El bazar de la memoria
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El bazar de la memoria

Cómo construimos los recuerdos y cómo los recuerdos nos construyen

Veronica OKeane, Lorenzo Luengo

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El bazar de la memoria

Cómo construimos los recuerdos y cómo los recuerdos nos construyen

Veronica OKeane, Lorenzo Luengo

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En este libro impactante, esclarecedor y reflexivo, la destacada psiquiatra Veronica O'Keane nos explica, a través de su experiencia terapéutica, las redes neurológicas y los procesos que intervienen en la memoria; brinda además ricas perspectivas filosóficas y literarias.Una punzada de tristeza, un suspiro de pesar, el ímpetu del amor, el entumecimiento que produce la pérdida… los recuerdos tienen el poder de conmovernos, a menudo cuando menos lo esperamos, señal del complejo proceso neuronal que actúa tras los bastidores de nuestra vida cotidiana. Un proceso, además, que nos conforma y nos construye al filtrar el mundo que nos rodea, moldear nuestro comportamiento y alimentar nuestra imaginación.Veronica O'Keane ha dedicado muchos años a observar el modo en que memoria y experiencia se entretejen. A partir de las conmovedoras historias de sus pacientes, e involucrando a conocidos escritores, la autora explica las últimas investigaciones neurocientíficas para resituar nuestra comprensión del extraordinario rompecabezas que es el cerebro humano. Se pregunta, entre otras cosas, por qué los recuerdos nos producen una sensación tan real, de qué modo están vinculadas a ellos nuestras sensaciones y percepciones, por qué el lugar es tan importante para la memoria, o si existen recuerdos «verdaderos» y «falsos». Y, por encima de todo, ¿qué sucede cuando el proceso de la memoria se ve alterado por la enfermedad mental?El rigor y la diversidad de datos y referencias que confluyen en este volumen hacen de él un auténtico bazar que nos invita a rebuscar y descubrir en él las revelaciones más asombrosas y también, en el mejor sentido, inquietantes.

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Information

Publisher
Siruela
Year
2021
ISBN
9788418708695

PRIMERA PARTE

Cómo creamos recuerdos

1

Albores

Hay sucesos que cada uno de nosotros ha experimentado a lo largo de su vida con la profética sensación de que los recordará por siempre. A veces esta sensación es particularmente intensa, y, aunque no resulte epifánica, lleva aparejada la impresión de que hemos penetrado en un nuevo nivel de percepción. Esta nueva percepción es de tipo preverbal, como el repiqueteo de las tazas sobre los platillos que se hace notar como el único indicio de un corrimiento de tierras. El repiqueteo que me puso en el camino de comprender la verdadera sustancia de la memoria tuvo lugar en Londres a principios de la década del 2000. Echando la vista atrás, el incidente se parece a la escena introductoria de una novela donde cada ingrediente de la historia que se va a contar es expuesto con una astuta y casual inocencia que, al analizarla retrospectivamente, ya presagia lo que vendrá. La historia de Edith me hizo emprender un viaje en el que derribaría y reformularía mis ideas en torno a la memoria: un conocimiento que se había automatizado en mí, pero que, de alguna manera, eludía el material esencial de lo que supone ser una persona viviente y percipiente, con su memoria esculpida por la experiencia individual.
Conocí a Edith en el hospital Royal Bethlem, el psiquiátrico más antiguo del mundo, que ahora formaba parte del hospital Maudsley, cuya fama es mucho más reciente. El Bethlem se remonta al año 1247, fecha en que recibió el nombre de Bedlam, hasta que bedlam pasó a ser un término que en inglés indicaba tumulto y caos. El hospital fue rebautizado a principios del siglo XX como Bethlem Royal. Las unidades de tratamiento se extendían en los más de 100 acres de avellanos y castaños de Indias que componían las tierras del hospital. Durante cinco años, a comienzos de la década del 2000, trabajé como médico principal de una unidad de Salud Mental Perinatal, unidad que de momento se ha salvado de los recortes de servicios del NHS, el sistema de salud pública inglesa, que han tenido lugar desde entonces. De todos los lugares del Reino Unido nos derivaban mujeres para proporcionarles un tratamiento especializado en los trastornos psiquiátricos perinatales: trastornos que surgen durante el embarazo o durante el período posparto.
Una familia de tejones se había instalado en un túnel en los terrenos próximos a la entrada de nuestra unidad. A menudo me detenía a observar la abertura de la madriguera en aquel suave montículo, por si acaso el tejón, quizá en un espontáneo rapto de protectora vigilancia, asomaba la cabeza durante el día. En esos años viajaba entre Londres y Dublín, y en Dublín mis dos pequeños aguardaban cada semana la noticia de algún avistamiento, pero tenían que conformarse con las prensadas florecillas que les traía del bosque en primavera y verano, y con avellanas y castañas ya entrado el otoño. Disfruté mucho de los cinco años que pasé trabajando en el Bethlem, devolviendo a mujeres como Edith, que habían caído bajo la cruel enfermedad de la psicosis posparto, a la vida normal. Muchas de las que ingresaban en nuestro módulo sufrían este tipo de psicosis tan poco difundido, que cada año azota a 1.400 mujeres en el Reino Unido. Edith fue ingresada en el Bethlem unas semanas después del nacimiento de su bebé. Esta es su historia.
Edith carecía de un historial de enfermedades psiquiátricas cuando dio a luz a su bebé. La llegada del bebé era aguardada con alegría. Fue un embarazo saludable, y los escáneres del feto eran normales. El parto careció de dificultades y el bebé nació sano y en la fecha precisa. En los días que siguieron al nacimiento del bebé, Edith se volvió emocionalmente distante, y parecía cada vez más confusa. Se mostraba angustiada y preocupada, pero no expresaba la causa de su agitación. Su condición se deterioró rápidamente hasta el punto de que en el momento de su ingreso había dejado de comer, y paseaba sin propósito por su casa día y noche, desentendiéndose del bebé y el resto del mundo. Su médico de cabecera la evaluó en casa y nos la derivaron de inmediato para su valoración y tratamiento. Cuando conocí a Edith, reparé en que estaba insólitamente delgada pese a que había dado a luz menos de dos semanas antes. Tenía una expresión ilegible, y se mostraba más o menos muda o indiferente a nuestras preguntas.
Con frecuencia vemos este semblante «ausente» en individuos que han sufrido experiencias psicóticas. En el caso de mujeres con psicosis posparto, por lo general perciben voces que nadie más escucha, pueden oler algo —normalmente desagradable— que no procede del mundo exterior, y pueden sentir cosas en sus cuerpos que no están causadas por nada o nadie que al menos visiblemente alcance a tocarlos. A tales alucinaciones auditivas, olfativas, visuales o somáticas (táctiles o viscerales) se las denomina sintomatología psicótica. El primer principio que debemos establecer es que aquello que llamamos síntomas son auténticas experiencias sensoriales. Oír un sonido, una voz humana, es una experiencia subjetiva, ya se origine la voz en el mundo exterior o lo haga en el cerebro a causa de un resorte neuronal de tipo patológico. La experiencia de escuchar voces es similar en ambos casos: tema aparte es el origen de la sensación. Si la experiencia tiene por causa un resorte cerebral de tipo patológico, la persona que escucha la voz, como es habitual, mirará a su alrededor para ver quién está hablando, y podrá atribuir las voces a alguien que se halle presente, o a unos altavoces ocultos. Por lo común, aquellos que experimentan alucinaciones auditivas darán la impresión de estar hablándose a sí mismos, cuando lo cierto es que estarán respondiendo a unas voces tan audibles y reales para ellos como la voz de cualquier persona viva.
Esto lleva al aislamiento de la persona psicótica, atrapada en un mundo sensorial que no es sino una interpretación incorrecta del mundo exterior. Así, el psicótico puede llegar a creer que ha alcanzado un nivel de experiencia sensitiva que está vedada a otros, un «sexto sentido». La mayoría de las veces, quienes se encuentran sumidos en un estado psicótico invocarán a fuerzas invisibles, ya sean extraterrestres, fantasmas, fenómenos mágicos, deidades, o, en el caso de Edith, el diablo, para explicar esas experiencias subjetivas que no concuerdan con la forma en que perciben el mundo aquellos que los rodean.
Edith solo pensaba en darle un sentido a aquellas vívidas experiencias y se veía incapaz de responder al mundo de los estímulos sensoriales externos. Como buena parte de las mujeres que sufren la agonía de la psicosis posparto, Edith parecía encontrarse en un estado alterado de conciencia, como si la hubieran arrancado del mundo. Al evaluarla me di cuenta de que unas veces Edith me miraba fijamente a los ojos y otras cerraba los párpados con fuerza, y de tarde en tarde se quedaba mirando a algún miembro del equipo. Parecía mirar a quien se encontrara en el lugar del que procedían las voces que escuchaba. Sus movimientos eran poco naturales y carecían de propósito. Se mostraba muy cautelosa y trataba de ocultar su confusión y sus miedos. Era evidente que respondía a unos estímulos sensoriales que no se originaban en el mundo exterior, que sufría una psicosis posparto.
Edith había dejado de preocuparse por el bebé. «Sabía» que su bebé no era el mismo bebé al que había dado a luz, aunque parecía idéntico. Su bebé no tendría ese olor a podrido. Así que algo se las había ingeniado para cambiarle el bebé. Al principio no estaba segura de si le habían arrebatado el bebé que había alumbrado y el que tenía ante sí era un sustituto idéntico a él, o si acaso su bebé había sido poseído por una fuerza espiritual maligna, probablemente el diablo. De camino al Bethlem, Edith pasó junto a un cementerio que conocía bien, al encontrarse tan cerca de su casa. Al mirar por entre las verjas, sus ojos se detuvieron en una pequeña lápida que, según reparó, se hallaba ligeramente inclinada. Se dio cuenta entonces, nada más ver aquella pequeña lápida, que su bebé había sido enterrado allí. La antigua tumba disfrazaba el reciente enterramiento, y estaba inclinada porque hacía poco que la habían movido. Esto le hizo comprender ya sin ningún género de dudas que el bebé que ahora tenía consigo era un impostor. Perversamente, habían separado a Edith del bebé al que había dado a luz, y ahora los mismos que habían perpetrado aquella malignidad se disponían a encerrarla.
Esto no me lo contó Edith, ni a mí ni a nadie, cuando la ingresaron en el hospital, porque eso hubiera significado enseñar sus cartas, y por tanto delatarse a sí misma. Solo tendría una oportunidad de salvarse si fingía ignorar que interpretábamos un papel con el fin de engañarla. No podía dejar traslucir nada. Nos seguía la corriente y trataba de decir lo mínimo indispensable.
Una de las experiencias que he observado frecuentemente en las mujeres que sufren de psicosis posparto es la creencia de que las personas más cercanas a ellas, y en especial sus bebés recién nacidos, han sido sustituidas por dobles, por un impostor. Este fenómeno recibe el nombre de síndrome de Capgras, en honor al médico que, en principio, lo describió por primera vez. Digo «en principio» porque la figura del bebé sustituido al nacer se remonta hasta nuestras fábulas más antiguas, los cuentos de hadas. Volveremos a los cuentos de hadas al final del libro.
Aparte del bebé, Edith pensaba que también su pareja era un impostor, un sustituto idéntico, que actuaba en connivencia con aquellos que pretendían dañarla. Tardó varios meses en confesarme esto, después de su recuperación. Dado que a Edith le aterraba que las fuerzas malignas se apoderasen de ella, quería escapar del hospital. Se negaba a tomar su medicación, que imaginaba sería venenosa, o en el mejor de los casos una droga que debilitaría sus energías para luchar contra la conspiración. Entendía que ella era la única persona que faltaba por eliminar antes de que pudiera establecerse un nuevo orden. El impostor que hacía las veces de su marido y la grotesca pantomima que la rodeaba la tenían a ella ahora como objetivo. Los gestos que intercambiaban aquellos maliciosos intrigantes estaban llenos de significado: nada era accidental o incidental. Nadie era quien parecía ser, y aquellos que se hacían pasar por su familia se habían llevado a su bebé, en connivencia con otros, y luego lo habían matado y enterrado a toda prisa en el cementerio local.
Comprendimos que sería peligroso que Edith abandonase la unidad, y decidimos iniciar un tratamiento con medicación antipsicótica. Al cabo de los días Edith empezó a sentir menos ansiedad y comenzó a respondernos. Dos semanas después, a medida que se atenuaba su psicosis, empezó a angustiarle estar separada de quien ahora entendía era su bebé, y quiso reunirse con él. Cuando su pareja lo llevó a la unidad, Edith respondió con lágrimas y alegría. No puedo imaginar la confusa mezcla de emociones que Edith debió experimentar, pero entre ellas se contaban las emociones de una mujer que acababa de dar a luz. Poco a poco se recuperó y tres semanas después abandonó nuestra unidad; ya no sufría psicosis, pero estaba traumatizada por lo que le había ocurrido.
En las sucesivas visitas a mi consulta que realizaría durante los meses siguientes, Edith me contó lo que había experimentado durante su psicosis. Tras el comienzo del tratamiento, las voces habían ido atenuándose poco a poco de un volumen normal a un susurro, se habían vuelto menos frecuentes, hasta que por fin desaparecieron del todo. Desapareció también toda idea de que su pareja y su bebé habían sido reemplazados, y con ello la de que todo el mundo a su alrededor, incluyendo al equipo médico, formaban parte de una trama paranoide. Se sentía muy avergonzada de las cosas que había creído durante su psicosis, especialmente en lo que concernía al bebé, y quería dejar atrás aquel episodio. También le preocupaba que, si revelaba lo que había pensado que ocurría, habría quien pudiera considerarla una mala madre. Antes de sufrir su trastorno, Edith apenas sabía una palabra acerca de las psicosis, y nunca había oído hablar de la psicosis posparto. Lo que creía saber de sí misma había sufrido un cambio radical. La tranquilicé asegurándole que la psicosis era una enfermedad causada por los rápidos cambios hormonales sucedidos durante el parto que habían afectado a su cerebro; que esto había causado que algunas partes de su cerebro se disparasen, creando unas experiencias subjetivas que parecían proceder del exterior cuando en realidad habían sido fraguadas dentro de su cerebro.
Es de la experiencia subjetiva de donde debe partir cualquier explicación que se le trate de dar a la psicosis. Toda sensación, ya sea una voz, un olor, una percepción táctil, una imagen visual, ya sea «psicótica» o «real», ya se haya visto estimulada por algo del mundo exterior o porque el cerebro se dispara sin razón aparente y sin el intermedio de una sensación externa, se experimenta como algo real. Edith y yo determinamos que ella había percibido subjetivamente sus experiencias como experiencias reales, y que eran, por tanto, inconfundiblemente ciertas. Nos referíamos a las experiencias como algo real, pero entendiendo implícitamente que eran también psicóticas.
La escena que yo recordaba una y otra vez era una conversación que habíamos mantenido tras su alta hospitalaria. Pregunté a Edith si había experimentado alguna idea psicótica, por fugaz que fuese, acerca de su bebé o su pareja desde que le dimos el alta. Ella me respondió que así había sido en las primeras etapas de su recuperación, pero que con el tiempo había ido a menos. Me dijo que al pasar por delante del cementerio, de camino a la consulta, su mirada se detuvo en la pequeña lápida que había visto anteriormente, cuando la derivaron a su reclusión involuntaria en Bethlem. Se trataba de la misma tumba donde creyó que su bebé había sido enterrado. Ahora, varios meses despues, al mirar aquella pequeña lápida inclinada, sintió por un momento que «regresaba» al hospital para que la retuviesen contra su voluntad los mismos impostores que habían sustituido a las personas reales que formaban parte de su vida. Se vio invadida por todo lo que suponía aquella certeza, así como por una sensación de terror. Le pregunté si era consciente de que en esta segunda ocasión aquellas ideas psicóticas no eran reales. Lo que me contestó a renglón seguido fue lo que me impelió a seguir un largo camino de interrogantes acerca de la naturaleza de la memoria. Me miró fijamente y dijo: «Sí..., pero los recuerdos son reales».
Y así fue como descubrí que el recuerdo de Edith parecía existir como una entidad orgánica diferenciada: una instantánea experiencial, una «analepsis». ¿Qué es una analepsis sino un recuerdo vívidamente experimentado? Para Edith había desaparecido el intervalo de tiempo entre evocación y suceso, y el recuerdo era una experiencia...

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