La suerte de la cultura
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La suerte de la cultura

Hacia una reconstrucción de la cultura y del hombre

José María Carabante

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La suerte de la cultura

Hacia una reconstrucción de la cultura y del hombre

José María Carabante

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Si algún sentido tiene la palabra "cultura" es el que se encuentra relacionado con el cultivo de lo humano. Por eso, lo que trata de mostrar este libro es que la suerte del hombre es también la suerte o el destino de la cultura.El autor de sus páginas, reflexiona sobre la cultura y nos aporta ideas para su reconstrucción a través de tres fuentes clásicas: la verdad, el bien y la belleza. Se trataría, según él, de recuperar una noción amplia de cultura que anhela y busca el punto de encuentro entre las ciencias y las humanidades, entre la alta y la baja cultura.

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Information

Year
2021
ISBN
9788417118945

LAS AFLICCIONES DE LA CULTURA

Cuando la cultura pasa a estar regida exclusivamente por la ley de la oferta y la demanda, los resultados no son siempre los mejores. Hay algo indiscutiblemente obsceno, sacrílego, en su mercantilización, porque los bienes culturales parecen ser inconmensurables. Un libro no es un simple rimero de folios impresos, ni podemos cifrar su valor teniendo en cuenta exclusivamente los costes materiales de producción. Un libro, una buena novela, es inspiración, noches en vela, sufrimiento, goce y una muchedumbre de experiencias conjuradas por la providencia para dispensar, a quien abre sus tapas, un viaje memorable.
Fueron los teóricos de la Escuela de Frankfurt, especialmente Adorno, quienes con más vehemencia se enfrentaron a la depauperización espiritual provocada por la penetración de la lógica mercantil en la cultura. Imaginaban el capitalismo como un cetáceo gigantesco que todo lo engullía y que, a través de la llamada cultura de masas, se aproximaba para devastar lo intangible. Según ellos, la industria cultural era la consecuencia aniquiladora de un proceso de colonización que no parecía tener término. Seguían la estela abierta por la obra, extemporáneamente interrumpida, de Benjamin.
A día de hoy, no puede decirse que sus tesis hayan quedado completamente obsoletas. A pesar de que los críticos culturales se suelen basar en ellas para cuestionar y demonizar ex toto la economía capitalista, lo cierto es que si uno se dedica a mercadear con música, arte o libros, sentirá siempre la tentación de sacrificar la calidad en aras del beneficio. Estos autores lo explicaron bien: cuando la cultura es solo una forma de entretener al gran público, su impulso reflexivo capitula ante la rentabilidad.
Consideremos o no el capitalismo como una de las aflicciones de la cultura, hay dolencias que la torturan más obstinadamente y que explican la facilidad con que se ha colado en su seno el impúdico imperativo del lucro. Enfermedades que se derivan de la sobredosis de una cultura indiferente a la persona. Son, en concreto, tres: la fiebre del yo, la mentalidad relativista y, por último, el utilitarismo, a todos los que ya hemos hecho referencia.

La fiebre del ego

Empecemos por analizar el fervor subjetivista. Lo mismo que, cuando nació el mito de la cultura, durante el Romanticismo, se desencadenó esa enfermedad por lo colectivo que refleja todo chovinismo, la exaltación del yo posmoderno ha logrado democratizar la obsesión por la idiosincrasia personal. Todos queremos ser y mostrarnos excepcionales y únicos, artistas de nuestra propia vida, a pesar de que el conocido eslogan que alienta a hacer de la existencia una obra de arte sea tan anodino que solo se atrevan a echar mano de él sin sonrojarse publicitarios y gurús de la autoayuda. Y todos, también, nos empeñamos en celebrar las epopeyas de nuestro yo, aunque sea a través de un vídeo de escasos minutos colgado en Tik Tok.
El apogeo de lo identitario nace de la fiebre por uno mismo, de una especie de calentura quinceañera, y conquista sin encontrar resistencia los resquicios de la política. El egocentrismo que impregna la agenda de las nuevas identidades tiene el mismo origen que la devaluación de la cultura, puesto que nace del olvido de la naturaleza común que hermana a los hombres. Se orilla esta última para, con los recursos de la tenacidad, el lamento y la protesta, construir yoes desarraigados y vacíos de lo humano. La cultura, puesta al servicio de identidades esbozadas sobre el papel, desencamina su función y se convierte en una estrategia publicitaria para realzar singularidades harto artificiosas. Lo que el crítico francés Marc Fumaroli denominó “Estado cultural”, censurando que la administración pública se pusiera al servicio de la promoción de la excepcionalidad nacional, conforma el precedente colectivo de la propaganda identitaria que tan acusadamente percibimos en el contexto contemporáneo.
Las cuestiones que tradicionalmente se licitaban en la esfera pública han quedado orilladas, desatendidas, por la gestión de innumerables reclamaciones de identidad que, a la postre, aíslan a los conciudadanos. No podremos tener tiempo de preocuparnos del bien común si lo perdemos tramitando querellas sobre derechos idiosincráticos. Vivimos en permanentes “estados de excepción” del yo, compelidos a hacer continuamente acepción de personas, es decir, lo contrario a lo que prescribe la justicia. El otro no es mi prójimo. Si reparo en él es como adversario o camarada, como reproche viviente hacia mi forma de ser, o potencial correligionario.
Es fácil interpretar la política de la identidad como uno de los corolarios de la promiscuidad de la cultura que, paradójicamente, ha terminado desnaturalizando tanto la política como la identidad. Se cree que la primacía de lo cultural ha liberado al hombre de su esencia, pero no se repara en que también ha hecho de nosotros Atlas apesadumbrados, sentenciándonos a caminar con la insoportable carga de nuestra identidad a cuestas. Nos ha transformado, literalmente, en idiotas, puesto que idiotés era, en su sentido originario, el sujeto privado de lo común.
Tampoco hemos podido, bajo esas circunstancias, evitar que las ideologías, de uno y otro signo, se atrincheraran en los surcos de la cultura, debido, sobre todo, a los métodos que ha difundido la filosofía de la sospecha. Esta ha abonado nuestros recelos, sembrándolos por doquier, indiscriminadamente, y nos ha adiestrado en la tarea de olfatear las huellas de la opresión, incluso allí donde no parece que exista un mínimo atisbo de ella. Para la cultura identitaria, todos somos víctimas, pero también culpables. Y aunque es cierto que no podemos pasar por alto que “cultura” ha sido un término utilizado para perpetrar atropellos, cuando se emplea como ariete de partidos y doctrinas, se oscurece su significado humano más hondo.
Cultura debería ser lo que ampliara la extensión de nuestra humanidad, nunca lo que la restringiera. Se puede comprobar en la pugna entre progreso y tradición. No hay evolución sobre el vacío y, para bien o para mal, la cultura no tiene manera de escapar al juicio de la historia, frente a lo supuesto por el individualismo, como sujetos nos definimos en ese precario equilibrio entre continuidad y discontinuidad con el pasado sobre el que se sustenta nuestra biografía. Incluso el que se siente llamado a encabezar la revolución, parte de un universo contra el que se alza y rebela. Olvidarlo hace de las revueltas una pueril reproducción del pasado. Por otro lado, los supuestos valedores del mañana pueden disimular las más espeluznantes inquisiciones, del mismo modo que presentarse como los más insumisos heresiarcas del presente quienes reivindican el regreso de tiempos pretéritos de la historia.
Nacemos en el seno de una cultura, inmersos en una comunidad, de modo que cualquier expresión de singularidad se encuentra, conscientemente o no, marcada por esos condicionantes. Si como seres vivos necesitamos de un hábitat, como animales espirituales no podríamos vivir sin el carburante de la cultura. Esta nos ayuda a formarnos: nos talla o cincela, conformando el trasfondo en el que definimos el contorno de nuestra identidad. El yo se lima por su integración en la cultura y esta se pulimenta por la acción del primero. Es esa reciprocidad entre yo y nosotros, el potencial conflicto que puede surgir entre la identidad personal y la que nos ofrece la cultura, lo que dota de vitalidad a esta última y la convierte en una síntesis de permanencia y cambio, de tradición y progreso. Recurrir, para explicar esa dinámica, a la imagen del discípulo y el maestro es un bello símil que revela su realidad más profunda, porque el maestro, o la cultura, no solo no son obstáculos para la identidad personal, sino la oportunidad para que, como aprendices de hombre, todos despleguemos nuestro auténtico potencial.
La fiebre por el ego ha dado lugar, además, a estilos de vida bochornosamente homogeneizadores. A pesar de que la diversidad nunca ha sido tan reivindicada como en la actualidad, somos indistintos, de Nueva York a Tokio, de Helsinki a Johannesburgo. La cultura inauténtica, desconectada de la naturaleza, queda en manos de las modas y la mayoría parece ser la que posee la última palabra en cuanto a la identidad más rozagante y chic. Caemos, nuevamente, bajo el hechizo de la mímesis. En la colmena de la gran ciudad, el yo posmoderno es una amalgama de estereotipos superpuestos para encubrir una existencia hueca.
Fue Kierkegaard el primero en vincular los problemas de identidad con las enfermedades del espíritu. A su juicio, la desesperación era el quebranto que indisponía al hombre cuando se daba cuenta de que quería ser, al mismo tiempo, uno mismo y desembarazarse de quien era. Si aceptamos la posibilidad de esculpir nuestro yo desde la nada, no hay posibilidad de escapar a esa fatalidad de la que nos advertía el pensador danés. La manía identitaria puede conducirnos a perder lo que hace posible una biografía: la permanencia, es decir, la capacidad por reconocernos a nosotros mismos en el transcurso ininterrumpido de nuestra existencia. O a dejarnos insatisfechos, imposibilitándonos ser quienes somos que, como sabemos, también es una fuente de desesperación.

La mentalidad relativista

La segunda de las enfermedades causadas por la exacerbación de la cultura es el relativismo, cuya principal consecuencia ha sido la de abolir de nuestro horizonte tanto la existencia de criterios objetivos como la identidad común que compartimos. Se trata de una afección plasmada en fenómenos diversos. Por ejemplo, ha contribuido a evaporar la noción de naturaleza humana, dinamitando los puentes o las pasarelas que existen entre las culturas e ignorando que estas siempre expresan unas mismas constantes, como ha indicado Rafael Gómez Pérez en su ensayo Las constantes humanas.
Si bien es cierto que en las culturas irrefutablemente comparece la diversidad de lo humano, no deja de serlo también que en ellas se concita su unidad natural. Son, pues, lugares de encuentro o confluencia, enclaves idóneos para la congregación de las personas. Lo cual, insistimos, no exige soslayar las d...

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