La disolvencia del cine mexicano
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La disolvencia del cine mexicano

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La disolvencia del cine mexicano

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La disolvencia del cine mexicano es el cuarto volumen de ensayos de Jorge Ayala Blanco, al cual anteceden La aventura, La búsqueda y La condición. El presente es un estudio detallado del significado cultural del cine nacional que abarca la segunda mitad de los años ochenta. Dividido en ocho partes: "La nueva generación de cómicos", "El aplauso rosa", "Elogio a la violencia", Un punto de vista de autor popular", "La ambición documental", "Lo exquisito propositivo, "Un punto de vista de autor exquisito" y "La mirada femenina", los textos aplican la "disolvencia", en términos cinematográficos, fundiendo distintos e inteligentes enfoques y miradas del autor a lo popular y novedoso del cine nacional de esa época.

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Sexta parte
Lo exquisito propositivo

Victoria
del suelo incorruptible y del tiempo justo
contra quienes pretenden
negar nuestra condición
de lodo quebradizo
y ser como dioses.
José Emilio Pacheco, Fisura

El horror caligráfico

Como su nana le ha dicho que las brujas lo pueden todo, la malditaza niña huérfana Verónica (Ana Patricia Rojo) se finge hechicera e intimida a la débil, engaña con supuestos encantamientos y pactos satánicos a la crédula niña rica Flavia (Elsa María), la aterroriza para hacerse invitar al rancho de la familia de ella y expander su dominio, la despoja mediante chantajes de su perrito mascota Jipi y la hace participar en el preparado hermelindesco de un Veneno para las hadas (Conacine y stpc, 1984), del director fuera de serie Carlos Enrique Taboada (Vagabundo en la lluvia, 1968; La fuerza inútil, 1970; Rapiña, 1973; La guerra santa, 1977).
Para dañar mejor sus fragilidades mutuas y destruirse a gusto, las niñas se han quedado solas en el mundo. Como en los dibujos animados de Pluto o Tom y Jerry, los adultos de la ficción habitan en el espacio imaginario del off screen: en el imposible contracampo que nunca se inserta, en tomas de espaldas, detrás de sillones, como cuerpos cortados por el encuadre mochacabezas, empequeñecidos por un top shot alejadísimo, o cuando mucho a modo de close up efectivista con la cámara baja (la abuela deforme, el espantoso vejete) o mera sombra imaginaria (la bruja nariguda que menea el caldero del veneno para las hadas). Restos irreductibles a la objetividad, pura exterioridad excluida, reflejos de la subjetividad solipsista, componentes inesenciales del egoísmo infantil, ausencia presente y soledad, desamor inextinguible a cuyo lado germinarán el dolor y la tragedia en vivos colores suaves (fotografía de Guadalupe García).
En blanco y negro, una niña sube la escalera con una vela en la mano. Los créditos pasan sobre el progresivo envejecimiento del rostro duro de la pequeña Verónica. Nombre de araña para sentir envidia por el coche negro de la compañerita. Profundidad de campo de la mocosa al sumergirse irremisiblemente en la bañera. Falso enlace entre la autoritaria abuela repugnante y el libro. También las relaciones de poder tienen la virtud de la precocidad (“¿No te daría miedo si me convirtiera en bruja?”). Los espejos funcionan como aparatos viejos en la parafernalia de la maldad inata. Una luz de cirio para acabar con las clases de piano, y velas negras para que te gusten. Añejo castigo inolvidable en el cuarto oscuro y un té en honor de la maestra muerta. La culpa es un desmayo sobre la fosa, el sueño de una vieja con garras, un renovado pacto ancestral con el diablo, una muñeca entre los dedos de sangre y una inmersión en la noche para ir por la miniatura de vudú doméstico (“Yo quiero ser la más mala de todas”).
Vagamente inspirado en el relato oscurantista El lugar del corazón de Juan Tovar, sobre unas niñas-brujas que creen haber provocado la muerte de un profesor con sus deseos destructores y juegos de hechicerías tomados muy en serio (hay versión fílmica ñoña de Busi Cortés, 1984, y versión cuequense inspirada de Rossana Carrasco, 1986) el cuento gótico apuesta contra la inocencia infantil y a favor de su aprendiz de Escaldufa con calculada violencia de erinia en frío. Pero, al final, habrá una inversión de valores. Para romper con su sometimiento y recuperar a su perrito lanudo, la intimidada Flavia, ella sí diabólica, incendiará el pajar donde se encuentra su prepotente amiguita. Un escalofrío recorre la ficción cuando la niña subsumida asiste con una sonrisa depravada a la victimación de la pomposa chicuela simplemente traviesa, a quien le ha quitado la escalera y encerrado con cerrojo.
Veneno para las hadas confirma un dictum de Neil Jordan (Lobos, creaturas del diablo, 1984), según el cual “las peores bestias tienen el pelo por dentro”. Sin embargo, nuestra fábula de la crédula y la cabrona dista de ser una película lograda. Como sucedía con la mayoría de las meritorias cintas de misterio y horror de Taboada (Hasta el viento tiene miedo, 1967; El libro de piedra, 1968; Más negro que la noche, 1974), la trama se ha restirado en exceso, perdiendo su consistencia y debilitando su estructura, cuya eficacia debía fundarse en la brevedad y la concisión. El cuento gótico, por completo amoral y con tintes de humor negro (a lo ¿Quién mató al abuelo? de Taboada, 1971), se explícita en exceso y termina autodesmitificándose. La relación de dominio neutraliza la atmósfera jamesiana y las elegancias visuales (ese recortado columpio lírico, esas lagartijas en la vieja iglesia, ese remar en el lago presenciado por sapos) se estrellan contra los destellos visuales de la conservadora música de Carlos Jiménez Mabarak (un divertimiento para cuerdas y piano) que vende los efectismos Acciónales o se dispara tangencialmente por su lado.
Un punto por encima del horror chafito, pero formado por miedos contingentes, ribetes anecdóticos, inducciones sin misterio, jamás vértigos primordiales. Como los adultos que habitan en el fuera de campo, de idéntica manera se encuentra excluido cualquier llamado a la irrealidad. Demasiado demostrativo en todos los trances, el horror caligráfico es negado por el racionalismo vulgar. Al final sólo queda el recuerdo de las cenizas de una cruz en la tierra de un panteón, una rara niña agonista que se rompe las muñecas al trozar vidrios y la fijeza de unos ojos infantiles que se han transformado en mínimos agentes de un antihorror necrofílico.
Parafraseando al chileno Jorge Edwards (en Desde la cola del dragón): lo que pretende gente como Taboada es que los ángeles y los demonios existan en la imaginación y en el arte, pero no en el cine.

El megalopadrotismo humanista

Para empezar, pantalla en negro como premonición de mamonería garantizada. Pero el relato de Noche de Califas (1985), segundo largometraje de José Luis García Agraz (Nocaut, 1982), se impacienta por arrancar al interior de ese trozo a oscuras. Se oyen ruidos de aventones y ajetreo, gritoneos dispersos y una voz aguda de mujer que clama histérica (“Toque, carajo”). Sin darle oportunidad a ningún suspenso, se hace la luz de pronto sobre la cansina pesadez guapachosa del conjunto Son de Merengue, que intenta desanimar a un indiferenciado set cabareteril de cualquier película de posficheras, donde alguna infaltable veterana (Sasha Montenegro) ya hace desfiguros sexosos, entre otras parejas mercenarias o lúmpenes, sobre la pista. Se había empezado el relato por el final y aquí no ha pasado nada. Ni pasará gran cosa, pues no se trata de resucitar a la vieja feria del silicón, sino de enmarcar la primera epopeya babeante e instantánea de padrotes monigotescos que ofrece el cine de mediados de los ochentas, y todo ha de ser derroche de gestos, despilfarro de desplantes y desplume de prepotencias desmayadas en esta expoliada mezcla de cine propositivo y cine popular. Basada en otra glosolálica novela del divertido pero sobrevalorado escritor tepitense Armando Ramírez (el autor del Chin Chin el Teporocho de Retes, 1975), Noche de Califas narra la decadencia y caída de un megalopadrote, un curioso megalopadrote con raíces reales pero enmarañado en el cruce del narcisismo histriónico y las deformantes hipótesis convencionales.
Serio, tieso y sin gracia como nunca, enfundado en un tacuche muy propio que no le envidiarían ni el Vaselinas ni el Movidas, el Macho Prieto (Héctor Suárez) se pavonea entre chamaconas fajosas, a las que favorece con caricias de untuoso desdén, y reina cual dios fanfarrón, a sus anchas taradas, en el Noche de Califas, un inubicable centro nocturno del que es dueño, y previsible submundo autónomo ante el que sólo alguna forastera despistada podrá exclamar de admiración (“¡Qué raro es este lugar!”). El hombre se desarticula a cada paso, en tics de presunción burdelera y en miradas extraviadas en la aburrición enfática, rodeado de la mejor carne del mercado churubuscón, flanqueado por las chistosadas (“Chistosadas, mis güevos”) de dos guaruras vetustos, el Sugi (Guillermo Rivas) y el Muñeca (Sergio Ramos), y secundado hasta en sus infidelidades por su fofona amante Margot (Sasha Montenegro). Le apodan el Macho Prieto porque es macho de tiempo completo y prieto hasta lo acomplejado desafiante, cogelón sin código discriminatorio (“Las mujeres frígidas no existen, lo que hay son hombres pendejos”), traicionero de los buenos que no respetan ni las rorras del mejor amigo, y megalómano sexual que se lanza a matar o morir a primera vista (“Nomás te vieron y se les calentó a todos la chuleta”). Oscilante entre su dimensión de Padrino en cubículo cabareteril y su condición de ruin pelele sensiblero sin atenuantes, su mal trazado carácter hamponil lo hará rechazar las tentadoras propuestas de unos enviados de la banda enemiga, con el Chatanuga (Pedro Weber) a la cabeza, para traficar con las drogas de moda en su antro exclusivo para Fabulosas del Reventón. También cometerá errores idiotas, por pasión o por desprendimiento humanista, que lo meterán en graves aprietos, como si él mismo dictara y firmase su sentencia de muerte.
Una mala se anuncia para el megalopadrote, acosado ya por la decadencia física a su casi quincuagenaria edad y por la inminente caída moral a causa del lujo de sus debilidades sentimentalistas. Al tiempo que ha retado a la peligrosa pandilla guiñolesca del narcotraficante el Güero, adopta como hijo espiritual al meserito rijoso Hugo el Conde (Manuel Capetillo hijo), en quien pondrá todas sus complacencias, hasta irse despojando él mismo de sentido. Así, el Macho Prieto nombrará al arribista Conde su heredero, lo instruirá en ojeteces, de califa a califa, mientras lo enseña a pelear a navajazos, cual Karate Kid de lupanar. Por añadidura, nuestro megalopadrote por antonomasia se irá de nalgas sobre la insatisfacible hetaira mancornadora Eva (Alejandra Peniche), quien descaradamente lo pone a competir por su jovencísimo culo con otros galanes desechables. Primero será con el sofisticado viejuco regenteador de galerías de pintura que hasta entonces la mantenía (Martin Lassalle) y luego con el mismísimo Conde, el ambicioso y enternecedor protegé, ya incorporado a la legión de guaruras del califa mayor y muy avanzado en sus lecciones de traición a la mexicana.
Cuando la bella fatal Eva, esfinge sin secreto pero con excesivo piernón, sea ejecutada tan grotesca como justicieramente bajo la regadera de Psicosis (Hitchcock, 1960) por los gánsters adversarios, el Macho Prieto salvará de milagro el pellejo. Ya puede enfrentarse en el apoteósico duelo final a navajazos dentro del cabaret, con el avezado discípulo que le comía el mandado y ya lo estaba desplazando. Vencerá la experiencia, pero el viejo califa quedará íntimamente vulnerado, con su mundo afectivo hecho añicos. Mientras retiran el ensangrentado fiambre de la pista de baile, la envejeciente y fiel Margot gritará desencajada a los músicos (“Toquen, carajo”), los parroquianos irrumpirán en el local para iniciar de inmediato su danzoneo, y la cámara con embebido tembeleque registrará el pathos descompuesto del Macho Prieto, hecho un guiñapo e intentando bailar en brazos de su cómplice peoresnada calenturienta. Danzón dedicado a la paranoia destemplada del megalopadrote y amigos que lo acompañan. Un réquiem por el humanismo de la torpeza ablandada.
La falta de convicción de Noche de Califas deriva de una inautenticidad básica que se expande y contamina todos los órdenes de su contrahecha hibridez, de su apoltronamiento en una ineptitud tartamuda que nunca decide qué quiere expresar ni sabe cómo expresarlo. El caso ejemplar de Noche de Califas es el de una película vergonzante por partida cuádruple: se avergüenza de basarse en formas ya elaboradas de la verba tepiteña (esa agilísima novela homónima de Armando Ramírez), se avergüenza de su inserción popular más bajamente comercial, se avergüenza de ser cine propositivo con aspiraciones de cine de autor y se avergüenza de ser continuación invertida del cine de ficheras, donde los padrotes floridos han usurpado el puesto de mando que fachosas soñadazas con silicones no supieron defender. Cuatro inautenticidades fundamentales y desnaturalizantes, como sigue.
Inautenticidad literaria. Para empezar, califa no es el mote de ningún megalopadrote de cabaret de mala muerte, sino el nombre genérico que reciben los expertos danzoneros del salón California Dancing Club, ya legendario dentro de la cultura popular capitalina. En el asunto originario un viejo generoso danzonero tomaba bajo su tutela a un muchacho recién llegado a cierto barrio bravo; le cambiaba la cabeza, le insuflaba su vitalidad y sus valores, lo instruía para que h...

Table of contents

  1. Prólogo
  2. Primera parte │La nueva generación de cómicos│
  3. Segunda parte │El aplauso rosa│
  4. Tercera parte │Elogio a la violencia│
  5. Cuarta parte │Un punto de vista de autor popular│
  6. Quinta parte │La ambición documental│
  7. Sexta parte │Lo exquisito propositivo│
  8. Séptima parte │Un punto de vista de autor exquisito│
  9. Octava parte │La mirada femenina│
  10. Conclusión
  11. El contenido en una ojeada
  12. Aviso legal