Desafíos migratorios: realidades desde diversas orillas
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Desafíos migratorios: realidades desde diversas orillas

María Teresa Palacios Sanabria, María Lucía Torres-Villarreal, Fernanda Navas-Camargo

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Desafíos migratorios: realidades desde diversas orillas

María Teresa Palacios Sanabria, María Lucía Torres-Villarreal, Fernanda Navas-Camargo

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En la actualidad, en todos los continentes se enfrentan situaciones relacionadas con movimientos de personas. Según la ONU, el 3, 4 % de la población del planeta es migrante (económico, refugiado, solicitantes de asilo, incluso desplazados internos), y el tratamiento que los Estados les da se constituye en un reto que hace parte de las agendas gubernamentales.La diversidad en la configuración de los destinos y del perfil migratorio hace necesario que los Estados planteen respuestas frente a la migración, aun cuando no es posible hallar una política perfecta y acabada que logre equilibrar la gestión eficiente de las migraciones que promueva flujos seguros y ordenados y el respeto por los derechos de los migrantes, quienes esperan que en los Estados de acogida puedan hallarse condiciones óptimas que les permitan alcanzar su proyecto de vida. Desde este contexto, la academia está llamada a reflexionar en torno a las dinámicas migratorias, los estándares internacionales, las legislaciones y las dificultades que, en términos de derechos, tienen los extranjeros. Así, los autores aunaron esfuerzos para generar nuevo conocimiento, y en este libro presentan a la sociedad los principales desafíos que proponen los movimientos de personas.

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Information

Year
2020
ISBN
9789587845068
Topic
Law
Index
Law
Capítulo 1
Desarrollo de los derechos sociales y la migración en el contexto del Estado de bienestar
Ana María Solarte Cuncanchon*
Julio Armando Rodríguez Ortega**
Gildardo Moreno Quiroga***
Introducción
Por derechos sociales se entiende el catálogo de derechos establecidos en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. Entre estos, los que conllevan los derechos migratorios y en la tradición del derecho internacional de los derechos humanos se denominan “derechos económicos, sociales y culturales”.
Las migraciones pueden ser de varios tipos: voluntarias o forzadas; internas o internacionales; temporales o permanentes; y por diferentes motivos: persecución, económicos, profesionales, afectivos, familiares, presiones climáticas, etc. En los últimos ochenta años hemos sido testigos de colosales migraciones forzadas de población humana debidas a conflictos armados, llegando a una cifra récord en la actualidad de 59,5 millones de desplazados forzados, de los cuales 20 millones están fuera de sus países de origen (González, 2016).
Se le llaman de esta manera porque es el Estado quien debe proteger esos derechos que nacen desde la colectividad, es decir, la migración como un fenómeno natural que se ha dado desde la creación de la humanidad. Se trata de realidades que deben ser reguladas y protegidas por que la norma, no solo son para los ciudadanos, y que han tenido su desarrollo con el crecimiento y protagonismo en el siglo anterior del llamado Estado de bienestar, dentro del cual se multiplicaron también las funciones públicas de tipo económico y social en el marco de su discrecionalidad, sin que se trate de derechos claramente definidos y accionables frente a órganos públicos.
Acceder a estos derechos tiene un costo económico y su ejercicio es diferenciable según el estrato social al que se pertenezca, aunque ellos ocupen un amplio espacio en las normas constitucionales o en los tratados internacionales sobre derechos humanos. Los derechos sociales que componen a la migración han sufrido a lo largo del tiempo el problema de ser considerados como meras declaraciones de buenas intenciones, como compromisos políticos, e incluso como simples promesas, como por ejemplo la Convención del Estatuto de los Refugiados de 1951, basado en la Declaración de los Derechos Humanos. Se ha cuestionado si son en realidad auténticas normas jurídicas, a pesar de que se encuentran incluidas en normatividades internas, tratados internacionales y leyes de los Estados, pero el principal argumento y discusión es que no son susceptibles de ser exigidas judicialmente (Abramovich y Courtis, 2002, p. 19).
Sin embargo, los derechos sociales marcan la diferencia entre el Estado liberal de derecho y el Estado social de derecho, pues en el primer caso se trata de las garantías liberales negativas, esto es, deberes públicos negativos, caracterizados porque la base de su legitimación es impedir el empeoramiento de las condiciones de vida de los ciudadanos, mientras que en el segundo caso se trata de garantías sociales positivas, que involucran deberes públicos positivos, prestaciones positivas, definidas como derechos sociales, que tienen su base de legitimación en la eficacia del mejoramiento de las condiciones de vida a través de la educación, la salud, la vivienda, la recreación o el trabajo.
Lo anterior significa que si tales prestaciones no son satisfechas, gracias a las garantías de tales derechos, deslegitiman los poderes del Estado, e invalidan sus acciones o sus omisiones. El análisis de las formas de esta deslegitimación constituye el principal problema teórico de la ciencia jurídica garantista (Ferrajoli, 1989, pp. 862-869). La crisis de legitimidad en el Estado moderno se evidencia cuando se observa que no bastan las actuaciones ajustadas a la legalidad, sino que es necesaria la realización efectiva de los fines sociales del Estado y el objetivo fundamental de su actividad en la solución de las necesidades insatisfechas, que no son otra cosa sino el eficaz ejercicio de los aquí llamados derechos sociales, es decir, la educación, la salud, la vivienda y las condiciones de vida acordes con la dignidad de la persona humana, que como prestaciones positivas propias del Estado social de derecho determinan su ilegitimidad (Rodríguez, 1998, pp. 83-94).
La aplicación de los derechos humanos para el caso de los migrantes demanda la aplicación de una política de discriminación positiva. “La migración forzosa es una tragedia de la humanidad y una consecuencia del desamparo del desarrollo económico, social y político. Huir y querer preservar la vida no es un lujo, ni solamente un instinto” (González, 2016). Tanto en el derecho internacional como en las legislaciones nacionales, la discriminación positiva resulta ser un instrumento clave en la consolidación de una política para la reducción de las desigualdades, particularmente entre los diferentes grupos sociales históricamente discriminados. Esta se caracteriza por la aplicación de cualquier regla selectiva; dichas reglas consagran y garantizan determinados privilegios, dando más a los que tienen menos, generando así una situación de discriminación en beneficio de la igualdad.
Estado del arte
La migración es aquella posibilidad de movilización de la población a través de las fronteras de un Estado. Según la teoría neoclásica y Ceballos Medina este fenómeno es un producto de la estructura de oferta y demanda, estrechamente ligado a factores económicos, por el cual los migrantes se desvinculan de su lugar de origen y su entorno social (Ceballos, 2010, pp. 1-212). Los migrantes deciden “emigrar después de un cálculo de costo-beneficio que los lleva a esperar que este desplazamiento internacional les produzca beneficios netos, generalmente monetarios” (Massey, Durand y Malone, 2009, p. 16). La migración, en palabras de la Real Academia de la Lengua (2018), es un fenómeno cambiante y dinámico de desplazamiento geográfico de individuos o grupos colectivos, que responde a los desafíos políticos, sociales, religiosos, económicos y culturales del contexto de los migrantes. En esta concepción, el fenómeno migratorio se presenta como algo restrictivo, desconoce una serie de elementos fundamentales propios en la dinámica de vida del ser humano y sus contextos históricos, sociales y culturales, verbo y gracia, el modelo clásico de atracción-expulsión (push-pull):
La teoría push-pull cumple con esta perspectiva, los trabajadores responden a las señales del mercado empujados o estimulados por condiciones adversas en el país de origen —inestabilidad política, desigualdades económicas, recesión, desempleo— y deciden migrar hacia los centros industrializados donde la demanda de mano de obra crece y las condiciones favorables funcionan como factores de atracción —mayores oportunidades laborales, mejor distribución de los ingresos, salarios más altos—. (Ceballos Medina, 2010, p. 22)
Estas teorías clásicas condicionaron las causas de la migración a la economía; la teoría asimilacionista, por su parte, refleja el interés del inmigrante en la adopción de modos de vida, prácticas y costumbres del país de acogida intentándose en la sociedad reflectora. A este modelo contemporáneo de la migración, se le suma el de las redes migratorias. Esta teoría evidencia “la existencia de diversos vínculos que conectan a migrantes, antiguos migrantes y no migrantes en su área de origen y de destino a través de los lazos de parentesco, amistad y comunidad de origen compartida” (García, 2001, p. 1). Hay una condición de adaptabilidad. Estas teorías desconocen por completo otro tipo de factores, fundamentales en el fenómeno de migración. Se debe aclarar que, a su vez, dicha “problemática”, en función a la causa que origina la movilización, puede connotar en una concepción diferente, aterrizando en el plano de otra problemática, que, aunque inherente al proceso de desplazamiento de un lugar a otro por parte del individuo, se denomina con otro nombre, tal es el caso de los refugiados o desplazados.
La legislación internacional no es ajena a los postulados clásicos en la materia. Asociado el fenómeno a la búsqueda de empleo y el mejoramiento de la calidad de vida, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) ha elaborado una serie de instrumentos tendientes a regular dicho fenómeno, como el Convenio relativo a los trabajadores migrantes (No. 97), el Convenio sobre las migraciones en condiciones abusivas y la promoción de la igualdad de oportunidades y de trato de los trabajadores migrantes (No. 143), la Recomendación sobre los trabajadores migrantes (No. 86), la Recomendación sobre los trabajadores migrantes (No. 151), el Convenio relativo al trabajo forzoso u obligatorio (No. 29), el Convenio relativo a la abolición del trabajo forzoso (No. 105) y, finalmente, la Convención internacional sobre la protección de los derechos de todos los trabajadores migratorios y de sus familiares. No obstante, debe señalarse que dichas prerrogativas, aunque en la órbita del trabajo, garantizan los postulados esenciales de la condición humana. El artículo 13 de la Declaración Universal de Derechos Humanos afirma el derecho a la libertad de circulación y residencia.
Se calcula en la actualidad, según datos de Naciones Unidas, que 244 millones de personas viven fuera de sus países de origen emigrando por diversos motivos. Los migrantes suelen vivir y trabajar clandestinamente, privados de derechos y libertades, cualquiera sea su condición (desplazados o refugiados). Son, por mucho, individuos más vulnerables que el resto de la población, con lo cual la búsqueda de protección y de oportunidades se entrelaza de manera indisociable. Las vulneraciones de los derechos humanos de los migrantes son un hecho innegable, significan un reto de política pública nacional e internacional.
Por su parte, Ferrajoli (2020, pp. 28-30) señala que la mayor parte de tales derechos carecen jurídicamente de técnicas de garantía tan eficaces como las establecidas para los derechos de libertad, lo cual depende en su concepto de un retraso de las ciencias jurídicas y políticas, que hasta la fecha no han teorizado ni diseñado un Estado social de derecho equiparable al viejo Estado de derecho liberal, y han permitido que el Estado social consista en una simple ampliación de los espacios de discrecionalidad de los aparatos administrativos, y el juego no reglado de los grupos de presión, dando lugar a la proliferación de discriminaciones, privilegios y caos normativo. La tarea de los juristas sería proponer las técnicas garantistas de que dispone el ordenamiento, o bien de elaborar y sugerir desde fuera nuevas formas de garantía aptas para reforzar los mecanismos de autocorrección.
Los llamados derechos sociales han sido elevados al carácter de derechos fundamentales, como un derecho de la persona y como un servicio público con función social y se ha dicho que todos los derechos constitucionales son fundamentales porque involucran los valores que los constituyentes quisieron elevar democráticamente a la categoría de bienes especialmente protegidos por la Constitución, sin tener en cuenta su dudosa universalidad, su accesibilidad, su justiciabilidad1 y, sobre todo, la disponibilidad presupuestal para su ejercicio. Sobre el particular, la jurisprudencia constitucional ha evidenciado no pocas contradicciones, pues siempre ha propugnado la primacía de los derechos de la persona y la imprescriptibilidad de los derechos fundamentales, aplicando el principio de la inmediatez, pero ignorando su protección judicial y dejando en manos de la tutela la incertidumbre de unos derechos que el Estado no está en capacidad de satisfacer.
La extensión conceptual de los derechos sociales al carácter de los derechos fundamentales como derechos universales participa en la determinación de los componentes de su legitimidad. La legitimidad y la eficacia en la protección de los derechos sociales, al igual que los principios rectores y la legalidad, son abordados por Luis Prieto Sanchís (1990, p. 12), con fundamento en la información desalentadora que proporciona la realidad política y jurídica, fundamentalmente por la evidencia del notable deterioro de la legitimidad, su ineficacia, su función social y el sustento filosófico que le atañe.
Los derechos sociales tuvieron su origen en las características institucionales de los programas del Estado de bienestar, como parte de las políticas de protección social, para que tales derechos no dependieran de las fuerzas del mercado; es decir, que a veces en el beneficio de un interés propio puede beneficiar a un grupo, “teoría de la mano invisible”. En realidad, lo que hoy se denomina derechos sociales no son otra cosa que la expansión de los servicios del Estado de bienestar en el contexto de la posguerra, como una respuesta al problema del desempleo, la estratificación social, las políticas de solidaridad social y el creciente poder de clase trabajadora y las organizaciones de trabajadores.
Al principio, funcionaron como acuerdos sociales, buscando soluciones distributivas, propias de la social democracia, que involucra servicios sociales, como educación, salud, recreación y vivienda, como respuesta a las necesidades de los asalariados y de los cambios en la familia y en la reproducción familiar, propios de la sociedad industrial, al igual que las nuevas relaciones de consumo y producción, que dan lugar a servicios personales, en el marco de la creación de nuevos empleos. Tales servicios crecieron vertiginosamente, las economías domésticas se enriquecieron y dieron lugar a una maduración del Estado de bienestar (Gosta Esping, 1993, pp. 16-51).
Dichos servicios sociales, que en la actualidad han sido elevados a la categoría de derechos sociales, propios del capitalismo de bienestar social, han logrado el compromiso del Estado para su expansión y su mejoramiento en el campo de la salud, la educación, la recreación y el empleo, abriendo una amplia participación a las mujeres y a las minorías desfavorecidas, buscando prevenir potenciales conflictos sociales, derivados de la estratificación social y de la reducción del mercado de trabajo, aunque las diferencias de clase se reproduzcan dentro de tales grupos.
Por todo lo anterior, los denominados derechos sociales no tienen la universalidad que se les pretende atribuir, sino que son el resultado de la evolución social y política, en la lucha por la redistribución, el reconocimiento y la autonomía personal, en un largo proceso histórico de marchas y contramarchas, que se han transformado en doctrina y plataforma del Estado democrático de derecho, enlazados con el constitucionalismo social y que no son otra cosa que una creación occidental. Si se toma en cuenta su eficacia, los derechos sociales no son más que puras entelequias, a las que se les asigna una dimensión humana e histórica, como resultado de una lenta afirmación, incesante expansión y evidente relativismo, que se hacen depender de una disponibilidad presupuestal.
Su desarrollo constitucional y legal se identifica, como ya se dijo, con el nacimiento y evolución del Estado moderno de bienestar, cuya legitimidad depende de su eficiencia, si se les pretende encontrar una sustentación, pues en las democracias de Occidente no son más que expectativas, cargadas de grandes contradicciones, pues requieren de estructuras organizativas de carácter administrativo no siempre viables desde el punto de vista económico, social, normativo y político. Así pues, los llamados derechos sociales no son más que demandas de la población civil al sistema administrativo, que se responden con la prestación de servicios dentro del Estado de bienestar y cuyo mayor reto lo constituye su disponibilidad económica y la eficacia de su funcionamiento (Mejía y Giraldo, 2008, pp. 176-179).
El Estado, como proveedor de tales servicios sociales, tiene que disponer de mecanismos regulatorios esenciales e insumos fiscales, cuyo objeto es satisfacer expectativas sociales, procesos que otorgan su legitimidad en té...

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