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Fe y curación
«Bien poco enseñó la vida a aquellos
a los que no enseñó a soportar el dolor».
Arturo Graf
Mi hermano más pequeño tenía unos 4 años cuando ocurrió el accidente. Un día de verano íbamos en coche toda la familia cuando, no sabemos por qué, la puerta con la ventanilla abierta por la que él se asomaba se abrió de repente y el niño cayó a la carretera. No lloraba ni se movía. Hilillos de sangre salían de su nariz y oídos. En el hospital se diagnosticó fractura de la base del cráneo y no nos dieron ninguna esperanza de vida. Ricardo permaneció en coma profundo durante varios días.
Mi madre, que había perdido ya otro hijo de corta edad hacía pocos años, no quiso separarse de él y no dejaba de orar: “Por favor, Señor, que no pierda este hijo también. Haz un milagro”.
Mi hermano volvió en sí, y al cabo de una corta convalecencia volvió a ser un niño feliz. Como él, hay personas que sobreviven a accidentes, o sanan de sus dolencias de modo imprevisto, contra todo pronóstico. Unos atribuyen estas curaciones milagrosas al azar. Otros a su fe, a intervenciones sobrenaturales de Dios, de María, de los santos, o a poderes inexplicables de curanderos o sanadores.
¿Puede alguien sanarnos de modo milagroso? ¿Puede nuestra fe, o nuestras oraciones, contribuir a nuestra curación o a la de nuestros seres queridos? Eso han pretendido desde siempre, en mayor o menor medida, las religiones. Hoy los científicos se ven más interpelados que nunca por esta intrigante cuestión.
El valor terapéutico de la esperanza
Un conocido investigador sostiene que la esperanza puede ayudar a combatir muchas enfermedades. «Tan solo estamos empezando a ser conscientes del alcance de la esperanza y todavía no hemos definido sus límites. Veo la esperanza como el corazón mismo de la curación. La esperanza puede ayudar a algunos a vivir más tiempo y a todos a vivir mejor». El autor de estas palabras es el doctor Jerome Groopman, profesor de Medicina en la Universidad de Harvard. Con ellas cierra su sorprendente libro sobre el valor terapéutico del optimismo existencial. En él presenta numerosas historias de alta fiabilidad científica, a la vez que todo un acervo de testimonios experimentados en situaciones en las que la vida estaba en juego, para demostrar el importante papel de la esperanza en el proceso de curación. El autor asegura que incluso cuando la recuperación ya no es posible, la esperanza sigue constituyendo una fuente de serenidad y apoyo. Durante treinta años de ejercicio profesional ha estado verificando su tesis. Sus maestros más convincentes han sido sus pacientes, entre ellos algunos tan famosos como el rey Hussein de Jordania, y sobre todo su propia experiencia con la enfermedad.
El profesor Groopman no aporta soluciones milagrosas edulcoradas ni pretende que la esperanza sea una poción mágica. Para él la esperanza está más allá del optimismo o del pensamiento positivo y la describe como «el sentimiento que experimentamos cuando vemos –con los ojos de la mente– un camino abierto hacia un futuro mejor». La esperanza a la que se refiere no es una emoción ciega que se deja encandilar por ilusiones. No ignora los obstáculos, pero «nos da el coraje de enfrentarnos a nuestras circunstancias y la capacidad de superarlas».
Groopman confiesa que durante mucho tiempo solo se interesó en las investigaciones de laboratorio, buscando soluciones científicas para la enfermedad e interpretando analíticas, biopsias y escáneres. Todo ello le parecía esencial para el diagnóstico y el tratamiento, pero le resultaba incompleto. Le faltaba algo que solo aprendió mediante la experiencia. En su contacto directo con la enfermedad y con los enfermos descubrió que la esperanza –esa fuerza interior para seguir luchando– no solo tiene un potente efecto sobre el estado psicológico sino también sobre la fisiología. Como investigador buscó una base científica que explicase esta evidencia y descubrió una auténtica biología de la esperanza. Hoy enseña que la confianza en la posibilidad de encontrar una salida es capaz de modificar la bioquímica cerebral que a su vez actúa sobre el resto del organismo. «La esperanza nos cambia profundamente el espíritu y el cuerpo».
En su libro, este oncólogo describe sorprendentes casos de pacientes en lucha contra patologías letales. Entre ellos llama particularmente la atención el de un patólogo especializado en la enfermedad que él mismo contrajo, un tumor de estómago. El especialista decidió aplicarse a sí mismo un tratamiento que no se atrevería a proponer ni al más grave de sus pacientes debido a su extrema agresividad. Tanto sus compañeros como su mujer, también oncóloga, trataron de disuadirle de esta decisión tan arriesgada. El protagonista de esta aventura vital conocía muy bien las estadísticas que le auguraban un final cercano, pero «deseaba profundamente vivir, así que tuve que luchar», explicaba a Groopman trece años después de haber burlado la muerte y de haber logrado liberarse de su enfermedad. Ahora puede confirmar que la confianza es capaz de dar fuerzas para plantar cara a una patología mortal: «Puesto que nada está absolutamente determinado, no solo hay razones para tener miedo, sino también para la esperanza. Así que debemos buscar maneras de sujetar las riendas del miedo y soltar las de la esperanza». Groopman lamenta que los estudiantes de medicina salgan de las facultades muy bien preparados para todo lo que tiene que ver con la ciencia, pero ignorando que las cuestiones emocionales y espirituales también intervienen en los procesos curativos. Este científico está tan convencido de que la confianza puede resultar sanadora, que ha decidido dedicar lo mejor de sus esfuerzos a explorar el tema hasta donde llegue. Entiende que su misión de médico incluye abrir ventanas a la esperanza. Ha descubierto que hay una gran verdad detrás del adagio popular de que “de ilusión también se vive”.
La fuerza del amor
En un sentido parecido, recientes estudios del doctor Ira Byock, experto internacional en cuidados paliativos para enfermos terminales, han demostrado que, en los momentos cruciales, enfrentados al dolor o a la enfermedad, nuestra actitud positiva hacia la vida manifestada en las relaciones que mantenemos con los demás puede cambiar completamente nuestra situación emocional. Sus observaciones prueban que el simple hecho de pronunciar ciertas palabras clave, tales como “perdóname”, “te perdono”, “gracias” o “te quiero”, es capaz de liberar al paciente de nefastas ataduras emocionales. Cuando el amor interviene en la experiencia del enfermo, no solo mejoran sus relaciones con los demás, sino que aumenta el grado de serenidad y paz que este necesita para luchar mejor contra sus problemas de salud.
Ya se trate de los últimos momentos que un nieto pasa con su abuela moribunda, o del primer encuentro de una adolescente con un padre hasta entonces desconocido, tomarse la molestia de expresar perdón, gratitud o afecto, no solo es capaz de revitalizar nuestras relaciones más significativas, sino también de abrir ante nosotros un inesperado camino de apoyo de parte de los demás y de beneficios hacia nosotros mismos. El viejo adagio de que «el amor es más fuerte que la muerte», parece verificarse científicamente. Según Byock el amor en cualquiera de sus formas –compasión, cariño, ami...