Jaque al impostor
eBook - ePub

Jaque al impostor

Vencé al enemigo interior y (re)lanzá tu carrera

Ignacio Nabhen

Share book
  1. 200 pages
  2. Spanish
  3. ePUB (mobile friendly)
  4. Available on iOS & Android
eBook - ePub

Jaque al impostor

Vencé al enemigo interior y (re)lanzá tu carrera

Ignacio Nabhen

Book details
Book preview
Table of contents
Citations

About This Book

"Quiero hacer un cambio en mi vida, quiero encontrar mi propósito, hacer algo que me apasione. Pero no sé qué ni cómo…" prevalece como uno de los mantras más repetidos de nuestro tiempo. Desde jóvenes recién egresados hasta adultos que promedian su quinta década, con ocupaciones de lo más variadas, miles de personas están atravesando una crisis de sentido que las impulsa a frenar y reorientar sus vidas.El dilema, en realidad, nace en la forma de abordar esta legítima inquietud. Porque para alcanzar tus metas y (re)lanzar tu carrera no necesitás más inteligencia, más recursos o más suerte. Lo que necesitás es vencer al impostor, ese enemigo interior que nos arrastra a una dicotomía infinita entre los momentos más calmos y las tempestades más peligrosas de nuestras vidas.Jaque al impostor es el resumen de una década de trabajo en la que el autor acompañó a sus clientes a cumplir sus objetivos y transformar sus profesiones. A través de un sinfín de historias, entrevistas y anécdotas, sus páginas destilan los conceptos y las prácticas más efectivos para que puedas encontrar tu próximo paso de carrera y logres dar el salto.

Frequently asked questions

How do I cancel my subscription?
Simply head over to the account section in settings and click on “Cancel Subscription” - it’s as simple as that. After you cancel, your membership will stay active for the remainder of the time you’ve paid for. Learn more here.
Can/how do I download books?
At the moment all of our mobile-responsive ePub books are available to download via the app. Most of our PDFs are also available to download and we're working on making the final remaining ones downloadable now. Learn more here.
What is the difference between the pricing plans?
Both plans give you full access to the library and all of Perlego’s features. The only differences are the price and subscription period: With the annual plan you’ll save around 30% compared to 12 months on the monthly plan.
What is Perlego?
We are an online textbook subscription service, where you can get access to an entire online library for less than the price of a single book per month. With over 1 million books across 1000+ topics, we’ve got you covered! Learn more here.
Do you support text-to-speech?
Look out for the read-aloud symbol on your next book to see if you can listen to it. The read-aloud tool reads text aloud for you, highlighting the text as it is being read. You can pause it, speed it up and slow it down. Learn more here.
Is Jaque al impostor an online PDF/ePUB?
Yes, you can access Jaque al impostor by Ignacio Nabhen in PDF and/or ePUB format, as well as other popular books in Desarrollo personal & Éxito personal. We have over one million books available in our catalogue for you to explore.

Information

Year
2021
ISBN
9789878332369
 
 
 
 

CAPÍTULO 1

SOMOS UNO
 
 
 

El impostor que hay en mí (y en ti)

Existe en psicología un fenómeno que se conoce como síndrome del impostor, por el cual la persona que lo padece es incapaz de reconocerse ningún mérito o logro por temor a ser descubierta como un fraude. Cuando alguien que experimenta este síndrome, en efecto, acierta, se convence a sí mismo de que las pruebas de su éxito se explican a través de la suerte, la casualidad o la capacidad de convencer a otros de que es mejor de lo que realmente es… solo por un tiempo. Y hasta que el momento de su desenmascaramiento llegue, vivirá en un estado de tensión y ansiedad no muy diferente al de un condenado que aguarda el dictado de su sentencia.
¿Te resulta familiar? A mí, sí. Durante los primeros años de mi carrera profesional, en el área de ventas de una de las empresas de telecomunicaciones más grandes de Argentina, cumplí de manera sistemática con los objetivos que me trazaban, pero siempre encontraba una buena justificación que los situaba lejos, bien lejos, de mi mérito: me decía a mí mismo que los clientes compraban porque necesitaban del servicio, porque el precio era conveniente o porque no tenían otra opción dada su ubicación geográfica1.
Cuando decidí, en un rapto de inconsciencia optimista y fe, emprender mi propio proyecto profesional, lo hice en el rubro de los recursos humanos, en particular en el entrenamiento para empresas. Me asocié con mi padre, con quien capacitábamos a mandos medios en temáticas como el liderazgo y la comunicación efectiva. Él era el especialista y yo, el joven entusiasta que recién se iniciaba en esos temas, ya que no habían sido el eje principal de mi carrera laboral hasta ese momento. Por lo tanto, cada vez que tenía que dictar un taller, moría de miedo por dentro. Me invadía el pánico de olvidarme de decir algo importante o de que los clientes se diesen cuenta de que no era más que un impostor. ¿Mi receta para surfear la ola? Practicar, practicar y practicar. Me encerraba en una de las habitaciones de mi departamento y recitaba en voz alta todo el contenido del taller. Literalmente. Lo hacía una, dos, tres, mil veces. Todas las que fuesen necesarias para sentir la mínima seguridad de que estaría a la altura de las circunstancias. Incluso, en alguna oportunidad, llegué a perder la voz por tanto practicar.
Voy a hacer otra confesión de esas que, a veces, es mejor guardarse para sí mismo: a tal punto llegaban mi inseguridad y mi sensación de fraude que una vez fui invitado a Ushuaia, la ciudad más austral del mundo y uno de los principales centros turísticos de Argentina, para liderar un taller de oratoria. ¡Qué ironía, el fraude iba a enseñar a otros cómo hablar en público! La actividad se dictaría por las tardes. ¿Qué hice yo, entonces, para que no descubriesen «lo poco que dominaba el tema»? Pasé todas las mañanas recitando lo que repetiría luego del almuerzo, encerrado en la habitación del hotel, en vez de recorrer una ciudad hermosa a la que llegan turistas de todos los rincones del planeta. Es así, a esta clase de actos cuasi demenciales nos conduce el síndrome del impostor.
En 2015 decidí formarme como coach ontológico y mi elección de dónde hacerlo fue muy coherente con lo que venía padeciendo: me inscribí para estudiar en Chile, en una escuela que gozaba de prestigio internacional, pero, sobre todo, donde nadie me conocía y podía mostrarme libremente, sin (tanto) miedo a ser descubierto.
Y fue durante esa formación que todo comenzó a cambiar. A medida que conversaba con personas de toda Latinoamérica, de profesiones, edades e historias de vida bien diferentes a las mías, empecé a notar que eso de sentirse un impostor era un mal mucho más extendido de lo que podía haber imaginado. Comencé a tomar consciencia de no estar solo en la lucha contra ese flagelo y, en eso, encontré algo de alivio. «Mal de muchos, consuelo de tontos», dice el refrán.
Con los años, mi vida profesional fue mutando. Al día de hoy, continúo dictando capacitaciones en empresas (ahora las preparo, ¡pero ya no las ensayo hasta la disfonía!) y también uso buena parte de mis días acompañando a otras personas como su coach. ¿Y a que no te imaginás lo que descubrí? Sí, que incluso profesionales consagrados, en sólidas posiciones laborales y económicas, o emprendedores que serían la envidia de muchos, temen la llegada del día en que sean descubiertos. Detrás de su fachada de seguridad y, en algunos casos, cierta arrogancia, se esconde un niño o niña capaz de hacer las cosas más disparatadas con tal de no ser nunca la víctima de un, en su imaginación, merecido bullying.
Conozco a decenas de profesionales prestigiosos y exitosos que sueñan con emprender, pero son atacados por una parálisis fulminante ante la sola idea de venderse a sí mismos. Son capaces de venderle hielo a un esquimal, siempre que se trate del hielo de otro. Pero si ese hielo llegase a llevar su nombre, c'est fini, hasta ahí llega el valor. Me confiesan: «Cuando vendo un producto o servicio que no es mío, soy la mejor, no tengo límites. Pero si pienso en venderme a mí, en vender lo que yo hago, no sé lo que me pasa… Me bloqueo. Hasta me da vergüenza cobrarlo». Señoras y señores: con ustedes, el impostor al comando.
Vivimos en un mundo en el que, por lo general, buscamos pruebas de autoridad externas en las que apoyarnos para convencer al prójimo de que nuestros intereses y opiniones tienen algún valor. ¿Cómo voy a asesorar a alguien que desea emprender si mi propio proyecto todavía no me hizo famoso/millonario? ¿Cómo voy a ofrecer mi punto de vista al director de una empresa si yo nunca dirigí a nadie? ¿Cómo voy a dar una charla en público si no soy un reconocido orador? ¿Cómo voy a exhibir todas esas fotos que saqué durante mis viajes por el mundo si no soy un fotógrafo profesional? La lista podría continuar hasta el infinito. Nos aferramos tanto a lo que dirán los demás que terminamos buscando de forma sistemática pruebas externas que nos legitimen y autoricen a hacer eso que tanto deseamos. Y mientras esas pruebas, por la razón que sea, no llegan, postergamos nuestros sueños y deseos. Una verdadera lástima.
¿Resonás en algún punto con esto? ¿Sentís que estás postergando tus proyectos por esperar la validación de vaya a saber quién para dar el primer paso? ¿Te sentiste un fraude a punto de ser descubierto alguna vez? ¿O un fraude que, sin ser descubierto, no está a la altura de sus sueños y expectativas?
Si tu respuesta a alguna de estas preguntas es afirmativa, o nunca te las planteaste, pero sospechás que podrían tener alguna vinculación con tu historia personal, por favor, acompañame unas páginas más. Lo más jugoso todavía está por venir.
El síndrome del impostor que tantas personas hemos padecido en algún momento de nuestras vidas surge de una apreciación sesgada de los demás más que de nosotros mismos. En el fondo, no es que rechacemos tajantemente la idea de tener fallas o áreas de mejora, sino que perdemos de vista cuantas fallas tienen también los otros, en especial esas personas que juzgamos exitosas y con quienes solemos compararnos. Guiados por las historias de éxito que nos cuentan las redes sociales y los medios tradicionales, y por la versión en extremo editada que todos proyectamos de nuestras vidas, terminamos construyendo una imagen irreal de los demás. Una imagen que difícilmente podríamos igualar.
Según The School of Life2 en su libro An emotional education3, todo este berenjenal comienza en nuestra niñez debido a que, en esa etapa de la vida, somos tan diferentes de las personas que juzgamos admirables (nuestros padres o cualquier otra figura de autoridad) que terminamos internalizando la idea de que existe una brecha insalvable entre ellos y nosotros. Un niño es, naturalmente, incapaz de ejecutar muchas de las tareas que sus padres realizan sin esfuerzo alguno como, por ejemplo, cocinar una torta. A los tres años de vida, intimida hasta al niño más audaz la sola idea de manipular calor y generar la alquimia necesaria para transformar un montón de ingredientes en un esponjoso manjar. Tampoco sus gustos se parecen en nada. ¿Cómo pueden los adultos disfrutar ese brebaje intragable que llaman vino? Todavía recuerdo un intercambio de opiniones que tuve con mi padre a mis cuatro o cinco años de vida en el que le aseguré que siempre disfrutaría más que nada en el mundo jugar con los muñecos de He-Man, mi héroe de la infancia. No podía comprender que él prefiriese leer un libro, tener una conversación o mirar el noticiero. Así, el niño o niña crece en la convicción de no tener nada en común con las personas más admirables y exitosas que conoce: en la mayoría de los casos, papá y mamá.
Por si esto fuera poco, una vez que comenzamos la escuela, el sistema educativo se encarga de profundizar esta ilusión de que existe una brecha insalvable entre «los que saben» y nosotros. Se nos premia por tener respuestas más que por hacer preguntas y el no saber o no entender es uno de los caminos más rápidos al ridículo y a la desaprobación social. El que no entiende es visto como un «burro» y el maestro omnisciente, el verdugo a cargo de dictar la sentencia.
Por supuesto que, con los años, esto empieza a cambiar. Aprendemos a cocinar, adquirimos nuevos gustos, accedemos a más saberes que incluso algunos de nuestros maestros y vamos diferenciándonos de quienes en algún momento fueron las personas más honorables del universo. Pero, al mismo tiempo, nuestro propio universo se va expandiendo, nuestro círculo social se empieza a ampliar y entramos en contacto con un crisol de personalidades con aptitudes y talentos tan variados que necesitaríamos de tres vidas completas si quisiéramos desarrollarlos a todos. Así, cuando llegué a sentirme un as en mi trabajo, conozco a alguien con el estado físico que siempre quise tener. Cuando me inmolé entrenando y, finalmente, me siento a gusto frente al espejo, conozco a ese amigo de un amigo que no hace más que buenos negocios. Cuando hice alguna buena inversión, aparece el que baila como Bruno Mars y me hace sentir como un espantapájaros con dolor de ciático en cada tanda de baile de las bodas de mis amigos. Es como que cuanto más nos acercamos a la meta de nuestro crecimiento, esta siempre se mueve un poco más lejos, lo que nos deja navegando cíclicamente en un mar de insuficiencia.
¿Por qué nos pasa esto? ¿Por qué no podemos asumir que todos somos distintos y que no hay nada de malo en que lo que a uno le sobra al otro le falte? ¿Acaso no es esa diversidad parte del encanto de la vida? Tal vez, en lugar de resentir los talentos de los demás, podríamos asumir una postura más humilde y aprender de ellos. Como dijo el escritor, filósofo y poeta estadounidense Ralph Waldo Emerson: «Cada hombre que conozco es superior a mí en algún sentido y, en eso, aprendo de él».
La razón por la que nos cuesta tanto aceptar que tenemos diferentes talentos y habilidades es que vivimos en un mundo que parece ensalzar algunas de ellas y despreciar otras. Y si juzgamos que en el reparto nos tocaron las del segundo grupo, nuestra mirada de la vida se tiñe de un color, en el mejor de los casos, gris rata.
¿Por qué, cuando socializamos con desconocidos, hablamos más de nuestras ocupaciones, cargos o etiquetas que de otros aspectos de nuestro carácter? ¿Por qué «soy responsable» o «soy inquieto» vale menos a nivel social que «soy gerente»? ¿Por qué «tengo preguntas» vale menos que «tengo dinero»? Y, por desgracia, a fin de encajar, terminamos sesgando nuestras conversaciones hacia esas habilidades y características más ampliamente apreciadas.
No me malinterpretes. No tengo nada en contra de los cargos, las etiquetas, el dinero o el estatus. A mí también me gustan. Pero todos ellos se transforman en un problema, en uno bien serio, cuando adquieren más relevancia que otras cualidades personales también muy valiosas. Vivimos tan convencidos de que estos son los rasgos incuestionables del éxito que terminamos comunicando al exterior una versión demasiado editada de nuestras vidas. El mundo no nos conoce tal cual somos, sino que conoce una adaptación parcial y muy pobre de nuestra existencia.
Justo en este punto, entonces, podemos encontrar la causa del problema: mientras que a nosotros mismos nos conocemos por dentro, con todas nuestras miserias, fracasos y dolores, a los demás los conocemos únicamente por fuera, desde la versión cinematográfica que han elegido o podido comunicarnos. No podemos ver sus temores, sus ansiedades, sus dudas, que también los tienen. Y, ante esto, solo nos queda una respuesta sensata: idealizarlos a ellos y acomplejarnos nosotros.
¿Cuál es el precio de andar por la vida con este velo que nos impide ver con claridad? La primera consecuencia de esta forma de vincularnos con el mundo es, paradójicamente, no vincularnos con él. Sí, interactuamos con colegas, conocidos, amigos, amigos de amigos, profesores, vecinos, personas que nos atraen, y con todas ellas lo hacemos de un modo vago y superficial. Nos privamos de mostrarnos de un modo más genuino y auténtico y, al hacerlo, les negamos a ellos la oportunidad de conocernos. ¿Cuántas veces nos habrán dicho que la primera vez que nos vieron les caímos pésimo? Para luego agregar: «Qué suerte que nos volvimos a cruzar y charlamos un poco más, porque, si no, nos hubiésemos perdido de esta oportunidad de conocernos mejor» ¡Qué desperdicio! ¡Cuántas amistades, relaciones de pareja y vínculos productivos deben perderse en los relatos de quienes pretendemos aparentar ser!
El segundo precio que pagamos, y tal vez el más doloroso, es la condena a ser siempre un impostor; alguien que, si acierta, lo hará por obra de la casualidad, la suerte o el Espíritu Santo, pero nunca por sus propios méritos. Porque nosotros sabemos que, en realidad, estamos llenos de defectos y que no somos ni la sombra de esos modelos de éxito que vemos dando vueltas por ahí.
¿Cómo podemos desprendernos de ese impostor que llevamos dentro? ¿Existe un modo de vincularnos con él desde un lugar más moderado?
Uno de los pasos para desarrollar una relación más sana con el impostor es reconocer que no solo está en mí, sino también en los demás. Se trata de dar un salto de fe que nos permita asumir que, aunque no podamos verlas por dentro, las vidas de los otros funcionan de un modo más o menos parecido a la nuestra. Michel de Montaigne, el filósofo francés, escribió una vez: «Cagan los reyes y los filósofos, y también las damas». Y esto no se aplica tan solo a las funciones biológicas, sino también a los desafíos psicológicos. Se trata, disculpándome por lo ordinario de la cita, de aprender a humanizar al mundo y darnos cuenta de que, en alguna medida y con los matices que nos distinguen, todos somos iguales.
Todos lidiamos con dolores y fracasos. Todos tenemos temores. Todos nos sentimos inseguros en algún ámbito. Todos tenemos conductas y gustos incoherentes. Y todos creemos que el césped es más verde en el jardín del vecino. Porque no consideramos la posibilidad de que, aunque su césped se vea más verde, tal vez la humedad se esté comiendo por dentro su casa. Solo podemos ver las apariencias externas, las mismas que ellos ven de nosotros. Y hacer de ellas una generalización nos coloca, casi siempre, en una posición de incompletud y fraude.
Quienes se ganan su fama y su dinero por comprender que todos experimentamos dolores parecidos son los artistas. ¿Nunca te preguntaste cómo es que una canción describe con tanta fidelidad el desamor que estás viviendo? ¿Cómo puede ser que esa película narre con tanto detalle tu propia historia familiar? Y ese cuadro que te conmueve hasta las lágrimas, ¿con qué parte de tu vida te conecta? Está claro que los artistas no tienen un poder sobrenatural que les permite crear obras que replican con exactitud nuestras vivencias. Su gran mérito en este asunto es ser capaces de proyectar sensaciones que tanto ellos como muchísimos de los que admiran su arte experimentan a lo largo de la vida. Su don no es otro que el poder expresarse sin tantos filtros sobre un lienzo, a través de una canción o el guion de una obra. Y en eso encuentran un público que se identifica, los admira y les paga.
Existe otra manera de vincularse con el imp...

Table of contents