Autobiografía científica
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Autobiografía científica

Aldo Rossi, Moisés Puente Rodríguez

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Autobiografía científica

Aldo Rossi, Moisés Puente Rodríguez

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Autobiografía científica es una poética crónica vital escrita de forma intermitente y armónicamente desordenada, como un collage donde se mezclan y solapan piezas aparentemente inconexas. A través de las memorias y las inquietudes más personales de Aldo Rossi, de una miríada de observaciones, lecturas, autores queridos y relatos de lugares, el lector recorrerá en estas páginas un evocador paisaje que no solo nos despliega al arquitecto, sino también al ser humano y a los cimientos más profundos e íntimos de su pensamiento.

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Autobiografía científica

Empecé con estas notas hace más de diez años y ahora intento acabarlas para que no se conviertan en unas memorias. A partir de cierto momento de mi vida, comencé a considerar el oficio o el arte como descripción de las cosas y de nosotros mismos; por ello siempre he admirado la Divina comedia de Dante, que él empezó a escribir cuando tenía treinta años. A los treinta años hay que concluir o empezar algo definitivo y ajustar cuentas con la formación recibida. Cada uno de mis dibujos o de mis escritos me parecía definitivo en un doble sentido: en el de que concluía mi experiencia y en el de que ya no tenía nada más que decir.
Cada verano me parecía el último, y este sentido de constancia sin evolución puede explicar muchos de mis proyectos; sin embargo, para entender o explicar la arquitectura, debo volver a recorrer las cosas o las impresiones, describir o buscar un modo de hacerlo.
La referencia más importante es, sin duda, la Autobiografía científica de Max Planck, donde el autor se remonta a los descubrimientos de la física moderna, volviendo a encontrarse con la impresión que le produjo el enunciado del principio de conservación de la energía; para él, ese principio quedó unido para siempre a la descripción de su maestro de escuela, el señor Müller, descripción que él define como el relato del albañil que levanta con gran esfuerzo un bloque de piedra hasta el tejado de una casa. A Planck le impresionó el hecho de que a menudo el esfuerzo realizado no se perdía; se quedaba almacenado durante muchos años, sin que disminuyera, latente en el bloque de piedra, hasta que un buen día podía ocurrir que el bloque se desprendiera, cayera sobre la cabeza de un transeúnte y lo matara. Puede parecer extraño que Planck y Dante asocien su investigación científica y autobiográfica con la muerte; una muerte que, de alguna manera, es una continuación de la energía. En realidad, en todo artista o técnico, el principio de la conservación de la energía se mezcla con la búsqueda de la felicidad y de la muerte. En arquitectura, esta búsqueda está ligada también al material y a la energía; sin esta observación es imposible entender cualquier arquitectura, ni desde el punto de vista estático ni desde el compositivo. El uso de todo material debe prever la construcción de un lugar y su transformación.
El doble sentido del tiempo, atmosférico y cronológico, dirige cualquier edificio; este doble sentido de la energía es aquello que ahora veo claramente en la arquitectura, como podría verlo en otras técnicas o artes. En mi primer libro, La arquitectura de la ciudad, identificaba ese mismo problema con la relación entre la forma y la función; la forma presidía y permanecía en un mundo donde las funciones cambiaban continuamente, y en la forma se modificaba el material. El material de una campana se transformaba en la bala de un cañón, la forma de un anfiteatro en la de una ciudad y la de una ciudad en un palacio. Escrito cuando tenía unos treinta años, La arquitectura de la ciudad me parecía un libro definitivo, y todavía hoy sus enunciados no han sido lo suficientemente ampliados. Después vi claro que la obra debía entenderse dentro de unas motivaciones mucho más complejas, sobre todo a través de las analogías que se entrecruzan con todas nuestras acciones.
Desde mis primeros proyectos, en los que me interesaba el purismo, me gustaban las contaminaciones, los pequeños cambios, los comentarios y las repeticiones.
Mi primera educación no fue figurativa y, por otro lado, incluso hoy pienso que un oficio es igual a otro, siempre que tengan un fin preciso; hubiera podido hacer cualquier cosa y, de hecho, mi interés por la arquitectura y mi actividad como arquitecto se iniciaron bastante tarde.
En realidad, creo que siempre ha habido en mí una atención especial a las formas y a las cosas, pero siempre las he visto como un momento último de un sistema complejo, de una energía que solo se hacía visible de esa manera. Por ello, de niño me impresionaban particularmente los Sacri Monti: me parecía que la historia sagrada se resumía en la figura de yeso, en el gesto inmóvil, en la expresión detenida en el tiempo de una historia que, por otro lado, era imposible de contar.
Era la misma postura de los tratadistas respecto a los maestros medievales; la descripción y el levantamiento de las formas antiguas permitían una continuidad irrepetible, y también una transformación una vez que la vida se detuviese en formas precisas.
Me admiraba la obstinación de Leon Battista Alberti en Rímini y en Mantua, su repetición de las formas y los espacios romanos, como si no existiera una historia contemporánea; en realidad, Alberti trabajaba científicamente con el único material posible y a disposición del arquitecto. Fue justo estando en la basílica de Sant’Andrea de Mantua cuando tuve esa primera impresión de la relación entre el tiempo, en su doble sentido atmosférico y cronológico, y la arquitectura; veía la niebla penetrar en la basílica —como a menudo me gusta observarla en la Galleria Vittorio Emanuele de Milán— como el elemento imprevisible que modifica y altera, como la luz y las sombras, como las piedras reducidas y gastadas por los pies y las manos de generaciones de personas.
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Leon Battista Alberti, basílica de Sant’Andrea, Mantua, proyectada en 1470.
Quizá solo me interesaba esto de la arquitectura, pues sabía que era posible a partir de una forma precisa que combatía el tiempo hasta ser destruida.
La arquitectura era uno de los modos de sobrevivir que habían buscado los humanos, una manera de expresar su búsqueda esencial de la felicidad.
Todavía me conmueve esta búsqueda en los hallazgos arqueológicos, en los materiales figulinos, en los utensilios, en los fragmentos donde la piedra antigua se confunde con el hueso y donde en el hueso se pierde el dibujo del esqueleto. Por ello me gustan los museos de paleontología y las pacientes reconstrucciones de pedazos sin significado dentro del significado de la forma, este amor por el fragmento y por la cosa que se engarza a objetos aparentemente insignificantes a los que atribuimos la misma importancia que generalmente se atribuye al arte.
Sin duda, me interesaban los objetos, los instrumentos, los aparatos, los utensilios. En la gran cocina de S., a orillas del lago de Como, dibujaba durante horas cafeteras, cacerolas, botellas. Me gustaban especialmente las cafeteras esmaltadas —azules, verdes y rojas— por su extravagante volumen; eran la reducción de arquitecturas fantásticas que me encontraría más tarde. Todavía hoy me gusta dibujar esas grandes cafeteras que comparo con secciones de ladrillo y que creo que pueden recorrerse por dentro.
Sin duda, este interior-exterior de la arquitectura me vino sugerido por la estatua de San Carlone en Arona, una obra que he dibujado y estudiado muchas veces, que se me hace difícil relacionar con la educación figurativa de la infancia. Más tarde comprendí que me gustaba porque los límites disciplinares de la arquitectura, la máquina y el instrumento se fusionan en una invención maravillosa. Como en la descripción del caballo homérico, el peregrino entra en el cuerpo del santo, como en una torre o un carro manejado por una técnica sabia. Una vez subida la escalera exterior del podio, la empinada ascensión por el interior del cuerpo pone de manifiesto la estructura de los muros y las soldaduras de las gruesas chapas. Finalmente, la cabeza es un interior-exterior; desde los ojos del santo, el paisaje del lago adquiere unos contornos infinitos, como en un observatorio celeste.
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Giovanni Battista Crespi, coloso de San Carlo Borromeo, Sacro Monte di San Carlo, Arona, 1698.
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Convento de San Paio, Santiago de Compostela.
Pero quizá también por su dimensión, esta construcción da una extraña sensación de felicidad: su fuerza es potencial. Si observamos una locomotora o un tanque parados, el efecto no es muy distinto.
Esta primera impresión del sentido de interior-exterior se ha vuelvo más clara recientemente, al menos como problema: si la relaciono con las cafeteras, también se conecta aquí con el alimento y el objeto en el que se cocina; el carácter de manufactura y de utensilio de las cazuelas, que a veces nos aburre en los museos, es algo que siempre se repite.
Guardaba una extraña fotografía de un rostro detrás de la reja de un castillo o de un convento. A partir de la fotografía se hace difícil entender si vemos con los ojos de quien nos mira o desde el otro lado. Al observar esa fotografía no me planteo el problema banal de cómo esto pueda expresarse, por decirlo de algún modo, en la arquitectura, en el cine o en cualquier otra técnica, sino que a veces me percato de cómo la reja es el medio que posibilita el acontecimiento, en ese caso la aparición del rostro del joven. Por una singular coincidencia, después de haber visto esta fotografía visité las celdas de las monjas del convento de San Paio, en Santiago de Compostela, y reviví el efecto de la fotografía. La fachada del convento es una obra maestra de la arquitectura española del siglo XVII, y siempre me había causado tal impresión que, en una publicación, mis amigos catalanes la habían tomado como imagen analógica de mi edificio de viviendas en el barrio Gallaratese en Milán. Sin embargo, en el interior de las celdas, observé una luminosidad impresionante, en contradicción con el aspecto casi carcelario de la fachada exterior. Incluso los gritos que llegan desde fuera se escuchan con gran precisión desde ese interior, como en un teatro. Por tanto, los ojos del joven de la fotografía perciben la visión del exterior, como si estuviera en un teatro o asistiese a una representación.
Así, con los instrumentos arquitectónicos favorecemos un acontecimiento, independientemente de que este se produzca o no; y este deseo de acontecimiento tiene algo de progresivo. Volveré más tarde sobre este tema. Por ello es tan importante el dimensionado de una mesa o de una casa, no para resolver una función determinada, como pensaban los funcionalistas, sino para permitir muchas.
En definitiva, para permitir todo lo imprevisible de la vida.
Debo reconocer que en mi interés por los objetos siempre me ha ocurrido que he confundido la cosa misma con la palabra, por una especie de ignorancia o de prejuicio, o también por la suspensión que todo ello podía dar al sentido de una afirmación o de un dibujo. Por ejemplo, siempre he entendido la palabra apparecchio [aparato, artefacto] de una manera cuando menos singular, ligado a la lectura cuando era muy pequeño, e incluso a la posesión, del volumen de Alfonso María de Ligorio titulado Apparecchio alla morte [Preparación para la muerte]. Ese extraño libro, que aún conservo, me parecía en sí mismo un aparato, también por su formato más bien pequeño y muy alto; tenía la sensación de que no era necesario leerlo, porque bastaba poseerlo en tanto que instrumento. No obstante, la relación entre el aparato y la muerte volvía también en frases como la cotidiana apparecchiare la tavola, poner la mesa, prepararla.
Desde entonces, con el tiempo he considerado la arquitectura como el instrumento que permite el acontecer de una cosa. Debo decir que, con los años, esta conciencia ha hecho que me interesara más por mi oficio, y en los últimos proyectos solo intento ofrecer unos edificios que, por decirlo de algún modo, favorezcan un acontecimiento. Más adelante hablaré de algunos de esos proyectos.
Ahora puedo decir que en ellos alcanzan un silencio, un nivel de silencio no purista como el que buscaba en mis primeros dibujos, en los que me preocupaba por las luces, las paredes, las sombras, los huecos. He entendido que es imposible repetir la atmósfera. Las cosas vividas y abandonadas son mejores; en principio, todo debería ser previsible, y aquello que no lo es nos fascina tanto más cuanto más está del otro lado.
Finalmente, de mi educación de la infancia no puedo olvidar el Sacro Monte de S. y otros Sacri Monti que visitábamos a orillas de los lagos. Indudablemente, este fue mi primer contacto con el arte figurativo, y me atraía, como aún me atrae, la constancia y la naturaleza, el clasicismo de las arquitecturas y el naturalismo de las personas y de los objetos. La suspensión que intentaba en ellos suscitaba en mí formas de frialdad exaltada; también aquí quería ir más allá de la reja, disponer un objeto mío sobre el mantel consumado de la última cena, salir de la condición de quien solo pasa; creo que en todos mis proyectos o dibujos está la sombra de este naturalismo, que va más allá de las extravagancias y las llagas de estos edificios. Cuando fui a ver la obra completa de Edward Hopper en Nueva York, entendí todas esas cosas de mi arquitectura. Cuadros como Chair Car o Four Lane Road me devolvían a la constancia de aquellos milagros sin tiempo, mesas dispuestas para siempre, bebidas que nunca se han consumido, las cosas que solo son ellas mismas.
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Sacro Monte.
Pensando en esas obras me doy cuenta de lo mucho que me interesan las cosas que están aún por decir y el mecanismo con el que podrían decirse, aun sabiendo que otro mecanismo más oscuro impide el cumplimiento regular de las operaciones necesarias para que suceda algo. Eso tiene que ver con el problema de la libertad; para mí, la libertad también tiene su traducción en el oficio, no sé bien de qué tipo de libertad se trata, pero siempre he encontrado maneras de defenderla.
Sin duda, esta libertad está ligada a muchos ejemplos, pero justamente porque estoy escribiendo una autobiografía de los proyectos que se confunde con mi historia personal, no puedo dejar de acordarme del efecto que me produjo de muchacho Vida de Henry Brulard. Quizá fue a través de los dibujos de Stendhal y de aquella extraña mezcolanza entre autobiografía y plantas de casas como apareció una primera absorción de la arquitectura; este fue el primer sedimento de una idea que llega hasta este libro. Me impresionaron los dibujos de las plantas, que parecían una variación gráfica del manuscrito, y en particular me impresionaron dos cosas: la primera, cómo la grafía era una técnica compleja, a caballo entre la escritura y el dibujo (volveré más tarde sobre este tema al hablar de otras experiencias); y, la segunda, cómo las plantas ignoraban o prescindían de los aspectos dimensionales o formales.
En algunos de mis últimos proyectos e ideas de proyecto intento detener el acontecimiento antes de que este se produzca, como si el arquitecto pudiera prever, y en cierto modo lo hace, el desarrollo de la vida en la casa. Los decoradores difícilmente pueden entender estas cosas, pues están ligados a cosas efímeras, como el diseño de los detalles y de los marcos, de cosas que en realidad sustituyen la vida de la casa. Quizá fueron justamente estos dibujos de Stendhal los que más tarde me llevaron al estudio de los tipos de vivienda y del carácter fundacional de la tipología. Así, resulta peculiar que haya comenzado mi carrera académica como profesor de “Caracteres distributivos de los edificios”, una asignatura hoy desaparecida, y que encontrara en esa trama de recorridos y de dimensiones el espectro o el esqueleto de la arquitectura. El trazado se convertía en una condición física, como cuando paseamos por Ostia o por cualquier otra ciudad donde se indican las trazas planimétricas; en un primer instante se produce una sutil desilusión, pero después,...

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