Le he pedido que me corte la leña. Otro gandul, le diré a su padre que se lo lleve al campo con él. ¿Dónde se ha visto a un hombre que se quede en casa? ¿Acaso no va a cumplir ocho años? Corre, ve a buscarlo y vuelve inmediatamente, ¡vaya persona que no hace nada, no vale nada, no sabe hacer nada!
Y la madre siguió mezclando el mijo.
De repente, se detuvo, volvió a llamar a Codou, que se dirigÃa desganada hacia el granero, removiendo con los pies la arena fina que, desde hacÃa una generación, bañaba los pasos de aquella familia de Gouye.
–Vuelve rápidamente, hay algo que me pica en la espalda. Vamos, muévete, pedazo de perezosa.
Codou regresó, se acercó a la madre, se inclinó sobre ella.
–Ahà abajo, ah, pareces tonta, he dicho, entre..., al lado de..., y ahÃ...
–Pero madre, no veo nada, no hay nada –alcanzó a decir Codou.
–Tu corazón es tan maligno...
La madre parecÃa desesperada.
Soltó la calabaza y, tomando la escoba, se rascó la espalda.
Codou ya habÃa dado media vuelta y corrÃa hacia el granero. Ahà estaba Fodé, rascándose también todo el cuerpo. La capa de terciopelo que recubrÃa la fruta le picaba muchÃsimo.
–Ah. Codou, ya estás aquÃ, ¿pero qué hacÃas? ¿Dónde está el azúcar? –hablaba a su hermana mientras se rascaba.
–Claro, con la fruta que estás acariciando, te has llenado todo el cuerpo. Fodé, Ma dice que no. Quiere que vayas a cortar leña.
Codou hablaba a su hermano como si hablara consigo misma.
–Bueno, haremos el ndiambâne más tarde –se consoló Fodé de mala gana–. Robaré azúcar a mamá, sé donde lo guarda.
Y la jornada pasó con pequeños momentos alegres, momentos de sueño, momentos de ensoñaciones, de trabajo, de contemplación del espacio hasta la caÃda de la noche.
El padre y los hermanos habÃan regresado del campo al mismo tiempo que el rebaño que Mbougne, el pastor del pueblo que lo llevaba a pacer durante todo el dÃa en la maleza y no lo traÃa de nuevo hasta la noche.
La extenuación empezaba a manifestarse a la hora del crepúsculo. La oscuridad envolvÃa los instintos y los sueños.
El momento. La hora del silencio. Tinieblas. Ensoñaciones. El ocaso del mundo.
La madre estaba tumbada sobre el colchón crujiente; el hijo mayor lo habÃa rehecho una semana antes con paja seca.
Estaba cansada, la madre: el sol, el aire que no se movÃa un ápice; ese mijo que habÃa cortado, secado, triturado, preparado y dado a comer a su familia.
Era la última en acostarse todas las noches, tras haberse asegurado de que todo estaba recogido, ordenado.
Fodé habÃa aprovechado ese instante en que hablan las respiraciones, en que los espÃritus caminan sobre ellos mismos, para levantarse, discreto como la noche cómplice, y rebuscar en la calabaza en la que la madre guardaba el azúcar.
Aún usando sus dos manos no podÃa volver a cerrar la tapa.
–Oh, voy a perder el tiempo aquÃ, madre podrÃa despertarse. Dejo la calabaza tal cual; mañana, al alba, aprovecharé el momento en que madre, que es la primera en levantarse, vaya al patio para abrir el gallinero, desatar las cabras, ordeñar una vaca para la leche del desayuno, para volver a colocar la tapa.
Y Fodé se volvió acostar.
El quinqueliba2 preparado durante la vÃspera se guisaba sobre la leña ardiente en el patio, sereno como el alba que lo teñÃa.
El sueño habÃa vencido a Fodé. El padre lo zarandeó.
–¡Fodé, hombrecillo sin compostura, levántate, hijo del pecado!
Fodé se desperezó, el padre seguÃa:
–¿Quién ha destapado la calabaza? La habitación está llena de xun xunoor; ¿eres tú quien ha cogido el azúcar?
–No, tú que eres es mi padre, yo no hecho nada –contestó Fodé.
El padre prosiguió, como en un monólogo:
–Pero entonces, ¿quién ha destapado la calabaza? Es extraño que se haya destapado sola.
–Quizá haya sido la que es mi madre –se atrevió Fodé, dubitativo.
Su madre entraba en la habitación justo en ese momento.
–¿Dónde está el azúcar? ¿Dónde lo puse? ¿Pero de dónde han salido todas estas xun xunoor?3
Se puso furiosa.
–Fodé, has sido tú, ladrón del pecado; devuelve ese azúcar inmediatamente o te haré algo terrible. El azúcar es tan escaso y tan caro. Si te quedas sin desayuno, ese será tu castigo.
La madre habÃa dicho todo eso a Fodé, y este estaba avergonzado.
QuerÃa hacerse perdonar, devolver el azúcar que habÃa disimulado bajo la manta, pero pensó en el ndiambâne y renunció.
El sol se habÃa levantado, engalanado como cada dÃa. El escenario que era el pueblo de Gouye se animó y el principio de una nueva vida empezó con un concierto de ruidos, de resoplidos, de eclosiones.
Fodé tomó el azúcar, fue a recuperar la fruta en el granero y, lanzándose como un potro, se precipitó hacia su goce.
HabÃa roto la fruta golpeándola contra una piedra. La vaina se abrió como una boca que va a tragarse el mundo, descubriendo las pipas envueltas en pulpa.
A Fodé se le hacÃa la boca agua. Fue a buscar un poco de agua en el cuenco colocado delante de la casa para permitir a los transeúntes beber si tienen sed, hacer sus abluciones si se sienten mancillados. Mezcló el agua, el azúcar, las pipas en la cáscara misma del fruto; al probarlo casi se traga la lengua. Era un ndiambâne tan delicioso como la nata ligera, de color amarillo claro, y en él flotaban las pipas desnudas. Fodé mantuvo en la boca una pipa e hizo juguetear su lengua con ella.
Codou se preguntaba, mientras desayunaba, dónde se habÃa metido su hermano.
–En cualquier caso se lo merece, no desayunará: se la está jugando –se dijo mientras comÃa el cuscús fresco regado con leche de vaca aún templada. Sin embargo le sorprendÃa que el hermano no estuviera quejándose y pensó inmediatamente en el ndiambâne. Terminó su desayuno a la carrera y se fue volando.
La madre la amonestó, gritándole que volviera para lavar los utensilios y que fuera a buscar a Fodé para cortar la leña.El padre y los hijos mayores se habÃan ido temprano, llevándose su desayuno.
La madre seguÃa, hablándose a sà misma:
–Hijos del pecado; Codou, llama ahora mismo a Fodé, os voy a hacer algo muy malo; estoy harta, estoy cansada, estoy destrozada con semejantes hijos del pecado.
–¡Kess! –dijo, lanzando la tapa de la cacerola de la quinquéliba contra los gallos y las gallinas que intentaban picotear las migas de galletas de mijo en la arena o directamente en la calabaza que las contenÃa.
–Gracias a Dios; bueno, voy a buscar legumbres para el almuerzo; prepararé gnalangue,4 el pescado seco que mi madre me mandó, aún queda algo. Codou, Fodé, hijos del pecado, venid aquÃ, rápidamente, ya –la madre no paraba.
Mientras tanto, Codou se habÃa reunido con su hermano:
–Ma dice que vayas, Fodé.
Este ni siquiera levantó la cabeza, siguió mezclando su ndiambâne.
Codou proseguÃa:
–Ah, con que esas tenemos, haces tu ndiambâne a escondidas y no me das; espera a que yo tenga algo, si me pides, me negaré.
ParecÃa enfadada, pero su voz se fue calmando:
–Han, Fodé, dame un poco, déjame probarlo.
Su hermano se mantenÃa indiferente a su presencia.
Exasperada, alzó el tono:
–Y Ma ha dicho que vayas a cortar la leña, Fodé; bueno, le diré que te has negado.
Fodé no podÃa seguir escuchando a su hermana. Escupió con rabia la pipa que seguÃa manteniendo en la boca:
–Basta ya de tanto palabrerÃo...
Era la vÃspera de la estación de las lluvias. El padre y los hijos pasaban los dÃas en los campos de labranza. El pueblo de Gouye se habÃa vestido de un color diáfano.
Las chozas eran amarillas, las altas hierbas amarillas, la arena amarilla, los seres humanos amarillos. Todo está muy seco y el fuerte calor hacÃa crujir al sol, provocando un ruido sordo. El pueblo continuaba con su vida. Los habitantes con la suya.
Una vez, la madre habÃa ido a buscar agua al pozo, al atardecer. Sobre el pequeño sendero trazado por los pies con el paso de los años, caminaba absorta: no sentÃa nada. Asà le ocurrÃa siempre; su mirada permanecÃa posada delante de sà misma, pero no miraba nada, no veÃa nada. Esa calma, esa serenidad reina en todos los pueblos, en todos los rostros. ¿Será resignación o paz?
El ruido de un galope la sorprendió algo después de haberlo oÃdo; nunca se habÃa escuchado en el pueblo el ruido del galope, porque nadie tenÃa caballo. Lo extraño del asunto la sorprendió; se dio la vuelta, sus pies se enredaron: perdió el equilibrio, la jarra de agua se le escapó y esta se esparció por el suelo. Se repuso a tiempo de no caer ella también. El agua del pozo, dulce como el fruto del baobab, pareció suspenderse en el aire un instante y al derramarse, fluyó como un riachuelo.
La mano cerrada sobre su boca, la madre estaba muda de estupefacción. Algo iba a ocurrir. No sabÃa qué, pero hacÃa treinta años que iba a buscar el agua al pozo y era la primera vez que le ocurrÃa algo asÃ. La jarra, rota en mil pedazos, parecÃa derramar lágrimas de plata. La madre se habÃa quitado el pañuelo que le servÃa de turbante, se pasó la mano sobre las trenzas desde hacÃa mucho olvidadas, invocó a los ancestros. Rogó al genio tutelar que preservara a la familia de cualquier desgracia.
HabÃa olvidado el galope. De repente:
–Hola mujer, la respeto y la honro con este fular que viene de mi paÃs; vivo en el paÃs por donde jamás pasa el sol. Para hacer este fular, las mujeres emplean un año. He venido a inspeccionar esta región, quisiera instalarme en ella, fundar una familia y mi decisión ya ha sido tomada.
La madre estaba fascinada por aquel hombre nervioso, seguro de sà mismo, decidido; no habÃa llegado nadie parecido desde hacÃa medio siglo. Su caballo estaba tan nervioso como él. Ambos resoplaban con fuerza.
La madre se volvió a colocar rápidamente el pañuelo, excusándose porque una mujer de su edad y casada no debÃa descubrirse la cabeza. Tendió las manos hacia el extranjero y aceptó el presente. La tela estaba hecha a mano, las impresiones también y todo ello estaba teñido de color Ãndigo. OlÃa bien, a cerrado en los baúles del norte cuyos inciensos habÃan dado la vuelta a más de un reino. Invitó al hombre y a su caballo a saciar la sed en su casa.
La jarra hecha pedazos los miraba dirigirse hacia el hogar. El agua vertida habÃa llegado hasta una semilla que recubrió vacilante. Era la pipa del fruto del baobab que Fodé habÃa escupido al ir a contestar a la madre, la mañana del primer dÃa de la concepción por parte de los dioses de una generación nueva que iba a conmocionar los tiempos.
La estación húmeda llegó sin avisar, con una lluvia que empapó el sol, los cuerpos, la tierra, la vida. Todo el pueblo estaba en efe...