Un reto para el actor
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Un reto para el actor

Uta Hagen, Elena Vilallonga

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Un reto para el actor

Uta Hagen, Elena Vilallonga

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En este texto, fruto de más de cuarenta años dedicados a la formación de actores, Uta Hagen define los objetivos que debe perseguir un actor y proporciona las técnicas específicas para lograrlos. Así, plantea ahondar en los sentidos físicos y en la propia psicología para ofrecer una buena interpretación, y propone ejercicios que permiten recrear emociones auténticas en escena. Gran conocedora de las dificultades con que se enfrenta un actor al dar vida a un personaje, ofrece también soluciones a dificultades concretas como la forma de recrear el aire libre en la escena, encontrar una ocupación mientras se espera en el escenario, hablar con el público, aprender a usar la imaginación histórica y ser capaz de interpretar personajes de época con auténtica convicción. En definitiva, Uta Hagen ofrece un sinnúmero de ayudas prácticas que han hecho de ella una de las pedagogas más influyentes de Estados Unidos, con alumnos tan destacados como Geraldine Page y Jack Lemmon, y de Un reto para el actor un bestseller en lo que a aprendizaje teatral se refiere.

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Information

Year
2014
ISBN
9788490650349
Tercera parte
Los ejercicios

10
Los ejercicios


Objetivo general

Cuando era una actriz joven pensaba que si el actor era lo mismo que el instrumento, es decir, si yo era el piano del compositor, no cabía duda de que tenía que ponerme en plena forma hasta adquirir la calidad de un Steinway o de un Bechstein. Sabía que sólo podía conseguirlo trabajando sin descanso el cuerpo, la voz y la dicción. Trabajé como una bestia tomando clases de canto, de danza y de dicción. Incluso practicaba los ejercicios que me habían enseñado mis profesores yo sola en casa. Perfeccioné la técnica y aprendí a disciplinarme sin tener que depender de nadie. Pero seguía creyendo en la idea, de moda en aquel momento, de que cuando el piano ya estaba afinado, lo único que se necesitaba para utilizarlo en público era talento, y que a utilizarlo sólo se aprendía actuando. Yo quería saber qué notas tenía que tocar y cómo debía pulsar las teclas; en otras palabras, cómo conseguir que la música sonara a través de todo mi ser. Si bien actué en varias obras respaldada por buenas críticas, siempre salía frustrada e insatisfecha porque me quedaban por resolver los eternos problemas relacionados con las técnicas humanas, independientemente del papel que interpretara: la pérdida repentina de privacidad y concentración, la inhibición momentánea que produce la conciencia de la propia identidad, quedarse estancado en acciones superficiales y mecánicas, anticipar una reacción o una acción, la incapacidad para inducir el estímulo correcto o forzar las emociones, por mencionar sólo unos cuantos. Cuando no actuaba, no tenía ensayos ni funciones o no estaba cerca de mis compañeros actores, todavía me sentía más frustrada porque creía que no tenía otra manera de realizarme como artista. En aquella época disponer de espacios para trabajar con profesores y colegas del oficio era muy difícil. También aprendí que no podía culpar al personaje, al director o a los otros actores de mis problemas técnicos de interpretación. Los escritos que consultaba sobre actuación estaban llenos de soluciones teóricas (muchas de las cuales, si me parecían acertadas, subrayaba e incluso añadía «muy cierto» en el margen) y apenas contenían ejercicios prácticos.
Desesperada, decidí trabajar sola en casa y se me ocurrió la idea de confeccionar unos ejercicios de corrección de los problemas a los que me enfrentaba cuando investigaba en el comportamiento individual en diferentes circunstancias. Me di cuenta en seguida de que mis dificultades surgían casi siempre de la mala interpretación u omisión de algo fundamental que concernía a la conducta y las reacciones humanas. Más tarde, cuando ya había empezado a dar clases, quise compartir estos ejercicios prácticos con mis alumnos. A lo largo de los últimos cuarenta años estos ejercicios han ido evolucionando y cambiando. Los voy a presentar tal como son ahora con la esperanza de que te resulten útiles. Es posible que no estén dirigidos a actores impacientes ni a aquellos interesados en el teatro del show business, pero para el resto resultarán muy eficaces. Abarcan los temas que he tratado en la segunda parte del libro sobre «Las técnicas humanas»; de este modo podrás poner en práctica lo que hasta ahora ha sido para ti pura teoría. La aplicación de la técnica tiene que convertirse en algo inherente a tu trabajo. El orden de los ejercicios es intencionado. No alteres el orden arbitrariamente. Pero, sobre todo, no los leas en diagonal y trabaja en profundidad cada uno de ellos hasta resolver los problemas que encuentres, hasta que puedas aplicar las técnicas en todo tu trabajo de una manera casi automática. El último ejercicio es el único que aborda el tema de la creación del personaje. Cuando los hayas terminado todos, puedes combinarlos de diferentes maneras en función de tus necesidades. No olvides que la respuesta a «¿Cómo se llega al Carnegie Hall?» es «¡Practicando!» «¡Practicando!» «¡Prac­tican­do!».
La autoobservación era el primer paso para desenterrar tanto mis reflejos intuitivos de comportamiento como mis acciones conscientes. Tenía que encontrar los elementos condicionantes. A fin de establecer unas directrices y dar forma a los ejercicios, decidí primero definir y después recrear dos minutos de mi rutina diaria en mi casa, dos minutos dedicados a la ejecución de una tarea cualquiera con el fin de conseguir un objetivo normal y corriente, como por ejemplo levantarme de la cama por la mañana o prepararme para acostarme, ordenar una habitación para las posibles visitas, preparar la comida o disponerme a salir para ir a trabajar. En seguida me di cuenta de que no era posible hacer algo «de la manera en que siempre lo hago». Si lo intentaba, sólo conseguía actuar ilustrando superficialmente mis acciones. Por muy parecida que fuese una tarea de un día al otro, por muy cómoda que me sintiera gracias a la familiaridad que envolvía a cada una de mis acciones cotidianas, mi conducta cambiaba radicalmente debido a las peculiaridades de las circunstancias pasadas, presentes o futuras del día en concreto. Cuanto más exacta era a la hora de definir las circunstancias, más fácil me resultaba concretar mis acciones y, en consecuencia, repetirlas como si fuera la primera vez. Poco a poco fui aprendiendo a discernir cuáles eran los componentes más esenciales de estos dos minutos de recreación, qué cosas tenía que precisar para actuar correctamente, fuese en un papel o en una re­creación de mi vida personal.
Si estoy trabajando en una obra, la primera de las seis preguntas esenciales, «¿Quién soy?», conlleva una búsqueda por entender al personaje y por identificarme con él. Esta parte del trabajo es un proceso que no cesa; comienza con los ejercicios preparatorios y termina sólo con el ensayo final. Las preguntas que siguen han de responderse desde el punto de vista del personaje. Para cumplir con el objetivo de estos ejercicios, las formularé y las responderé basándome en una amplia comprensión de mi conciencia y en mi punto de vista particular. Las preguntas y respuestas se irán entrelazando continuamente. Unas dependen de las otras. No puedes terminar el trabajo de la primera sin haber introducido la segunda. En la próxima página enumero los seis pasos que seguir.
El siguiente es un ejemplo mediante el que comprobarás cómo me han ayudado estas seis fases de trabajo a definir unos minutos de mi vida cotidiana. (Para no resultar pedante no describiré el orden en el que condicionan mi comportamiento.)


Normalmente, los días que enseño durante seis horas seguidas, al llegar a casa me relajo un rato para recobrar energías y me tomo un respiro antes de reanudar las tareas domésticas que ocupan el final de la tarde. En primer lugar, recojo el correo del buzón y después entro en casa y lo tiro junto con el bolso y el abrigo sobre la cama sin detenerme en mi camino hacia la cocina, donde voy a prepararme un té. Me llevo el té a la habitación y me tumbo en la cama a ver la televisión, normalmente algún concurso, y durante la publicidad voy abriendo el correo. Esto es lo que creo que hago «siempre» al llegar a casa.


Los seis pasos

1. ¿QUIÉN SOY?
¿Cuál es mi estado de ánimo actual?
¿Cómo me veo a mí mismo?
¿Qué ropa llevo puesta?*
2. ¿CUÁL ES LA SITUACIÓN PRESENTE?
¿Qué hora es? (¿Qué año, qué estación, qué día? ¿A qué hora empieza mi vida en la obra?)
¿Dónde estoy? (¿En qué ciudad, barrio, casa y habitación? ¿Cómo es el paisaje?)
¿Cuál es mi entorno? (¿Es un paisaje? ¿Qué tiempo hace? ¿En qué clase de lugar estoy y qué tipo de objetos hay?)
en el momento siguiente y en el futuro?)
¿Cuáles son las circunstancias inmediatas? (¿Qué acaba de ocurrir? ¿Qué ocurre ahora? ¿Qué espero que ocurra en el momento siguiente y en el futuro?)
3. ¿CÓMO Y CON QUÉ ME RELACIONO?
¿Cuál es mi relación con el entorno y las circunstancias, el lugar, los objetos y las otras personas que forman parte de este mismo entorno?*
4. ¿QUÉ ES LO QUE QUIERO?
¿Cuál es mi objetivo principal? ¿Cuál es mi deseo o necesidad más inmediata?
5. ¿CUÁL ES MI OBSTÁCULO?
¿Qué es lo que se interpone en mi camino hacia la consecución de mi objetivo? ¿De qué manera puedo superar el obstáculo?
6. ¿QUÉ HAGO PARA CONSEGUIR LO QUE YO QUIERO?
¿Cómo puedo conseguir mi objetivo? ¿Cómo me comporto? ¿Cuáles son las acciones que realizo?


Pero ¿qué es lo que hago realmente si describo con detalle las circunstancias de un día concreto? Es un inhóspito y lluvioso jueves de enero. Cae aguanieve. Llego a casa un poco más tarde de las cuatro en lugar de a las tres y media porque un alumno un poco pesado me ha retenido en el estudio. Como hace mal tiempo no he encontrado taxi y he tenido que volver andando. Se me han empañado las gafas. Se me han dormido las manos de frío y se me resbalan las cartas de los dedos mientras intento sacarlas del buzón. Se me caen al suelo. En el ascensor veo que hay un sobre de la NBC, y como estoy esperando un cheque, me detengo al salir del ascensor y lo abro frente a la puerta de mi casa. Se me vuelve a caer el correo de las manos. Dejo mi bolso en el suelo y me quito los guantes mojados con los dientes. Deslizo un dedo dentro del sobre, cojo el papel y en seguida veo que es un formulario de impuestos W-2 en lugar de un cheque. Empiezo a renegar en voz alta. Doy vueltas torpemente a la llave en la cerradura mientras tiemblo de frío. Finalmente consigo abrir la puerta. Descontenta y triste conmigo misma, cojo el bolso de un tirón y las cartas desparramadas por el suelo, entro en casa y cierro dando un portazo. Me detengo a contemplar la posibilidad de repetir lo que acabo de hacer en estos dos últimos minutos porque creo que será un buen ejercicio. Pero cambio de idea. Tiro el bolso y las cartas al suelo y me dirijo al lavabo. Me quito el abrigo empapado y el sombrero y los cuelgo encima de la bañera. Me siento sobre la tapa del retrete y miro mis botas preferidas embarradas y llenas de granos de sal. Empiezo a soñar con el Caribe. Me cuesta quitármelas y forcejeo con ellas, las limpio con un trapo que cojo de debajo de la pila, pero lo hago sólo de manera superficial pensando que ya las limpiaré mejor otro día. Meto las manos debajo del grifo de agua tibia porque el agua caliente me hace daño. Mientras hago esto, vuelvo a considerar la posibilidad de repetir mis últimas acciones en el cuarto de baño porque creo que sería un buen ejercicio, pero necesito urgentemente una taza de té caliente. Cuando entro en la cocina me doy cuenta de que la pila está llena de platos sucios del desayuno y que sobre la mesa hay unas hojas del New York Times desparramadas por la mesa, migas de pan por todas partes y dos tazas sucias de café. La nevera emite un zumbido y las manijas de la ventana tiemblan con el viento. La tetera tiene un poco de agua. Antes de ponerla a hervir, me froto las manos sobre las llamas de uno de los fogones para calentármelas. Mientras espero a que el agua hierva, me pongo las zapatillas de lana y una bata. De nuevo en la cocina, me masajeo los pies para calentármelos antes de calzarme las pantuflas. Me pongo la bata, cruzo los brazos y me froto el cuerpo y el torso para activarme la circulación. Me siento viejísima, como una abuela sosa y aburrida. Mientras contemplo el caos que hay en la cocina pienso en el rato que voy a tener que emplear para ordenarla antes de ponerme a preparar la comida. Retiro unas cuantas migas de la mesa con las manos. La tetera silba. Aclaro una de las tazas de café y refunfuño cuando me doy cuenta de que mi marido se ha dejado abierta la caja metálica de las bolsas de té. Mientras espero a que el té esté en su punto, cojo una botella de ron del armario para animarme. Después de verter un buen chorro de ron en la taza, la fragancia que inunda la habitación me reconforta y suspiro aliviada. Me voy con la taza de té a la habitación, enciendo el televisor para ver el concurso y me acurruco en la cama.


Ahora describiré los detalles de otro día de mi vida en que vuelvo a casa desde el estudio con el objetivo de prepararme algo de beber antes de ver mi programa de televisión favorito.


Es también un jueves, pero de finales de mayo. No hay nubes en el cielo y estamos casi a 20o de temperatura. Las aceras están cubiertas de vainas de frutas y capullos de flores de magnolia. Las palomas picotean las migas de pan en las calles y en el parque de Washington Square. ¡Qué bonita es Nueva York! He acabado la clase cinco minutos antes de lo debido, sintiéndome un poco culpable, y he engatusado a un alumno que tiene coche para que me acompañe a casa, pues quiero llegar a tiempo de ver los partidos de tenis del Open de Italia. Con la llave del buzón en la mano, salto del coche y corro hacia la portería de casa con la chaqueta agitándose al viento. Miro la hora en mi reloj de pulsera. Son las tres y cinco. Cojo las cartas y en lugar de esperar el ascensor subo a toda prisa por la escalera como una treintañera calzada con mis deportivas de primavera. Me fijo en una de las cartas que lleva sellos de Europa e imagino que probablemente será de mi mejor amiga. Decido leerla después de saciar mi hambre de tenis. Con tanta prisa por abrir el buzón, ya no sé dónde he puesto las llaves. Jadeando, tras mi carrera por la escalera, en un arrebato de furia dejo el bolso y hurgo en los bolsillos de la chaqueta, pero no las encuentro. Vacío el bolso sobre la alfombrilla de la entrada y me agacho a buscar entre mis pertenencias mientras refunfuño: «¡No me lo puedo creer!». No ha habido suerte. Me levanto y vuelvo a mirar todos los bolsillos. Encuentro las llaves en el bolsillo interior de la camisa. Mientras suelto un grito de alegría pienso que sería un ejercicio idóneo para recrear la pérdida de un objeto. Entonces, empapada de sudor, meto todas las cosas en el bolso, recojo rápidam...

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