I
Tantas veces habíase desvanecida la esperanza de volver a ver el amado país, que, confiando ya sólo en un milagro, volvime hacia Aquella que la ciudad natal venera con tiernísimo culto, imploré su protección y le hice una promesa.
Supiéronlo; y en Salta, como en Buenos Aires, sonrieron con el descreído escepticismo de la época.
Sin embargo, aquel que más burla hizo de mi voto, fue el bendecido instrumento elegido, pare realizar el milagro...
II
Nunca proscrito, al tornar de largo destierro, sintió el gozo que llevaba en el corazón la viajera que, un día diez y siete de agosto, se embarcaba, camino de Salta, en el ferrocarril al Rosario.
Aquel momento tan largo tiempo anhelado, parecíame un señor y estrechaba fuertemente una contra otra, mis manos para persuadirme de estar despierta.
III
La vista de Córdoba con su fisonomía graciosa y original, el aspecto heterogéneo de los pasajeros y la belleza característica de los diversos paisajes que atravesábamos, pudieron apenas borrar aquella obsesión.
No para matar el fastidio que yo o conozco, sino por hacer como los otros, llevaba un libro: una reciente publicación que ni siquiera abrí; porque, allí en el mismo wagon y cerca de mí, un grupo de literatos iban leyéndole y, frase a frase destrozándolo sin piedad.
¡Ah! Necesaria es la fruición inefable del escritor al dar a luz un libro, para que pueda sobreponerse al terror de entregar ese hijo de su corazón y de su pensamiento, al diente chacálico de los Zoilos, esa temible jauría que ahora veía yo mascar el que tenían en las manos, con los refinamientos de una acerba animosidad.
Mientras ellos se llenaban las fauces de hiel, entregados a aquella ingratísima tarea, yo, cerrado sobre mis rodillas el asesinado libro, divertíame escuchando las conversaciones que de un estremo al otro del wagon, se cruzaban entre los viajeros; todas incoherentes como el personal que las producía. Había de todo: plática, parla y charla.
-Es joven -decía uno de tres militares que iban apestándonos con el humo de sus cigarros- es joven y posee grandes cualidades de inteligencia y corazón Lo he visto en circunstancias difíciles actuar en la política, en la finanza, en la sociedad, en la familia; y en todo conducirse muy bien.
-Pero tiene muchos enemigos.
-¡Ah! Es que no puede uno ser amado de todos... Eso, sólo el General Mitre... y los billetes de Banco.
A mi izquierda, lado opuesto de los críticos, un conciliábulo femenino cuchicheaba fruslerías.
-¡Si vieran ustedes qué dos lindos sombreritos llevo! Dos primaveras de flores y de tules para deslumbrar a Tucumán.
Así decía una bella joven de grandes ojos negros. Y yo me figuraba el fulgor de esos luceros entre los tules de aquellas primaveras.
-Lo que es yo -replicaba una vieja- nada habría envidiado para mi tiempo, sino los flequillos, esos encantadores ricitos sobre la frente. Cuando las muchachas se los levantan, me parecen afrentadas.
-Todo en la moda actual es bellísimo.
-Menos el horrible polisón ¿qué dromedario lo inventaría?
-La moda lo impone y es preciso obedecerla. Quien no lo usara, sí que parecería afrentada.
-¿Y qué me dice usted del calzado? ¿Puede haber ya belleza en el pie, ese dije en la mujer, esa prueba de distinción en el hombre?...
¡Gracias a Dios que soy vieja, para no ver a mi novio embarcado en esas chalupas de afilada proa, que, con el nombre de botines, llevan estos desventurados!
Y señalaba a dos elegantes que sentados delante de ellas, cruzada una pierna sobre otra, ignorantes del terrible proceso entablado a sus extremidades, iban balanceándolas distraídamente y platicando de amores.
-¡Cuán lejos estoy yo, todavía, de la dicha que tú tienes ya tan cercana! -decía el uno, fijos los ojos en lontananza, cual si evocara dulces memorias-. ¡Y pensar que te alejas en esos deliciosos días de espera, la época más radiosa del amor y de la vida!
-Distingo -observaba el otro sonriendo-. Tú hablas de los preliminares: las pláticas del balcón a la calle; en el teatro; en las naves de las iglesias; en los bailes del Progreso... Ese poema ha concluido para mí con el cambio de estas, -señalando una alianza que llevaba en el anular izquierdo- y antes de entrar en pleno noviazgo, situación que nuestras costumbres han tornado tan ridícula, huyó, so pretesto de arreglos pecuniarios, para no regresar sino el día de la boda.
-¡Tú blasfemas! ¡Cómo! Esas dulzuras cambiadas a media voz, inclinado el uno hacia el otro, en el arrobador aislamiento que la benevolencia social permite...
-Esa actitud es un espectáculo soberanamente ridículo, y además, un inconcebible faltamiento a los suyos y a los huéspedes del salón. Qué de veces, cuando mi hermana atravesaba la referida temporada, he deseado abofetear a mi futuro cuñado.
-¡Qué distinta manera de juzgar tenemos! A mí me place esa anticipada intimidad, nuncio de días venturosos.
Pero, desdichado, ¿qué dejáis, entonces, para la alcoba nupcial?
-Señores, he aquí la Estación Frías. ¡A tomar la ronda del mate riquísimo que sabe cebar la Escolástica! -exclamó un pasajero saltando a tierra, apenas detenido el tren. Y corría hacia una fogatita que ardía al aire libre, haciendo hervir a grandes borbotones la pava tradicional.
Al lado, de pie, una muger -la Escolástica- en la mano un mate de boquilla y bombilla de plata, cebaba y servía por turno a un círculo mixto que muy luego -¡horror!- ensancharon los dos elegantes platicadores; y... hasta mi pulcro y delicado acompañante, el joven Francisco Centeno, fue también a poner entre sus labios el tubo que estaba introduciéndose en tan variadas bocas!
¡Poder de la costumbre!
IV
Tucumán dormía una fresca alborada cuando bajamos a descansar en su estación la media hora que se nos concedía.
Las puertas comenzaban a abrirse.
Al través de las rejas de los vestíbulos, divisábanse dos floridos patios tapizados de madreselvas y jazmines del Cabo.
¡Qué delicioso paraíso es Tucumán!
Lástima grande que esa valiosa producción, la caña de azúcar, llevada hasta las puertas de la ciudad, haya infestado su perfumado ambiente y engendrado esas legiones de horribles cucarachas que invaden los elegantes salones y las lujosas alcobas, cuyos artesonados roen y devastan...
V
Al volver a ponernos en marcha, encontré en mi wagon una amable compañía: los señores Ruiz y García con sus bellas esposas; el señor Gordillo con su preciosa hijita; y un distinguido joven, el señor La Rosa, hijo del sabio ingeniero de ese nombre.
Aunque por primera vez me veían, acogiéronme con amable cordialidad. Ellos, que se proponían una mañana de campo y un almuerzo sobre el césped, quedáronse para partirlo conmigo en la Estación de Vipos, donde, en vez de la troncha a la minuta, relación obligada del viajero en aquellos parajes, regalaron mi paladar deliciosos fiambres, panecillos de mantera, y un vino riojano tan exquisito, que me hizo prorrumpir en un brindis de bendición a la copa y a la mano que lo produjeron.
-Es el Tinto de la Suegra -dijo el señor Gordillo; y añadió sonriendo- Mi madre, su fabricante, lo llama así para bromear a su yerno.
VI
En el curso de aquel día vi desfilar a lo lejos, rápidos como en sueños, sitios conocidos y poblados de recuerdos: Trancas, Candelaria, Obando, Arenal, Sauces, Rosario.
¡Qué de veces, cuando niña, había ido allí, llevada en brazos por tata Melcho, o por el viejo Gubí, sentado sobre el arzón del lomillo, al abrigo de los guarda-montes a ver las carreras en las ferias, o a escuchar el canto de los payadores en las alogeadas de los Puestos!
¡Qué larga y desastrosa epopeya, entre el presente y ese lejano pasado!
Pero, el viaje al través de la tierra amada no comenzó, verdaderamente, para mí, sino después de Metan, donde llegaban los trabajos del ferrocarril, y comenzaba entonces el servicio de mensajerías hasta Salta.
VII
Anochecía cuando llegados al término de la línea férrea desembarcamos entre los matorrales ennegrecidos por la noche, a corta distancia del pueblo, cuyas luces comenzaban a extenderse.
Entre los grupos de gente que llegaban al encuentro de los viajeros, un hombre llamaba, pronunciando mi nombre.
-¡Germán! -respondí yo, llamando, a mi vez.
-¡Querida tía!
Y la tía y el amable sobrino, desconocidos uno del otro hasta esa hora, abrazáronse cordialmente.
Era Germán Torrens, hijo de aquel inolvidable, Juan José Torrens llamado con justo titulo el chiste viviente.
Germán y su hermano, casados con dos nietas del General Pablo Latorre, fueron el iris de paz entre dos familias, unidas en estrecha amistad y separadas después, durante largos años, por los sangrientos odios de la guerra civil.
Germán mandó acercar el carruaje en que había venido a mi encuentro y en el que me aguardaba su esposa, linda joven que me recibió en sus brazos.
Lleváronme a su casa, fresca y agradable vivienda, iluminada en mi espera con luz de fiesta.
Pude entonces contemplar a la esposa de Germán cuyas facciones me había ocultado la oscuridad.
Deidamia -su nombre- es una interesante joven de bellísimos ojos, negra y abundante cabellera.
Ella, su hermana y su prima, rodeándome solícitas, sonriéndome con su juvenil sonrisa, inundaron mi corazón de dulcísimo consuelo.
Parecíanme ángeles demandando el perdón de antiguos agravios y derramando sobre ellos las flores de la divina misericordia.
VIII
Al día siguiente, por una hermosa alborada, tomamos la mensajería llevada por nueve mulas y un conductor, camino de Salta.
Éramos ocho pasajeros, repartidos en la berlina y el coupé.
Única de mi sexo, y también a causa de mi edad, rodeábanme atenciones y cuidados.
A mi lado sentábase un gauchi-político, hombre de cincuenta años, tinte cobrizo y barba y melenas estupendas.
Apoderábase de toda conversación; y, elevada o banal, llevábala siempre al terreno del partidismo político.
Los nombres de Miguel Juárez Celman y de Bernardo Irigoyen salían a cada momento de entre sus enmarañados bigotes, pero, ¡caso raro! sin saña ni pasión por ninguno de ellos, hablando de los sucesos políticos presentes y pasados y aún de las más terribles catástrofes originadas por ellos, con increíble serenidad, hasta con un ligero tinte de ironía, nota inseparable en todas sus frases.
Excepto él y yo, todos execraban de antemano el fragoso camino que nos aguardaba una legua adelante, enumerando uno a uno, los tajos, laderas y gruesos pedrones que iban a zarandearnos de lo lindo en las veintisiete leguas tendidas delante, hasta el Pontezuelo.
Yo no los escuchaba.
Habituada a los penosos viajes a lomo de caballo por los ásperos senderos que serpean sobre los abismos en los elevados picos de los Andes, todo camino y todo vehículo parecíanme deliciosos.
Extasiada ante el esplendente paisaje, olvi...