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Este texto de contraportada está sin justificar: las líneas fluyen desde la izquierda, cada una tan larga como le exigen las letras y los espacios que la conforman. Las que aguardan al lector dentro de este volumen también están sin justificar: son apuntes un tanto arbitrarios, desenfadados pero con su razonable dosis de información, que expresan un modo de poner en práctica el oficio de editor. Hay aquí unas cuantas piezas sobre personas, lecturas, debates y prácticas, como unas indeseadas pero necesarias notas necrológicas."Sin justificar" reúne, pues, unas anotaciones al margen de alguien que lee su profesión y su actualidad como si fueran un original que se prepara para la imprenta.
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Information
PERSONAS
UNA MIRADA SIEMPRE EXCÉNTRICA[1]
A los veintipocos años, Gabriel Zaid ya estaba interesado por lo que él denominaba el «problema del libro», membrete útil para referirse a diversos cuellos de botella: «El lector no encuentra, o si encuentra no puede comprar, todos los libros que necesita. El autor difícilmente puede publicar y de ninguna manera vivir de los libros que escribe. Las editoriales y librerías no pueden sostenerse en un plan de servicio estrictamente cultural y en el mejor de los casos nunca son un buen negocio». Este «problema de mercados, de finanzas, de distribución y de producción» caía «por completo en el campo de la nueva ‘ingeniería industrial’» y por ello el aspirante a «ingeniero mecánico y administrador» dedicó su tesis a estudiar la Organización de la manufactura en talleres de impresión para la industria del libro en México. En ese trabajo con fines escolares –del que existe una bonita edición no venal, de 1958, publicada por «la presión de algunos amigos y la consideración al tiempo y atención con que tántas [sic] personas me ayudaron»–, Zaid concluye que «las técnicas que un tiempo se asociaron con el nombre de control de la producción, tienen una posibilidad de aplicación decididamente provechosa» en el orbe editorial.
Ese trasvase de métodos de análisis explica en cierta medida los ensayos de La poesía en la práctica, escritos originalmente en los años sesenta, y aun podría decirse que las espléndidas intuiciones reunidas en Leer poesía proceden de un modo de pensar esencialmente ingenieril, pues buscan entender no tanto la experiencia estética como el mecanismo poético. Celebremos al lector que se divierte aplicando a la lírica la ingeniería inversa, al analista de procesos que no duda en usar encuestas para conocer al público que asiste a un recital de poesía, al administrador que busca los vasos comunicantes entre la inspiración del artista y el salario que podría recibir, al financiero que evalúa la capacidad de una persona para obtener réditos, intelectuales o estéticos, de su lectura. Celebremos a Gabriel Zaid releyendo esos dos breves volúmenes, aparecidos bajo el sello del Fondo de Cultura Económica en 1985 y 1987.
Zaid conoce los riesgos de ser demasiado fiel a un modo probado de leer: «una vez que el método se convierte en receta, reduce la lectura [...], en vez de enriquecerla». No hay en sus textos un procedimiento recurrente, a menos de que consideremos como sistema la renovación constante del modo de ver. Así, cada descubrimiento metodológico, cada corazonada para mirar un poema, cada molde para expresar una opinión parece agotar el terreno recién sembrado. Los ensayos, las reseñas, las brevísimas notas con que Zaid da cuenta de sus hallazgos parecen responder a una exigencia tan arbitraria y fructífera como la que lo ha llevado a ser un fantasma omnipresente en el mundo literario. Al impedirse ser un personaje más de la plaza pública, Zaid ha adquirido una presencia mayor, acaso porque ha sabido eliminar al actor de sí mismo que tanto agrada al público pero que inevitablemente distrae de lo que uno pretende decir; esa restricción autoimpuesta es desde luego fruto de una ética severa e incluso un tanto arrogante, pero también podría entenderse como una mera estratagema para amplificar las reverberaciones de lo escrito. De manera semejante, al plantear, desarrollar y agotar una manera de leer un verso –su experimento en torno a «Un gato cruza el puente de la luna», de Paz–, un poema –su elogio técnico de «El brindis del bohemio»–, un libro –la crítica milimétrica con que hace trizas Siete de espadas, de Bonifaz Nuño–, un autor –el Ibargüengoitia elogiadísimo en «La mirada irónica» o el triunfal Gorostiza de «La pica en Flandes»– o un género histórico –su entusiasmo por una antología preparada por José Emilio Pacheco que permite una «Reconciliación con el modernismo»–, Zaid parece seguir un mandamiento que pocos escritores querrían, o podrían, obedecer: no te repetirás. Originales en forma y fondo, sus ensayos resultan por ello siempre frescos.
También ha atendido ese precepto al preparar la reedición de sus obras: al dar la bienvenida al lector de La poesía en la práctica, el autor avisa que «escribí estos ensayos por primera vez entre 1963 y 1967. Los he vuelto a escribir varias veces» (las cursivas son mías). Cada nueva publicación de sus textos es, pues, ocasión para hacer pequeños retoques o introducir matices, aunque hay ocasiones en que incluso emprende amputaciones severas o inventa un libro reorganizando las partes de otro, como ocurrió con Tres poetas católicos, que perteneció a Leer poesía cuando se publicó en Joaquín Mortiz y que fue «descubierto» como obra independiente después de haber sido escrito; en veta zaidiana, podríamos imaginar un estudio filológico, odiosamente universitario, que permitiera identificar las preocupaciones, los intereses y aun las influencias del ensayista en los diversos momentos de su vida a partir del rastreo de esas incesantes, maniáticas transformaciones.
Tras concluir la lectura de estos trabajos queda la placentera sensación de que el propósito último de Zaid es demostrar que poesía y práctica son de alguna manera sinónimos. «Un hombre creador que no es práctico es un mal artista. Un hombre práctico que no es un creador, no es un hombre práctico, es un burro de noria.» ¿Para qué queremos una foto de este autor espectral si en frases como éstas, en los libros que venimos comentando, está su verdadero rostro? Zaid se planteó a sí mismo, desde la redacción de su tesis de licenciatura y de los muchos ensayos publicados en su momento por el Fondo, un programa de vida intelectual que se ha ido cumpliendo con precisión. Ha sabido mover su centro para definir cada vez una nueva periferia: desde la estadística practica la exégesis literaria, desde la etimología describe la política contemporánea, desde la eficacia empresarial sugiere cómo entregarse al hedonismo del intelecto. Lo supieron el estudiante veinteañero y el ensayista cuarentón, lo sabe el escritor octogenario: «ser persona es precisamente hacerse cargo de sí mismo como un ser abierto, desbalanceado, gravitante hacia la comunión personal, hacia la vida inspirada».
EL EDITOR OCTAVIO PAZ
Crear una obra con palabras ajenas, y dolo, se llama plagio. Hacerlo a la luz del día se llama edición. Quien anima una casa editora o una revista –pienso en las que no son sólo empresas comerciales o educativas– suele buscar ese tipo de edificación con ladrillos que sólo en un principio no le pertenecen. De ahí que no sea descabellado, ni una mera ocurrencia metafórica, considerar la edición como un género literario, tal como postula uno de los más notorios y poliédricos editores italianos de la segunda mitad del siglo xx: Roberto Calasso, director de Adelphi y autor de textos híbridos entre la invención literaria y el ensayo, define ese arte editorial como «la capacidad de dar forma a una pluralidad de libros como si fueran los capítulos de un único libro. Y todo ello teniendo cuidado –un cuidado apasionado y obsesivo– de la apariencia de cada volumen, de la manera en que es presentado. Y finalmente también –y no es ciertamente el punto de menor importancia– de cómo ese libro puede ser vendido al más alto número de lectores» («La edición como género literario», en La locura que viene de las ninfas y otros ensayos, México, Sexto Piso, 2004). Congruencia interna, atención a la materialidad e invención de su público conforman, pues, el trípode en que se asienta ese noble oficio –sea que se exprese en libros o en los sucesivos números de una revista, cabría agregar–. Medida con ese rasero, la obra de Octavio Paz como editor –su fuerza y claridad para seleccionar, ordenar, presentar y difundir textos propios y ajenos; la sostenida organización de personas y recursos para producir ese otro fruto autoral que es una revista, una editorial, unas obras completas– no puede más que calificarse de excepcional.
Los diversos proyectos en cuya gestación o conducción participó Paz pueden dividirse fácilmente en dos grupos: las enternecedoras aventuras juveniles y las combativas apuestas de madurez. Fugaces como fueron, Barandal, cuyos siete balaustres sólo se mantuvieron en pie entre finales de 1931 y principios del año siguiente, y Cuadernos del Valle de México, con sólo dos entregas en 1933 y 1934, así como Taller, productivo entre diciembre de 1938 y febrero de 1941, con la dirección colectiva de Rafael Solana, Efraín Huerta y Alberto Quintero Álvarez, son testimonio de una precoz apertura de miras –el ojo paciano siempre puso en práctica un prodigio óptico, al ser capaz de enfocar simultáneamente lo cercano y lo distante, lo mexicano y lo universal, lo de hace un minuto y lo ocurrido hace milenios– y de una urgencia por hacerse escuchar, creyendo aún que la literatura y sus derivados pueden incidir en el mundo, transformándolo. Pero son gotas de agua en un chubasco: sin las ulteriores empresas de Paz, que las dignifican al convertirlas en antecedente, no pasarían de ser otras publicaciones de la época. Plural y Vuelta –tal vez sobre todo la primera– son en cambio lances arriesgados y resonantes, tanto en lo estrictamente intelectual como en lo político.
A fines de 1970, al volver a México luego del incierto peregrinar académico que debió enfrentar tras su renuncia a representar al gobierno de Díaz Ordaz en la diplomacia mexicana, Paz fue invitado por Julio Scherer –entonces a la cabeza de Excélsior, en una de las eras más creativas que haya tenido cualquier medio impreso mexicano– a crear un semanario «mitad de información y mitad de ideas», a lo que el poeta se negó pues no creía tener «ni humor, ni tiempo, ni talento para una idea así», pero reviró proponiendo «una revista latinoamericana desde México y abierta al mundo». Entre octubre de 1971 y julio de 1976, Plural difundió dentro y fuera de nuestro país literatura e ideas, poesía de autores novísimos y traducciones de otros ya consagrados, ensayos de historia y no poca crítica a la política del momento; esto último fue consecuencia natural de que la casa editora que sufragaba la revista encarnaba la oposición intelectual al régimen de Echeverría, quien asestó un mazazo a la libertad de expresión al mediar su último año de gobierno y arrojó de la cooperativa a Scherer y su equipo. Como había hecho al separarse de la embajada mexicana en la India, Paz y los hacedores de la revista la abandonaron, aunque ésta siguió publicándose, no como «una caricatura [sino como] una falsificación» de la ideada por el autor de El laberinto de la soledad.
Y es que no era posible replicar el «lugar de convergencia de los escritores independientes de México», como describió la revista su director al presentar, en marzo de 1975, al consejo de redacción que habría de ser el núcleo de Plural y de su sucesora, integrado por José de la Colina, Salvador Elizondo, Juan García Ponce, Alejandro Rossi –que durante esa época fue «secuestrado» de la academia y se entregó, distraídamente, a la creación literaria–, Tomás Segovia y Gabriel Zaid. Hay una especie de refrán editorial que dice que un editor, en inglés, es alguien que sabe escoger libros, mientras que un publisher es alguien que sabe escoger editors: ¡vaya publisher que resultó Paz con esa selección!
Es imposible demostrarlo pero, por más que se diga que las revistas dirigidas por Paz eran obras colectivas, a uno como lector extemporáneo le queda la sensación de que su influencia unificaba las opiniones y las preferencias, o al menos suavizaba los diferendos. Cada una fue su revista. En «Plural» en la cultura literaria y política latinoamericana, John King recuerda cómo, poco después de nacer la revista, el director escribía largas cartas a su primer secretario de redacción, Tomás Segovia, para ocuparse lo mismo de asuntos menudos que de los objetivos últimos de la publicación. Podía por ejemplo insistir en que no se proponían «hacer una revista mexicana para Nueva York y Europa...
Table of contents
- PORTADA
- PORTADA INTERIOR
- ÍNDICE
- DEDICATORIA
- INJUSTIFICACIÓN
- PERSONAS
- LECTURAS
- DEBATES
- PRÁCTICAS
- CITA
- CRÉDITOS
- AUTOR
- COLECCIÓN TIPOS MÓVILES