El juego de Banana
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El juego de Banana

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El juego de Banana

About this book

Cuando Banana Yoshimoto irrumpe en la vida de Ángela, con su extraña propuesta, todo le conduce a pensar que se trata de una broma. ¿Permutar parte de su herencia por los recuerdos de otra persona? ¿Tan lejos ha llegado la ciencia? Los días transcurren entre las clases en el sótano de la librería Literanta y las visitas al hospital donde su madre agoniza. Pero Banana, y el misterio que le acompaña, siguen cruzándose en su vida.Liberada al fin de sus obligaciones en la isla y tras visitar a una famosa médium, Ángela Millán emprende un desquiciado viaje sin destino concreto, un viaje que culminará en Granada y gracias al cual se nos desvelarán, finalmente, las reglas del juego de Banana.Escrita en un tono entre descarado e intimista, la autora nos invita a reflexionar acerca de nuestro papel como padres cuando los hijos nos rechazan, nuestro papel de hijos cuando los padres mueren, nuestra impotencia como creadores cuando la inspiración se esfuma. La identidad, en suma, entendida como un líquido que fluye y se contamina con el paso de los años, de las estaciones, con los cambios de escenario y protagonistas de esta bella historia.

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Information

Bananas

Al llegar a casa, lo primero que vi fue un número: el once. Me parecieron demasiados mensajes en el contestador automático para aventurar nada bueno, pero no me dejé llevar por los nervios. Todo lo contrario: me quité las botas, deposité el paraguas abierto en un rincón de la cocina y las llaves de casa en la bandejita de cuero del recibidor. Luego me serví un vaso de agua y me senté tranquilamente en el sofá del salón. Incluso me tomé la molestia de ahuecar los cojines, que estaban hechos un gurruño. Cuando al fin me sentí preparada para escuchar lo que fuese, bueno, malo o definitivo, pulsé la tecla de reproducción.
Clac/Piii. Hola guapa. Soy Marcela. Hay varias bajas esta semana. ¿Anulas el taller? Llámame y te paso los teléfonos de los alumnos para que hables con ellos. Un beso. Clac/Piii. Ángela, soy el administrador de la finca de tus padres. Hemos convocado una reunión extraordinaria para el día 16. Vamos a discutir sobre la derrama por lo de los garajes y el terrado. Hay vecinos que la encuentran excesiva. Espero que puedas asistir. En caso contrario, pásate por mi oficina si quieres delegar tu voto. Gracias. Clac/Piii. Hola. Soy la doctora Torrens, la oncóloga de tu madre. Me gustaría hablar contigo de forma extraoficial. Mi teléfono es el 655770895. Llámame cuando puedas. Clac/Piii. Buenas tardes. Le habla Banana Yoshimoto, confío en que recuerde mi visita de hace un par de semanas. Me gustaría volver a verla, hay algo que le quiero comentar. Le he dejado mi tarjeta en el buzón. No dude en llamarme si desea que sigamos hablando del asunto. Muchas gracias. Clac/Piii. (Silencio). Clac/Piii (Silencio). Clac/Piii. Hola, pitufa. ¿Cómo está tu madre? Hace mucho que no sé nada de ti... que te quiero, leche. Llámame. Soy Empar, ya te habrás dado cuenta. Clic/Piii. Buenas tardes. Mi nombre es Sebastián Llabrés, de Fincas Forcadell. Le llamo para saber si ya han vendido el piso de la calle Industria. Tenemos unos clientes muy interesados en esa zona. Mi teléfono es el 654770231. Gracias. Clic/Piii. ¿Hola? Perdón... ¿Hay alguien ahí? Bueno, ya llamaré en otro momento. Clic/Piii. Hola. Soy Katia. Volveré a llamar más tarde. Chao, pescao. Click/Piii (Silencio).
Descolgué el teléfono. No tenía ganas de recibir llamadas, y mucho menos de responder a los mensajes. Así que no hice nada. Tumbarme en la cama y vaguear con los ojos cerrados hasta la hora de partir. Pensamientos de todo tipo acudían en tropel a mi mente.
Cuando llegué a la librería esa tarde, me sentía insegura. Sabía que tendría que leer mi texto, y también que su decepción, de producirse, igualaría a mi vergüenza. ¿Cuestión de amor propio? Mi autoestima ya la había pulverizado la oriental con sus observaciones durante la última visita. Cuánto descaro. Y qué falta de tacto. Ni que fuéramos íntimas y compartiésemos confidencias a propósito de nada. ¿Trabajaría para el sector inmobiliario? ¿Era ese el objetivo real de su insistencia, hacerse con mis propiedades? Demasiado rebuscado, aunque los grandes timos siempre lo son.
—¿Ángela?
Me giré bruscamente, tropezando con una torre de novelas. Cayeron al suelo dos ejemplares del último libro de Fernando Aramburu que me apresuré a recoger.
—Marcela, ya puedes perdonar, no te había visto.
—Ten más cuidado, anda­...
—¿Han llegado los chicos?
—Hay bajas, tal y como te dije. Una de las chicas me ha pedido un radiador. A ver, para que yo me entere, ¿pasáis frío ahí abajo?
—Hombre... no estamos cómodos. Don Joaquín no se quita el abrigo ni así lo maten. Marisa ahora usa mitones, aunque tal vez lo haga por dar la nota.
—Oye, ¿y si impartieras las clases aquí arriba? Esto está bastante más caldeado que el sótano...
—¿Y dónde nos colocaríamos, exactamente?
—Allí —señaló la zona de tertulia con el índice de la mano derecha manchado de tinta—. Donde presentamos los libros. Los sofás son muy cómodos y el bar le queda cerca a... ¿Cómo se llama esa chica, la rarita?
—Katia. No lo veo claro... Definitivamente, prefiero el sótano. Es más discreto.
—Como quieras. Pero que luego no digan que he pasado del tema.
—Les diré que estás en ello, que ya te has puesto a tricotar bufandas.
—Muy graciosa... ¿Cómo está tu madre?
—Mejor, más coherente. Hoy casi parecía humana.
Sus enormes ojos azules me miraron como si no comprendieran mis gracias.
Por miedo a patinar sobre los escalones, bajé las escaleras con los zapatos en la mano. Cuando llegué abajo, las medias estaban mojadas, tal era la humedad de aquel sótano. Miré al frente y sonreí. Efectivamente, la gripe había hecho estragos. Me sentí decepcionada; sería una clase tontorrona para un público estrictamente femenino.
—¿Cómo están mis queridas supervivientes?
—¡Con los mocos colgando! —bufó Katia.
—Marcela va a solucionarlo. Justo ahora acabamos de hablarlo.
—Es una agarrada, no creo que mueva un dedo por nosotros —volvió a protestar—. No me cae bien.
Se hizo un silencio embarazoso.
—Venga, os invito a una bebida calentita. ¿Qué os apetece?
—¿Crees que tendrán chocolate? —preguntó Marisa.
—No tengo la menor idea.
Calentamos el ambiente con infusiones y humeantes batidos de chocolate. Estábamos muy a gusto y nadie parecía tener prisa. Entre sorbo y sorbo, decidí abordar el tema que más me inquietaba.
—Bueno, dado que faltan los chicos, ¿qué tal si os leo el texto que dejamos pendiente la semana pasada? No quisiera adelantar la parte teórica y que ellos pierdan comba...
—Nos parece muy bien —respondió Marisa—. De hecho, íbamos a proponértelo.
Saqué los cuatro folios de mi maletín, que olía a tabaco y a cuero mojado. Los papeles se habían humedecido y los bordes comenzaban a rizarse.
—¿Estáis preparadas?
Sus cabezas se movieron al compás. Carraspeé. Mi texto comenzaba con una pregunta y tomaba forma en un hipotético presente. Es el tiempo verbal que más me gusta para las conversaciones.
—Nena, ¿te he hablado alguna vez de mi abuelo paterno?
—Creo que no.
—¿Estás segura? Haz memoria. Se llamaba Julián. Era médico de familia en Bilbao.
Mi madre enmudece y distrae la vista en los almendros del valle. Sé que espera un asentimiento, algo que le confirme mi disposición a escuchar y compartir chascarrillos. Siempre ha sido una excelente narradora, aunque tienda a la hipérbole y a todo le dé una dimensión desproporcionada y maliciosa. A falta de mejor plan, asiento por complacerla y dotar de algún contenido estas tardes de espera en las que estamos como desconectadas del mundo. Eso sí: no pienso perdonarle un final que desmerezca el misterio y la intensidad con la que me hablará del bisabuelo, de la bisabuela, muescas en una memoria que flaquea y que pronto desaparecerá para siempre. Preparada para el discurso, me aflojo la cinturilla del pantalón. Me pregunto si esta vez habrá moraleja. Desde que ingresó en paliativos, todo lo que cuenta va con segundas.
—¿Cómo era? —le jaleo.
—Físicamente era como todos nosotros, altote, buena planta, aunque con los años engordó y se puso como un capón. Era rubio ceniza como un nórdico. Por cierto, tenía un ojo azul y el otro de color miel, lo cual le hacía doblemente interesante.
—¿Doblemente interesante?
—Me refiero a que sus dos perfiles eran muy distintos. Según le mirases de un lado o de otro, parecía que estabas con otra persona.
—¡Qué inquietante! ¡Era como la gente a la que le da un aire y se le queda la cara torcida!
—Ni te lo imaginas. Por un costado tenía cara de buena persona, y por el otro, de malo de película... ¿Te acuerdas del actor aquel que protagonizaba la serie Banacek?
—Sí, se llamaba George Peppard.
—¡Ese mismo! Pues mi abuelo se le parecía...
—¡Me encantaba Banacek!
—Ya lo sé. Luego te dio por Starsky. Y a los dieciséis, por el hortera de John Travolta, como a todas las de tu quinta, las de la discoteca, que eráis unas locas.
Mi madre vuelve a sumergirse en el paisaje, pero sonríe prestándose a la nostalgia, como si recordase algo a lo que yo no debo tener acceso. Su memoria para las insignificancias no deja de sorprenderme, ni su capacidad para la autoficción. Eso sí, que nadie le pregunte si pasé la varicela o la rubeola porque de eso no tiene ni idea. Tampoco sabe si le echo azúcar al café, una lágrima de ron o si lo prefiero solo. Mi adolescencia debió de parecerle infinitamente más interesante que mi madurez, o quizás más peligrosa y por ese motivo estuvo más atenta. Me pregunto quién le gustaría a ella a finales de los setenta. Mi padre no era ya su príncipe azul, de eso estoy completamente segura. De hecho, empiezo a pensar que no lo fue nunca.
—Pues bien, cuando estaba a puntito de jubilarse, mi abuelo Julián comenzó a perder la vista. Lo consultó con un oftalmólogo, discretamente. Dar lástima o ser digno de compasión era lo último que él hubiera deseado; en eso, todos hemos salido parecidos. Odiamos las limitaciones. Pero el diagnóstico fue demoledor. Su mal avanzaba muy rápido y la ceguera a medio plazo era inevitable.
—¡Madre mía! —exclamo por decir algo.
—Lo cierto es que era un hombre muy soberbio. No te voy a engañar: en las distancias cortas la convivencia era muy difícil y sus hijos las pasaron canutas. Y todos sabíamos, además, que la idea de depender de los demás le horrorizaba. A mí me ocurre lo mismo. Supongo que no se veía colgado del brazo de mi abuela Rosa, que era de armas tomar, ni recorriendo la Gran Vía a pasito de tortuga, barriendo el suelo con una cachava. Mi abuelo no se imaginaba una vida sin poder hojear la prensa, o sin poder leer un buen libro.
—Me choca no haber oído hablar antes de tan singular personaje.
—En la familia nunca se ha hablado de su desaparición porque un suicidio es un estigma, una mancha en el expediente vital que queda ahí para siempre.
—¡Para nada! —protesto acompañando mis palabras de un enérgico cabeceo—. Cada uno es muy dueño de su vida, y no hay porqué dar explicaciones a nadie si en un momento dado pensamos que no vale la pena vivirla. Que carece de alicientes para levantarse cada mañana a dar batalla. Cuando nuestro cuerpo se convierte en el enemigo es posible que sea mejor dejarlo atrás. Eso es lo que pienso. Y lo que debió pensar él.
—¡Vaya! Pues me alegra que pienses así. No sabes cómo me alegra...
No caí. En ese momento, no caí.
—Y ya que estamos en plan morboso, ¿cómo lo hizo?
—Se pegó un tiro. Por lo visto, guardaba una pistola en un armarito chino que tenía en la consulta de la calle Escuza. Ni siquiera dejó una nota de despedida, se fue a la francesa. La abuela lo entendió perfectamente. Aquel hombre no podía convertirse en... lo que se iba a convertir a medio plazo.
Deletreo mentalmente la palabra que ella evita: carga. Convertirse en una carga, una posibilidad que no entra en su cabeza.
—Un ciego no es un trasto viejo —alego alertada—. Porque, no me estarás diciendo que hay que liquidar a los invidentes, ¿no? ¿Y qué hacemos con los que no pueden moverse, con los que son socialmente improductivos?
—¡No tergiverses mis palabras! —protestó—. ¡Y no seas tan contradictoria, caramba! Primero que sí y acto seguido, que no, que no es lícito disponer de la vida propia. ¡A ver si te aclaras, guapa!
De acuerdo. Ya veo por dónde va. A veces basta con tener un buen motivo. Otras veces el buen motivo es el sumatorio de diversos motivos menores. Mil pueden ser las razones que te convierten, de un día para otro, en una hormiga lista para ser fumigada.
—Yo no he dicho eso...
—Ya lo creo que lo has dicho.
—¿Sabes? Algunos días se te cierran las entendederas y no comprendes nada.
—Pues para eso te tengo a ti, que todo lo sabes y todo lo entiendes. D...

Table of contents

  1. Limones
  2. Bananas
  3. Fruta del tiempo
  4. Granadas
  5. Sobre la autora
  6. Créditos