Breve historia de la Revolución francesa
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Breve historia de la Revolución francesa

Iñigo Bolinaga Iruasegui

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Breve historia de la Revolución francesa

Iñigo Bolinaga Iruasegui

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En esta Breve Historia, Íñigo Bolinaga, con su habitual rigurosidad en lo histórico pero ameno y ágil al narrar los acontecimientos, hace un recorrido por la situación política, económica y social de una Francia en crisis y la aventura económicamente ruinosa de la intervención en la guerra de independencia de Estados Unidos fundamentales para contextualizar a Francia y comprender las causas directas del estallido revolucionario."(Web Ábrete libro)"Descubra los ideales ilustrados, y sucesos tan importantes como la revolución aristocrática, la suplantación de la monarquía absoluta por un gobierno popular basado en la libertad, tanto política como económica."(Web Agapea)Una explosión de violencia popular que subvirtió las normas sociales del mundo y que tuvo que asentarse luchando con las potencias de la época.La Revolución francesa es un acontecimiento complejo en el que se unen demandas sociales de todos los estratos con ideas procedentes de la Ilustración y con los diferentes avatares que condujeron a Francia de un monarca despótico a un gobernante imperial.No puede explicarse solamente atendiendo a los hechos aunque sí debe explicarse ciñéndose a ellos, eso es exactamente lo que hace Breve Historia de la Revolución Francesa. La Noche de Locura, la Asamblea Legislativa, la Convención Nacional que guillotinará a Luis XVI e instaurará un régimen basado en el terror, el Directorio y su lucha contra los enemigos extranjeros de las ideas revolucionarias y, por último, el consulado que proporcionará la llegada al poder de Napoleón, son tratados en este libro de un modo sencillo y exacto.

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Information

Publisher
Nowtilus
Year
2014
ISBN
9788499675534

II

Monarquía parlamentaria

3

El estallido

Desembarco en Versalles

Necker se encargó personalmente de favorecer la aspiración de la doble representación del tercer estado. Entendía que la burguesía era un contrapeso necesario sobre el que la monarquía debía apoyarse para minimizar al máximo los devastadores efectos del desafío nobiliario. Una vez satisfecha aquella en una de sus más repetidas reivindicaciones, debía ser más proclive a favorecer las disposiciones de una monarquía que quería presentar más o menos favorable, aunque sin llegar a resultar complaciente. Los Estados Generales, tan reclamados por el Parlamento de París, se presentaban ahora como una oportunidad para el Gobierno. En aras del equilibro entre dos partes –clero y aristocracia por un lado y tercer estado por el otro–, el rey podía lograr imponer sus deseos. Sólo había que actuar con la suficiente inteligencia, y Necker de eso andaba bastante sobrado. Sin embargo, el ministro subestimaba la fuerte conciencia de grupo desarrollada por la burguesía, tantas veces demostrada en reuniones de los clubs políticos. Por otro lado, la propia corte parecía hacer oídos sordos al hecho de que, dentro de su residencia, el Palais Royal de París, el astuto duque de Orleans, primer noble del Reino, primo del rey y gran maestre del Gran Oriente de Francia, organizaba reuniones sediciosas de tinte liberal bajo la denominación de Club de Valois.
Necker se movía con el tiento de un zorro. Su inclinación por el tercer estado, tan estratégica como sentimental, era vista con desconfianza por buena parte de la alta aristocracia, deseosa de eliminar al insolente plebeyo, extranjero y protestante, que pretendía dirigir el país. Recalcó públicamente varias veces que su única intención era liquidar, o al menos atenuar al máximo, los privilegios fiscales, algo con lo que buena parte de la nobleza comenzaba a comulgar dadas las circunstancias. Ninguna de las demás estructuras estamentales sería objeto de reforma, lo que garantizaba la continuidad del sistema de privilegios y aseguraba una solución al marasmo económico. María Antonieta, sin embargo, desconfiaba, y con ella toda su camarilla, que a pesar de los constantes ataques recibidos cada día era más numerosa.
Necker dispuso una serie de reglamentos para la organización de los Estados Generales. El más importante de ellos fue publicado en enero de 1789, fijando el sistema electivo de los diputados, y cuya novedad con respecto a otras convocatorias estribó en que todos los varones mayores de veinticinco años vieron reconocido su derecho al sufragio. Cualquier individuo sujeto a carga fiscal podía votar, y si bien en el caso del tercer estado se trataba de un sistema muy indirecto en dos o más grados, lo que desvirtuaba enormemente el sentido de la elección, lo cierto es que este planteamiento suponía per se un enorme triunfo de partida de las tesis defendidas por la burguesía francesa. La elección de los representantes de los dos estamentos privilegiados fue directa, dándose la irónica situación de que los diputados que salieron elegidos por el tercer estado pertenecían prácticamente todos a la burguesía acomodada, mientras que en el caso de los clérigos y los nobles, muchos de sus integrantes habían surgido de los estratos bajos de su orden. Esta conjunción de alta burguesía y amplio número, principalmente, de clero bajo, se revelará decisiva en el desarrollo de los acontecimientos posteriores.
El ambiente en la calle era poco tranquilo. En los últimos tiempos, las hambrunas y carestías alimentarias habían vuelto con fuerza, y el descontento de las clases más desfavorecidas se encarnó en motines y revueltas de diversa magnitud. La burguesía que, como tercer estado legalmente –aunque no sociológicamente– los representaba, sabía que sus posiciones gozarían del apoyo popular en cuanto plantaran cara al sistema tradicional. La atmósfera parecía favorable a los cambios. El campesinado y los urbanitas depauperados buscaban el fin de impuestos como el diezmo o la gabela, o la recuperación de las tierras comunales, pero estaban dispuestos a apoyar la revuelta de la burguesía, que, sin embargo, no pensaba más que en seguir sus propias consideraciones: la igualdad jurídica de todos los súbditos del rey, a todo trance y como trampolín al control de las estructuras políticas del Reino. Para el pueblo, al menos era una posibilidad de cambio. Los clubes revolucionarios, como la decisiva Sociedad de los Treinta, que publicó el opúsculo de Sieyès ¿Qué es el tercer estado? y al que pertenecieron nobles tan ardientemente liberales como el marqués de La Fayette o el taimado obispo Talleyrand, daban demasiadas pistas sobre las verdaderas intenciones de los reformistas. No haberlo sabido valorar en toda su amplitud resultó catastrófico para el absolutismo regio.
El descontento popular fue canalizado mediante los cuadernos de quejas (cahiers de doléances). Aunque debidamente suavizados por los leguleyos de cada circunscripción, donde fueron refundidos para ser más ordenadamente elevados a los Estados, los cuadernos dibujan un excelente estado de la cuestión en lo que se refiere a las demandas de los diferentes estratos de la sociedad. Cada estamento se encargó de elaborar sus propios cuadernos, y aunque resultaba evidente la diversidad de consideraciones y reivindicaciones según el orden que los reclamaba, parece probado que las diferencias no resultaban tan abismales como podría pensarse. De partida, nadie puso en duda la autoridad del rey. Entre el populacho subsistía la tradicional consideración de que el Borbón era una especie de comprensivo padre de familia a quien sus malvados consejeros no le dejaban ver la realidad de Francia. «Si el rey lo supiera…» fue una frase ampliamente repetida entre el campesinado durante siglos. Tampoco los nobles, el clero ni la burguesía, únicos estratos realmente representados en los Estados Generales, atisbaban mínimamente la posibilidad de prescindir de él. Los representantes del tercer estado se conformaban con una reforma constitucional que buena parte de los dos estamentos privilegiados consideraba ciertamente razonable. Nadie podía sospechar que la cabeza de Luis XVI terminaría rodando por las calles de París pocos años más tarde. Menos aún habida cuenta del perfil marcadamente moderado de los representantes de los estados, donde la pelea se iba a plantear en relación a la reclamación de igualdad jurídica para todos los franceses. Lejos, pues, de las reivindicaciones de la parte baja del tercer estado, los diputados de los tres órdenes que se iban a reunir en Versalles con el rey coincidían en más cosas de las que divergían. Sin embargo, la marcada separación estamental de Antiguo Régimen continuaba favoreciendo a los dos primeros órdenes en detrimento del tercero, cuyos representantes se vieron obligados a buscarse alojamiento por su cuenta en París, Versalles y alrededores.

La burguesía revoltosa

Acusaron el golpe. Aquella burguesía presuntuosa que reclamaba ser reconocida como igual por el clero y la nobleza, que farfullaba repetidamente que ella sola era la nación, y que sin ella el Reino desaparecería, se vio abofeteada en su orgullo al verse obligada a buscarse la vida en pensiones de mala muerte a precios inflados, como resultado de la masiva afluencia de diputados, mercachifles y curiosos. El 2 de mayo se dio la recepción oficial de los representantes, que fueron recibidos por Luis XVI siguiendo la tradicional separación estamental. Los miembros de la burguesía, que habían llegado dispuestos a hacer valer sus derechos, se pusieron en guardia. No parecía que el Gobierno tuviera intención de admitir ninguna innovación estructural en el organigrama tradicional de los Estados Generales. El 4 de mayo, la víspera de su apertura, se ofició una misa precedida de un pomposo desfile en el que los miembros del tercer estado marcharon al final y muy lejos de la figura del rey, quien en todo momento se rodeó de la más rancia aristocracia. Cuando llegaron a la catedral de San Luis de Versalles, donde se iba a celebrar el acto religioso, se encontraron con lo que interpretaron como una nueva bofetada: mientras que los miembros del clero y la nobleza contaban con sus asientos debidamente dispuestos y señalados, ellos tuvieron que buscar sitio como pudieron. Tampoco ayudó a crear un clima de cordialidad monseñor de La Fare, obispo de Nancy, quien en su sermón advirtió a quienes pretendían ser iguales a los tocados por el privilegio de nacimiento que nunca podrían serlo, que estaban destinados a la obediencia como plebeyos que eran. Las palabras de La Fare tampoco fueron del agrado de la reina, a quien, sin nombrar específicamente, acusó de despilfarradora y mala hembra.
Con estos mimbres se inauguraron los Estados Generales el 5 de mayo de 1789. El gran salón del palacete de los Pequeños Placeres (Hôtel des Menus Plaisirs) fue la sede escogida para la inauguración. La ceremonia dio comienzo con un ostentoso despliegue del boato de la monarquía absoluta: la familia real, con el rey a la cabeza, presidió el acto con sus mejores galas, en un intento vano de mostrar magnificencia y despreocupación, a pesar de la inseguridad innata del rey y la terrible situación económica, política y social que Francia estaba atravesando. El agravamiento de la enfermedad del delfín Luis José, de apenas ocho años de edad, coadyuvó a generar en la testa coronada un cúmulo de preocupaciones que incrementaron su natural falta de resolución. Tras la música de rigor, el rey presidió solemnemente la inauguración. Frente a él se acomodaron los representantes del tercer estado, que eran más o menos el doble que los miembros del clero, a la derecha del rey, y de la nobleza, a su izquierda. Luis XVI abrió los Estados con un discurso vago y protocolario. Luego intervino Charles de Barentin, guardián de los sellos reales, que tampoco aportó nada sustancioso. Finalmente habló Necker. Su larga perorata duró cerca de tres horas, en las que desgranó punto por punto la situación financiera del Reino y sus posibles soluciones, entre las que señaló como preeminente la reforma del sistema tributario. Solicitó también el visto bueno para la petición de un crédito de ochenta millones de libras, a fin de mantener la solvencia del Estado, pero dejó de lado las cuestiones que para el tercer estado eran las más candentes. Los diputados se sintieron engañados. ¿Habían acudido a Versalles, después del largo proceso de elección y redacción de cuadernos de quejas, después de tantas expectativas en relación a una reforma del sistema político, sólo para ser consultados acerca de la imposición de un nuevo impuesto? De ninguna manera. Estaban allí para algo más que eso. Al día siguiente, 6 de mayo, el tercer estado se negó a constituirse, tal y como habían empezado a hacer la nobleza y el clero. No estaban dispuestos a acreditarse hasta que no se reunieran todos los estamentos en una única sala común y no en salas separadas, como se pretendía. Razonaban que era imprescindible la verificación conjunta de la correcta acreditación de todos los diputados de los tres órdenes, antes de comenzar las deliberaciones. Por tanto, mientras esto no se diera, los diputados del tercer estado mostraron su desacuerdo con continuar.
Durante un largo período que duró algo más de un mes, los no privilegiados se mantuvieron firmes en el gran salón del palacete de los Pequeños Placeres, sin constituirse, interrumpiendo así el desarrollo de los Estados Generales. Se trataba de ...

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