Hipertexto y multinarrativa
REALISMO CONTRA FANTASÍA
Quizá el lector de este libro sea aficionado a la novela realista. Tal vez no le gusta la fantasía y prefiere leer historias que traten del mundo en el que vive, que no le propongan extraños lugares llenos de objetos raros y seres extravagantes. Si es así, está de enhorabuena porque en los últimos años su biblioteca de ficción realista se ha ampliado de manera asombrosa: sólo tiene que visitar las estanterías dedicadas a la «ciencia ficción». Allí encontrará personajes y situaciones que ve a diario: pesadas máquinas que se elevan en el aire, coches que recorren autopistas de cinco carriles a velocidades de vértigo, trenes que tardan apenas tres horas en recorrer medio país, aparatos que hablan, puertas que se abren con sólo acercarse a ellas, escaleras y suelos que se mueven y deslizan, pequeños artilugios que nos permiten hablar con un amigo que está en China, pantallas luminosas a través de las que se puede acceder sin salir de casa a más libros que todos los que se guardan en cualquier biblioteca nacional. La vida real, vamos.
Ahora bien, quizá otros lectores prefieran la fantasía, un mundo habitado por extraños seres que visten con fajas y refajos, corpiños y sombreros hongos, abuelas de Madrid que tardan tres días en comunicarse con su nieto de Barcelona, que no usan un ordenador personal ni en su casa ni en su trabajo y que ni siquiera han oído hablar de algo semejante. Si le gustan ese tipo de fantasías, visitar mundos diferentes al que habita, entonces deberá buscar en las estanterías de la novela realista de hace un siglo o dos, en las obras de Zola, de Proust, de Clarín. Allí podrá descubrir mundos que creeríamos inexistentes si no fuera porque incluso quienes habitamos en el futuro también, al menos de vez en cuando, viajamos al pasado, o vemos en la televisión que aquel mundo fantástico todavía existe, en lugares como África.
Después de cuarenta siglos imaginándolo, ahora resulta que vivimos en el futuro. Luciano de Samosata y Cyrano de Bergerac soñaron con viajar a la Luna, pero nuestros abuelos Amstrong, Collins y Aldrin estuvieron allí hace cuarenta años. En las próximas décadas, a medida que el futuro se convierta en presente para toda la humanidad, sólo podremos mirar hacia atrás, hacia los siglos anteriores, para encontrar mundos fantásticos.
Muchas novelas y películas de ciencia ficción actuales ya no necesitan imaginar extravagancias y rarezas, sino que se limitan a añadir algún pequeño detalle, como vestir a los personajes con jerséis y camisas de cuello cerrado, como en la serie Star Trek, o en las películas Farenheit 451, o Gattaca. Otro recurso futurista son las casas de aspecto geométrico, ya que se suele asociar la geometría y la uniformidad a una distopía o pesadilla futura, o con formas arquitectónicas que no solemos ver en nuestras ciudades. El gigantesco edificio de Blade Runner que tanto nos impresiona queda empequeñecido si lo comparamos con las Torres Petronas de Malasia o la Burj Dubái, que mide más de ochocientos metros de altura, pero ese zigurat cinematográfico nos desconcierta porque en el mundo real no se permite que los rascacielos sean tan anchos, ya que cubrirían de sombras media ciudad e incluso afectarían al clima. Vivimos tan inmersos en el futuro que algunas películas de ciencia ficción se desarrollan en escenarios en los que no hay energía eléctrica ni gasolina, lo que les confiere un aspecto fantástico, como en el caso de Mad Max o Carretera perdida.
HAMLET EN LA HOLOCUBIERTA
Marshall McLuhan predijo en el siglo XX muchos de los cambios que estamos presenciando al referirse a la transformación de una civilización basada en los libros, la galaxia Gutemberg, en otra electrónica, la galaxia Marconi, en la que el mundo se convertiría en una «aldea global» en la que lo audiovisual sustituiría a lo textual. McLuhan murió en 1980, por lo que apenas pudo conocer Internet y los ordenadores personales, que han desbordado sus más locas predicciones de profeta de la nueva era. En 1997, Janet Murray se ocupó de este nuevo mundo y de sus posibilidades narrativas en Hamlet en la holocubierta. Aunque han pasado bastantes años desde la primera edición, Murray, como Negroponte en El mundo digital, anunció muchas de las cosas que están sucediendo en nuestro presente y algunas que todavía están por llegar. No es casual que los dos trabajaran en el laboratorio creativo Medialab del MIT (Instituto de Tecnología de Massachusetts), un lugar en el que se hacen las cosas diez o quince años antes que en el resto del mundo. En el título del libro de Murray se dan cita el pasado y el futuro. Hamlet es, por supuesto, el personaje de Shakespeare, pero ¿qué es la holocubierta?
La holocubierta es un lugar de la nave Voyager de la serie de televisión Star Trek, un cubo negro, vacío, en el que un ordenador proyecta simulaciones muy elaboradas. Cuando un tripulante entra en la holocubierta, puede participar en historias que se transforman en respuesta a sus acciones y experimentar una vida virtual que es casi tan real como la vida cotidiana. La comandante de la Voyager, Kathryn Janeway, visita a menudo la holocubierta en busca de mundos fantásticos, por ejemplo, para convertirse en Lucy Davenport, la institutriz de los dos hijos del viudo Lord Burleigh, en un mundo que recuerda el de las novelas de Jane Austen y las hermanas Brontë. Como es previsible, la institutriz se enamora de Lord Burleigh.
Hay que recordar que, como en casi todas las series de televisión, lo que importa en Star Trek no son los extraños seres y razas extravagantes de alienígenas. Eso sólo es el macguffin, la excusa, porque la verdadera intención de los guionistas es situar a sus personajes ante dilemas morales, se trata de una ficción de relaciones sociales y trasfondo psicológico. Muchas personas son incapaces de entender que el género de la ciencia ficción, incluso el de naves espaciales y luchas con espadas láser, lo único que hace es plantear los mismos problemas de siempre pero en escenarios distintos. No saber leer el subtexto, e incluso el texto, y quedarse sólo en los adornos cienciaficcioneros es quizá tan grave como rechazar a Shakespeare porque sus historias transcurren en una Inglaterra llena de reyes con armadura y reinas con collarín, o a Sófocles porque Edipo va siempre medio desnudo y con sandalias. Da igual que el medio de transporte se llame La reina de África o Voyager, si quienes viajan en él se ven sometidos a conflictos y emociones similares. Un ejemplo del planteamiento psicológico de Star Trek es cuando la comandante, en su papel de Lucy Davenport, besa a Lord Burleigh y se pregunta si eso la convierte en una mujer infiel: ¿ha traicionado a su marido al besar a un ente virtual? Lo que quizá a más de uno le recuerde que el papa Juan Pablo II alertó en su momento de los pecados virtuales cuando dijo que pensar en ser infiel ya era, en cierto modo, ser infiel.
El lector ya se habrá dado cuenta de que cuando los personajes de Star Trek visitan la holocubierta no eligen increíbles futuros tecnológicos, sino que prefieren viajar al pasado. Resulta curioso, en efecto, que la comandante Janeway, que vive en un futuro lleno de naves espaciales y alienígenas, busque en sus fantasías los extraños mundos de la novela realista del siglo XIX. Las fronteras entre realidad y fantasía, o entre costumbrismo o ciencia ficción, se están haciendo cada vez más difusas, como veremos en próximos capítulos.
Pero todavía no he explicado por qué en el libro de Murray conviven Hamlet y la holocubierta. La respuesta es una pregunta que se hace Murray: «¿Cuándo tendremos en el mundo de la llamada hipernarrativa un equivalente al Hamlet de Shakespeare?».
EL MIEDO A LAS NUEVAS NARRATIVAS
McLuhan decía que cada generación vive en el mundo creado por sus antepasados treinta años antes, por lo que apenas es capaz de percibir su propio entorno, del mismo modo que un pez no sabe que vive en un medio acuático, ni nosotros que estamos sumergidos en un océano de aire. Como además uno de los rasgos fundamentales de la mente humana es el miedo al cambio, son muchos los que desprecian las nuevas tecnologías, incluso a pesar de que las usen a diario. Murray, siguiendo a McLuhan, hace remontar a los orígenes de la cultura el temor con el que siempre es recibida toda nueva tecnología que propone una manera diferente de narrar:
Desde la lira del bardo a la imprenta, al teatro secular, a la cámara de cine y a la pantalla de televisión. Encontramos diferentes versiones de ese mismo terror en la orden bíblica de no adorar imágenes talladas, en la descripción homérica de las fascinantes canciones de las sirenas que llevaban los marineros a la muerte y en las palabras de Platón contra los poetas en su república, porque «estimulan y fortalecen un elemento que amenaza a la razón», con sus «fantasmas» fraudulentos. Todas las artes figurativas se pueden considerar peligrosamente ilusorias, y cuanto más atractivas son, más inquietantes resultan.
Cualquier aficionado a la cultura grecolatina se habrá sorprendido al ver cuántos músicos son castigados por los dioses en la mitología griega, entre ellos Orfeo, que acabó despedazado por las seguidoras de Dionisio; o Marsias, que se enfrentó con su flauta a la lira de Apolo y terminó desollado. Como en la historia de Pro...