Tsunami. Miradas feministas
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Tsunami. Miradas feministas

Marta Sanz

  1. 228 pages
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Tsunami. Miradas feministas

Marta Sanz

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En Tsunami, mujeres de generaciones diferentes, desde perspectivas y lenguajes plurales, pero siempre comprometidos, comparten su visión de qué ha pasado en los últimos tiempos y de cómo ha cambiado nuestra manera de nombrar las cosas; de fijarnos en la cotidianidad; de repasar nuestras genealogías y nuestra biografía, las de nuestras madres y las de nuestras abuelas; de reinterpretar el cuerpo, los tabúes, las palabras, el mal humor, el silencio. Incluso cierta felicidad. Este libro es el resultado de la generosidad de diez mujeres que, con sus artículos, relatos, testimonios autobiográficos, dibujos, confesiones y reflexiones se han desnudado incluso más que de costumbre.

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A TI NO TE VA A PASAR
LAURA FREIXAS
LAURA FREIXAS (Barcelona, 1958) es escritora. Ha publicado relatos, novelas, ensayos y autobiografía. Ha sido también editora, crítica literaria, traductora y profesora invitada en varias Universidades de Estados Unidos. Es presidenta de honor de la asociación para la igualdad de género en la cultura Clásicas y Modernas. Sus últimos libros publicados son la novela Los otros son más felices (Destino, 2011; reeditada por Tres Hermanas en 2019), la colección de ensayos El silencio de las madres y otras reflexiones sobre las mujeres en la cultura (Aresta, 2015) y dos volúmenes de su diario: Una vida subterránea. Diario 1991-1994 (Errata Naturae, 2013) y Todos llevan máscara. Diario 1995-1996 (Errata Naturae, 2018). En junio de 2019 verá la luz su nuevo libro, a medio camino entre la novela y la autobiografía, titulado A mí no me iba a pasar (Ediciones B).
Un día mi abuela llegó a casa y me encontró todavía en la cama. Debía de ser la una, quizá incluso las dos. Era domingo, el día en que ella venía a comer con nosotros, a casa de mis padres; yo había salido la noche anterior –era estudiante entonces– y acababa de despertarme.
Coloreado de azul por las cortinas, en el apacible silencio de un domingo en el barrio barcelonés de Pedralbes, el sol entraba en la habitación, caldeándola, revolcándose por la mullida moqueta, desperezándose feliz, igual que yo… Mi abuela se sentó en el borde de la cama a conversar conmigo. Estábamos charlando cuando algo le llamó la atención en el suelo. Se inclinó a cogerlo: un manojo de llaves. «¿Son tuyas?», me preguntó. Yo ni pude ni quise disimular; me eché a reír. Mi abuela lo entendió enseguida y también se rio. «Me parece muy bien», me dijo. «Que no seas una esclava como lo he sido yo». No se chivó a mi madre.
¿Qué habría dicho mi madre…? Pobre mamá: llevaba años sermoneándome preventivamente sobre un tema, al parecer, gravísimo; una exigencia inquebrantable, un imperativo que yo no debía desobedecer bajo ningún concepto, a saber: llegar virgen al matrimonio. Lo gracioso, por llamarlo de alguna manera, era que al mismo tiempo mi madre me informaba de que los hombres hacían todo lo contrario: intentaban acostarse con cuantas más chicas mejor; es más: se iban de putas; pero a la hora de casarse, me decía, querían una chica virgen.
Yo la escuchaba incrédula, muda de indignación. ¿Qué? ¿Cómo? Pero, pero… ¿Cómo podía ser que…? Y ella, ella, ¿cómo lo soportaba? ¿Qué pensaba ella de todo eso? La respuesta de mi madre era tan contundente como amarga: «Ellos tienen la sartén por el mango».
Mi abuela tenía sobre mi madre una sola ventaja: era coherente. Coherente, sin contradicciones, fácil de definir: era una mujer sometida. Una mujer que fregaba el suelo de rodillas, que acudía corriendo cuando sonaba el teléfono y su marido, sentado en la butaca junto al aparato leyendo el periódico, le gritaba: «¡Chica! ¡El teléfono!», y seguía leyendo el periódico. Que todas las noches esperaba a su marido con la cena preparada, y si él no venía a dormir, la tiraba al retrete (no tenían nevera). Que como mucho, se atrevía a preguntarle tímidamente: «¿Cómo es que vas con la Pepa, que es tan inculta que escribe vargas en vez de bragas?». (Por qué vía había conocido mi abuela esos detalles sobre la ortografía de la amante de turno de su marido, no lo sé, como tampoco sé por qué tiraba la cena al retrete en vez de a la basura. Así nos llegan las historias familiares, a retazos, fragmentos iluminados rodeados de oscuridad). «Porque me gusta montarla», contestaba, de buen humor, mi abuelo.
Mi abuela era una mujer sometida que sabía que la rebelión era imposible. Desde cualquier punto de vista. Su marido, aunque pobre (trabajaba de cartero), tenía una educación: había ido al seminario, sabía hasta latín, mientras que ella apenas aprendió nada en el colegio, donde las niñas se pasaban las tardes cosiendo y cantando. ¿En qué libros habría podido encontrar argumentos para llevar la contraria al resignado refrán: «Madre, ¿qué es casar? Hija: parir, coser y llorar»?
Su marido tenía la fuerza física, que podía usar contra ella. Su marido tenía un sueldo, después una pensión de jubilación (que le maravillaba; cada fin de mes se ponía el sombrero, cogía el bastón y se dirigía al banco, proclamando: «Me voy a que mi amigo Franco me pague por no hacer nada»), mientras que ella, haciendo arreglos de ropa para familias ricas en los ratos libres que le dejaban la casa y los niños, ganaba una miseria. Su marido tenía de su lado la ley, todas las leyes: las que consideraban delito, penado con cárcel, el adulterio de la mujer, pero no el del marido; las que exigían «licencia marital» para tener pasaporte o firmar un contrato de trabajo, y autorizaban al marido a cobrar el sueldo de la esposa; las que daban al marido, en exclusiva, la patria potestad, y establecían que si una mujer se separaba, él se quedaba con la casa y los niños… Eran leyes que a mi abuelo, gran admirador de Franco (aunque en su juventud había sido anarquista, y afirmaba sin rubor que seguía siéndolo), le parecían perfectas: justas, como Dios manda, razonables. Cuando yo, con diecisiete o dieciocho años, dije que estaba a favor del aborto, él hizo todo un teatro de escandalizarse como buen caballero cristiano… sin saber que yo sabía (no se lo dije, por respeto; a buena hora me callaría, si fuera hoy) que cuando mi abuela se quedó embarazada, siendo solteros los dos, él la llevó a un oscuro chiscón a que una portera la hiciera abortar con perejil o lo que fuese («te pondrás muy mala, muy mala, pero pase lo que pase, tú no digas nada», le dijo la mujer; mi abuela se asustó y se echó atrás). Y cuando manifesté mi intención de irme a vivir sola, le recordó a mi padre, en confianza, entre hombres, que si una hija menor de veinticinco años abandonaba sin permiso el domicilio familiar, salvo que fuera para casarse o meterse a monja, el cabeza de familia podía solicitar a la Guardia Civil que la fuera a buscar y la devolviera al hogar, a rastras si hacía falta.
Mi abuela aceptaba todo eso con fatalismo. Sentía que no podía hacer nada más que esperar a recibir algún día su libertad de la única manera en que podía llegarle… y aunque tarde, le llegó por fin. «¡Estoy contentííísima de que se haya muerto!», me confesó a mí cuando sucedió. La otra cosa que esperaba era que su hija y sus nietas no tuvieran tan mala vida como ella.
Mi abuela había caído en una trampa mortal porque un hombre le gustó. La trampa estaba ahí y lo difícil, dificilísimo, habría sido no caer en ella de una u otra manera; pero el dejarse seducir, enamorarse, ponerse en manos de un chico atractivo que en cuanto la tuvo en sus manos se convirtió en un déspota que parecía salido de una mala zarzuela, le había dado la puntilla.
Yo creo que mi madre estaba tan horrorizada por lo que había sido la vida de la suya, que estuvo a punto de quedarse soltera, como Isabel I, la reina de Inglaterra, que, hija de un padre que había hecho decapitar a dos de sus esposas (una de ellas, su madre), no se casó nunca, por si acaso. Mi madre sólo se casó –tarde, para la época– cuando encontró a un hombre que a diferencia de mi abuelo, no era especialmente machista.
Mi padre quería una mujer con la que pudiera hablar, para no «dejar fuera, al llegar a casa, provincias enteras de su alma», como decía que decía Ortega (aunque nunca he podido encontrar esa cita). Se habían conocido en el Museo Municipal de Música: las Juventudes Musicales, a las que los dos pertenecían y que organizaban la visita guiada, habían logrado el milagro de acercar a dos personas pertenecientes a galaxias sociales tan alejadas (mi madre era hija de castellanos emigrados a Cataluña; mi padre, de la burguesía industrial catalana). Compartían el interés y el gusto por la música clásica y por la lectura, y en general un afán de saber, una curiosidad por el mundo que hacían de ellos grandes interlocutores. Eran buena pareja para hablar; para todo lo demás… iban tirando. A mi padre le parecía bien que su mujer estudiara, trabajara, fuera más o menos autónoma…, a condición de que eso no le costara nada a él. De que él pudiera volver a casa con la seguridad de encontrar la comida hecha, la mesa puesta, las camisas limpias y planchadas en su armario, los niños bañados y cenados. De que su mujer, y en general las mujeres que había a su alrededor, fueran complacientes, agradables de ver, serviciales, perfumadas. De que él pudiera hacer su vida como la había hecho siempre: sin pensar nunca, jamás, ni por casualidad, en los demás.
Los amigos de la familia eran los amigos de mi padre. Las aficiones de la familia eran las aficiones de mi padre. Como a él le gustaba esquiar, íbamos todos a la nieve; los niños esquiábamos tanto si nos gustaba como si no, y mi madre preparaba las maletas y los bocadillos y nos esperaba en algún sitio. Como a él le gustaba ir en lancha, íbamos todos en lancha, tanto si nos gustaba como si no; yo lo aborrecía, mi madre también, pero eso tanto daba. Como a él le gustaba el vuelo a vela, íbamos todos al campo de aviación, aunque nosotros tres no pudiéramos hacer otra cosa que pasar el día entero echados en una manta sobre la hierba. Yo siempre tuve la impresión de que con el dinero que ganaba, mi padre se había comprado un coche, una casa y una familia.
Mi abuela no sólo servía la comida a su marido y a sus hijos, sino que hasta les removía el azúcar en el café («¿está meneao?», le preguntaban ellos distraídamente cuando les alargaba la taza). Mi madre le hacía las llamadas de teléfono a mi padre: él, con toda naturalidad, le pedía: «Posa’m amb…», «ponme con…», y ella obedecía. Una amiga de nuestra familia no sólo servía la comida a su marido, sino que le pelaba la fruta. Una criada que teníamos tenía un novio, el cual se iba de putas y se lo comentaba: «Las de esa calle trabajan muy bien», le decía satisfecho. «Entonces, ¿por qué no me dejas?», replicaba ella, llorosa; por lo visto, dejarlo ella a él le parecía, por alguna razón, inconcebible. «Ellos tienen la sartén por el mango…». Mi tía, casada con un pintor, pasaba los días haciéndole compañía mientras él pintaba; por las noches tenía un sueño recurrente: soñaba que estaba a cuatro patas, comiendo de la escudilla donde se le pone la comida a los perros. Y así sucesivamente.
¿Y mi madre? Durante años presencié un espectáculo que me resultaba incomprensible, aunque por lo visto a nadie más que a mí le llamaba la atención; y era éste: una persona adulta, una persona teóricamente libre, dedicaba los mejores años de su vida, sin que ninguna ley la obligara, sin que nadie le pusiera una pistola en la sien, a hacer algo que odiaba. Mi madre odiaba el trabajo de ama de casa; lo odiaba con todas sus fuerzas, lo odiaba con toda su alma, lo odiaba, lo odiaba, lo odiaba… y lo hacía. Cuántas frases suyas recuerdo perfectamente por haberlas oído mil veces…
«¿Por qué todas las mujeres tienen que ocuparse de la casa? Es como si todos los hombres tuvieran que ser zapateros».
«Las verdaderas vacaciones del ama de casa son sentarse a la mesa sin saber qué va a comer».
«Esas mujeres que dicen que les gusta la casa, ¿qué demonios quieren decir? ¿Que les gusta qué: barrer?, ¿fregar los platos…?».
«Los niños me cansan y me aburren».
Preocuparse de que en la casa de la playa hubiese manteles, y tenedores, y crema solar para todos, y toallas… Prever cada día el desayuno, decidir un primero, un segundo y un postre para la comida y un primero, un segundo y un postre para la cena. Ir a la compra, asegurarse de que hubiera siempre en la nevera suficientes tomates, de las distintas clases: para pan con tomate, para ensalada, para gazpacho… Saber qué fruta le gustaba o no le gustaba a cada miembro de la familia. Pedir hora a los médicos de su marido, de su hija, de su hijo; ir a recoger los análisis; llevar a los niños al dentista. Asistir a las reuniones de padres, pedir una reunión con la profesora para quejarse de que ponía demasiados deberes o demasiado pocos. Ir a una determinada tienda a comprar una sopera igual que la que se había roto, para que hiciera juego con el resto de la vajilla. Poner un anuncio pidiendo una criada para el verano, entrevistar a las candidatas, contratar a una, negociar las condiciones, decirle lo que tenía que hacer, transmitir las órdenes de mi padre (que nunca hablaba directamente con ellas, sino que en presencia de la interesada le decía a mi madre, en catalán, lo que quería que mi madre le dijera: «Diga-li a la bonne…». No sé por qué decía la bonne, la criada, en francés). A ese tipo de cosas dedicaba mi madre sus días.
Mi madre vivía muchísimo mejor que la suya, en parte por haber entrado, gracias a su matrimonio, en una clase muy superior a la suya de origen; en parte porque la sociedad española se había civilizado algo, aunque no hubieran cambiado las leyes, y en parte porque mi padre no era, como he dicho, especialmente machista. Especialmente. No lo era de forma activa, agresiva, militante, como mi abuelo; su machismo era pasivo y podríamos decir, por omisión. Mi madre estaba constantemente protestando de tener que cocinar, de tener que hacer la compra, de tener que ir siempre mona y arreglada, de que los hombres tuvieran amantes y las mujeres tuvieran que ser castas… Es curioso, ahora que lo pienso, que todo eso mi padre no lo comentara jamás. Y como las protestas de mi madre eran por lo bajini y las compartía sólo conmigo, o a lo sumo con alguna amiga, nada cambiaba nunca. Era terrible ver a mi madre furiosa contra un estado de cosas tan injusto… y ordenándome que me sometiera a él. ¿Por qué, mamá? «Porque los hombres tienen la sartén por el mango». Que esto me lo explicara ella, sin que mi padre tuviera que mancharse las manos, me parecía la última vuelta de tuerca: a los muchos privilegios de los hombres se añadía, al parecer, el privilegio de que nadie les avergonzara señalándolos.
Mi abuela no se atrevía ni siquiera a pensar que el mundo estaba mal hecho; para ella simplemente ser mujer era una desgracia que le había tocado en suerte, como quien nace enano o paralítico. Mi madre también sentía que era mala suerte («si hubiera podido elegir, ¡a buena hora habría nacido yo mujer!»), pero al mismo tiempo era capaz de analizar las cosas. Era inteligente y aunque lo tuvo difícil, había conseguido estudiar: hizo el bachillerato de mayor, aprendió francés, leyó a Simone de Beauvoir; tenía un espíritu crítico afiladísimo.
Pero estaba sola. Las señoras de la burguesía catalana que eran ahora sus amigas eran mucho más sofisticadas que las obreras o pescaderas con las que había crecido; vestían mejor, olían mejor, sabían francés, eran mucho más agradables de trato, pero muy conservadoras; yo creo que el dinero las anestesiaba. Qué sorpresa y qué disgusto se iban llevando, una por una, cuando descubrían las faenas que les hacían sus maridos: en general, tener amantes, pero con recochineo; se acostaban con la supuesta mejor amiga de su esposa, o con la criada que vivía en casa… Con mi mentalidad cartesiana de alumna del Liceo Francés, yo no podía sino constatar que a casi todas les pasaba lo mismo, y que casi todas reaccionaban igual: se intentaban suicidar o se hacían la cirugía estética, o las dos cosas. Ninguna se murió y ninguna consiguió que el marido volviera a quererlas. Y ellas sufrían sin entender: no sabían interpretar lo que les había pasado más que en clave personal («él es un cabrón, ella es una mala amiga») o esencialista («los hombres son así»), pero no social, política.
Mi madre estaba sola, y además tenía miedo. El miedo que teníamos todas, el que las madres instilaban en las hijas, el que me estaba transmitiendo a mí. Miedo a que los hombres, los mismos que se iban de putas, nos rechazaran horrorizados si sospechaban que no éramos vírgenes. Miedo a que nos hicieran daño: nuestro vecino de rellano pegaba palizas a su mujer, ante la indiferencia general, y en una época se instaló en el edificio en que vivíamos una pareja joven cuyos golpes, llantos y aullidos oíamos todas las noches, sin que nadie hiciera nada. Miedo permanente, obsesivo, a todo eso que salía en la sección «Sucesos» de los periódicos, que mi padre no leía y mi madre se sabía al dedillo: «Crimen pasional», «Turista violada y asesinada»… Cuando a los veintipocos años me fui a vivir sola a un cuchitril situado en lo alto de un edificio, cuya puerta estaba al lado de la que daba a la azotea y que se mantenía abierta con una piedra, mi madre, siempre que venía a verme, se quedaba mirando esa piedra… No hacía ninguna falta que dijera nada: a mi mente acudía la misma imagen, la misma pesadilla, que a la suya. Cuando después me mudé, siempre sola, a otro barrio, ya sin azotea ni piedra, el miedo sólo cambió de forma: mi madre me aconsejó que no pusiera sólo mi nombre en el buzón, sino que le añadiera un nombre masculino cualquiera.
Mi madre, como su madre, no quería que a su hija le pasara lo mismo que le había pasado a ella; no sabían muy bien cómo evitarlo, pero intuitivamente, ambas adivinaron que la mejor o la única manera de escapar a todo eso se cifraba en una palabra: estudiar. Y como mi madre antes que yo, yo lo entendí así y me lancé de cabeza a los estudios. Mi primera rebeldía fue, paradójicamente, la de ser una alumna ejemplar. Estudiaba con pasión lo que me echaran: historia, literatura, inglés, geografía, latín… El esquí en La Molina o en Baqueira, la ropa comprada en Gonzalo Comella o El Dique Flotante, las salidas a bailar a Pachá, los pantalones Levi’s, las gafas Ray-Ban…: con qué placer vengativo despreciaba yo todo eso que encandilaba a mis compañeras de clase. Mi placer, exquisito, era traducir a Cicerón o aprenderme los afluentes del Ebro, y más exquisito todavía: salir a la pizarra, recitar la lección de corrido… y tener mejores notas que los chicos. En todo el bachillerato y la carrera, sólo suspendí una asignatura, y no por casualidad, naturalmente, aunque eso lo entendí más tarde: la costura. Lo que hacía mi abuela.
A los diecinueve años hice dos cosas importantes: perder la virginidad e ingresar en el Partido Feminista.
Lo primero fue un trámite, no especialmente agradable, algo así como pasar el examen de selectividad o el permiso de conducir; había que hacerlo para acceder a la etapa siguiente, la de una libertad maravillada: ¿podía acostarme con quien quisiera?, ¿de verdad? ¡Sí! ¡Podía! ¡Incluso por una sola noche…! Lo cierto es que fue solamente con los amantes de unos meses con quien descubrí el placer; los de una noche sólo me daban la satisfacción de sentirme libre, autónoma, moderna. De comprobar que, como decía mi abuela, yo no iba a ser una esclava.
¿Qué habría pasado si hubiera sido mi madre, en vez de mi abuela, la que hubiera encontrado en el suelo las llaves de mi amante de una noche? Bien mirado, supongo que nada. Se acababa de morir Franco, y la sociedad española estaba cambiando a un ritmo vertiginoso. En unos pocos años, se hizo una ley de divorcio, se despenalizó el adulterio, los anticonceptivos, que ya circulaban de extranjis, se legalizaron también… y mi madre vio cómo en todas las familias de sus amigos, y en la nuestra, sucedían, y se aceptaban con más o menos disimulo y más o menos resignación, cosas que sólo cinco años atrás hubieran sido escandalosas: embarazos fuera del matrimonio, parejas jóvenes que vivían juntas sin casarse, chicas que iban a abortar a Londres...

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Sanz, M. (2019). Tsunami. Miradas feministas ([edition unavailable]). Editorial Sexto Piso. Retrieved from https://www.perlego.com/book/2563241/tsunami-miradas-feministas-pdf (Original work published 2019)

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Sanz, Marta. (2019) 2019. Tsunami. Miradas Feministas. [Edition unavailable]. Editorial Sexto Piso. https://www.perlego.com/book/2563241/tsunami-miradas-feministas-pdf.

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Sanz, M. (2019) Tsunami. Miradas feministas. [edition unavailable]. Editorial Sexto Piso. Available at: https://www.perlego.com/book/2563241/tsunami-miradas-feministas-pdf (Accessed: 15 October 2022).

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Sanz, Marta. Tsunami. Miradas Feministas. [edition unavailable]. Editorial Sexto Piso, 2019. Web. 15 Oct. 2022.