Presente y futuro de Europa
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Presente y futuro de Europa

Joseph Ratzinger, Martin Docampo Docampo

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Presente y futuro de Europa

Joseph Ratzinger, Martin Docampo Docampo

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¿Cómo se originó Europa y cuáles son sus fronteras? ¿Quién tiene derecho a llamarse europeo y a entrar en la nueva Europa? El autor subraya las raíces espirituales de Europa, que definen su compromiso por promover la paz dentro y fuera de sus fronteras. Sin ese fundamento espiritual, el vínculo se reduce al interés económico, a una política interior ocasional y a una vaga acción exterior.En diversas conferencias recogidas en este volumen, Ratzinger explica qué es Europa y qué la mantiene unida, qué criterios se exigen para que una acción política sea correcta y cómo preservar la paz.

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Information

Year
2021
ISBN
9788432154133
PRIMERA PARTE
QUÉ ES EUROPA
1.
EUROPA.
SUS FUNDAMENTOS ESPIRITUALES HOY Y MAÑANA[1]
¿QUÉ ES REALMENTE EUROPA? Esta pregunta ha sido formulada una y otra vez, de forma explícita, por el cardenal Józef Glemp en uno de los círculos lingüísticos del Sínodo de los Obispos sobre Europa: ¿dónde empieza Europa, dónde termina? ¿Por qué, por ejemplo, Siberia no pertenece a Europa, aunque también esté habitada por europeos, cuya forma de pensar y vivir es, además, totalmente europea? ¿Y dónde se pierden las fronteras de Europa en el sur de la comunidad de pueblos de Rusia? ¿Por dónde pasa su frontera en el Atlántico? ¿Qué islas son Europa y cuáles no, y por qué no lo son? En estas reuniones quedó perfectamente claro que Europa es solo secundariamente un concepto geográfico: Europa no es un continente que pueda ser claramente comprendido en términos geográficos, sino que es un concepto cultural e histórico.
1. EL ASCENSO DE EUROPA
Esto es muy evidente si intentamos remontarnos a los orígenes de Europa. Quien hable de su origen, se referirá de ordinario a Heródoto (ca. 484-425 a. C.), que es sin duda el primero en conocer Europa como concepto geográfico, y que la define así: «Los persas consideran a Asia y a los pueblos bárbaros que la habitan como su propia propiedad, mientras que consideran a Europa y al mundo griego como un país aparte»[2]. No se indican las fronteras de Europa en sí, pero está claro que las tierras que constituyen el núcleo de la Europa actual quedaban completamente fuera del campo de visión del antiguo historiador. De hecho, con la formación de los estados helenísticos y el Imperio Romano, se formó un continente, que se convirtió en la base de la posterior Europa, pero que tenía unos límites muy diferentes: eran las tierras que rodeaban el Mediterráneo, que en virtud de sus lazos culturales, del comercio y el intercambio, en virtud del sistema político común formaban entre sí un verdadero continente. Solo el avance triunfal del Islam en el siglo VII y principios del VIII trazó una frontera a través del Mediterráneo, lo cortó por la mitad, por así decirlo, de modo que todo lo que hasta entonces había sido un continente quedó dividido en tres: Asia, África, Europa.
En Oriente, la transformación del mundo antiguo se produjo más lentamente que en Occidente: el Imperio Romano, con Constantinopla como punto central, resistió allí —aunque cada vez más empujado a los márgenes— hasta el siglo XV[3]. Mientras que la parte sur del Mediterráneo, alrededor del año 700, se desprendía por completo de lo que hasta entonces era un continente cultural, se producía al mismo tiempo una extensión cada vez más fuerte hacia el norte. El limes, que hasta entonces había sido una frontera continental, desaparece y se abre hacia un nuevo espacio histórico, que ahora abarca la Galia, Alemania, Gran Bretaña como verdaderos núcleos de población, y se extiende cada vez más hacia Escandinavia. En este proceso de desplazamiento de fronteras, la continuidad ideal con el anterior continente mediterráneo, medido geográficamente en términos diferentes, estaba garantizada por una construcción de la teología de la historia: en relación con el libro de Daniel, el Imperio Romano renovado y transformado por la fe cristiana era considerado como el último y permanente reino de la historia del mundo en general, y el conjunto de pueblos y estados que se estaba formando se definía, por tanto, como el Sacrum Imperium Romanum permanente.
Este proceso de una nueva identificación histórica y cultural se llevó a cabo de forma plenamente consciente durante el reinado de Carlomagno, y aquí surge de nuevo el viejo nombre de Europa, con un significado cambiado: esta palabra se utilizaba ahora incluso como definición del reinado de Carlomagno, y expresaba al mismo tiempo la conciencia de continuidad y novedad con la que el nuevo grupo de estados se presentaba como fuerza encargada del futuro. Recibía ese encargo precisamente por haber sido concebido en continuidad con la historia del mundo hasta entonces, y por estar anclado en última instancia en lo que siempre permanece[4].
En la autocomprensión que se estaba formando, se expresa también la conciencia de lo definitivo, así como la conciencia de una misión.
Es cierto que el concepto de Europa casi desapareció de nuevo tras el fin del reino carolingio, y solo se conservó en el lenguaje de los eruditos; en el lenguaje popular solo asoma a principios de la era moderna —ciertamente en relación con el peligro de los turcos, como modo de autoidentificación—, para imponerse de forma generalizada en el siglo XVIII. Al margen de esta historia del término, el hecho de constituirse el reino franco como Imperio Romano, que nunca decayó y que ahora renace, es el paso decisivo hacia lo que hoy queremos decir cuando hablamos de Europa[5].
Por supuesto, no podemos olvidar que existe también una segunda raíz de Europa, de una Europa no occidental: como ya se ha dicho, el Imperio Romano había resistido en Bizancio a las tormentas de la migración de los pueblos y a la invasión islámica. Bizancio se entendía a sí misma como la verdadera Roma; aquí, de hecho, el Imperio nunca había decaído, por lo que se seguía reclamando la otra mitad, la occidental, del Imperio. Este Imperio Romano de Oriente se extendió también hacia el norte, hasta el mundo eslavo, y creó su propio mundo, el grecorromano, que se diferenciaba de la Europa latina de Occidente por una liturgia, una constitución eclesiástica y una escritura diferentes, y por la renuncia al latín como lengua común enseñada.
Ciertamente, también hay suficientes elementos unificadores que pueden hacer de los dos mundos un continente único y común: en primer lugar, la herencia compartida de la Biblia y de la Iglesia primitiva, que en ambos mundos apunta más allá de sí misma a un origen que ahora se encuentra fuera de Europa, en Palestina; en segundo lugar, la misma idea común de Imperio, la comprensión básica común de la Iglesia y, por tanto, también la coincidencia en las ideas fundamentales del derecho y de los instrumentos jurídicos; por último, mencionaré también el monacato, que en las grandes convulsiones de la historia ha seguido siendo el portador esencial no solo de la continuidad cultural, sino sobre todo de los valores religiosos y morales fundamentales y de la orientación última del hombre. Y, como fuerza prepolítica y suprapolítica, se convirtió en el portador de los renacimientos, siempre necesarios[6].
Entre las dos Europas, incluso en medio de lo común de la herencia eclesial esencial, existe una profunda diferencia, a cuya importancia ha aludido especialmente Endre von Ivànka: en Bizancio, Imperio e Iglesia aparecen casi identificados el uno con el otro; el emperador es cabeza también de la Iglesia. Se entiende a sí mismo como representante de Cristo y se vincula con la figura de Melquisedec, que era al mismo tiempo rey y sacerdote (Gn 14, 18). Desde el siglo VI llevaba el título oficial de rey y sacerdote[7]. Debido a que, a partir de Constantino, el emperador había abandonado Roma, en la antigua capital del Imperio pudo desarrollarse la posición autónoma del obispo de Roma como sucesor de Pedro y pastor supremo de la Iglesia; aquí, ya desde el principio de la era constantiniana, se enseñaba una dualidad de poder: emperador y papa tenían poderes separados, y ninguno disponía del conjunto. El papa Gelasio I (492-496) formuló la visión de Occidente en su célebre carta al emperador Anastasio y aún más claramente en su cuarto tratado donde, frente a la tipología bizantina de Melquisedec subraya que la unidad de los poderes reside exclusivamente en Cristo: «Pues él, a causa de la debilidad humana (¡la soberbia!), separó para las edades los dos ministerios, para que nadie fuera insuperable» (c. 11). Para las cosas relativas a la vida eterna los emperadores cristianos necesitan sacerdotes (pontifices), y estos a su vez se atienen a las normas imperiales para el curso temporal de las cosas. Los sacerdotes deben seguir en los asuntos mundanos las leyes del emperador decretadas por orden divina, mientras que este debe someterse al sacerdote en los asuntos divinos[8]. Por esto se introduce una separación y distinción de poderes, que llegó a ser de la mayor importancia para el posterior desarrollo de Europa y que, por así decirlo, sentó las bases de lo que es propiamente Occidente.
Dado que, en ambos lados, en oposición a estos límites, el impulso hacia la totalidad y el deseo de colocar el propio poder por encima del otro siempre permanecieron vivos, este principio de separación también se convirtió en una fuente de infinitos sufrimientos. La forma de vivirla correctamente y de ponerla en práctica tanto en el ámbito político como en el religioso sigue siendo una cuestión fundamental para la Europa de hoy y de mañana.
2. EL PUNTO DE INFLEXIÓN HACIA LA ERA MODERNA
Si a partir de lo dicho hasta ahora podemos considerar el Imperio carolingio, por un lado, y la continuación del Imperio romano en Bizancio —con su misión hacia los pueblos eslavos—, por otro, como el verdadero nacimiento del continente Europa, el inicio de la era moderna supone para ambos un punto de inflexión, un cambio radical, que afecta tanto a la esencia de este continente como a sus contornos geográficos.
En 1453, Constantinopla fue conquistada por los turcos. O. Hiltbrunner comenta este acontecimiento de forma lacónica: «Los últimos... eruditos emigraron... a Italia y transmitieron a los humanistas del Renacimiento el conocimiento de los textos griegos originales; pero Oriente se hundió en su ausencia de cultura»[9]. Esta afirmación está formulada con demasiada crudeza ya que, de hecho, incluso el reino de la dinastía Osman tenía su propia cultura; pero es cierto que la cultura greco-cristiana, europea, de Bizancio tocó a su fin.
De este modo, una de las dos alas de Europa corría el riesgo de desaparecer, pero la herencia bizantina no estaba muerta: Moscú se declaraba la tercera Roma, fundaba ahora su propio patriarcado sobre la base de la idea de una segunda translatio imperii y se presentaba así como una nueva metamorfosis del Sacrum Imperium, como una forma propia de Europa, que sin embargo permanecía unida a Occidente y se acercaba cada vez más a él, hasta que Pedro el Grande intentó convertirla en un país occidental. Este desplazamiento hacia el norte de la Europa bizantina trajo consigo el hecho de que las fronteras del continente también se desplazaran ampliamente hacia el Este. La fijación de los Urales como frontera es muy arbitraria, pero en cualquier caso el mundo al Este de ellos se convirtió cada vez más en una especie de subestructura de Europa, sin ser ni Asia ni Europa: esencialmente conformada por el sujeto Europa, pero sin participar de su carácter de sujeto. Permanece así como objeto, y no como portadora de su propia historia. Tal vez esto defina, en conjunto, la esencia de un Estado colonial.
Por lo tanto, podemos hablar, en lo que respecta a la Europa bizantina y no occidental a principios de la era moderna, de un doble acontecimiento: por un lado está la disolución de la antigua Bizancio con su continuidad histórica con el Imperio Romano; por otro, esta segunda Europa que encuentra en Moscú su nuevo centro y expande sus fronteras hacia el Este, para erigir finalmente en Siberia una especie de preestructura colonial.
Al mismo tiempo, también podemos ver en Occidente un doble proceso de considerable importancia histórica. Una gran parte del mundo germánico se separa de Roma; surge una nueva forma ilustrada de cristianismo, y una línea de separación atraviesa Occidente, que también forma claramente un limes cultural, una frontera entre dos formas diferentes de pensar y relacionarse. Ciertamente, también existe dentro del mundo protestante una división, en primer lugar entre luteranos y reformados, con los que se asocian metodistas y presbiterianos, mientras que la Iglesia anglicana busca un camino intermedio entre católicos y evangélicos; tampoco conviene olvidar la diferencia entre el cristianismo en forma de Iglesia estatal, que se convierte en la marca de Europa, y las iglesias libres, que encuentran su lugar de refugio en América del Norte. Sobre ello volveremos más tarde.
Prestemos atención en primer lugar al segundo acontecimiento, que caracteriza esencialmente la situación en la época moderna de lo que fue la Europa latina: el descubrimiento de América. La ampliación de Europa hacia el Este, en virtud de la progresiva extensión de Rusia hacia Asia, corresponde a la salida radical de Europa de sus límites geográficos, hacia el mundo más allá del Océano, que ahora recibe el nombre de América; la división de Europa en una mitad latino-católica y otra germano-protestante se traslada y afecta a esta parte de la tierra ocupada por Europa. También América se convierte al principio en una Europa ampliada, en una colonia, pero, al mismo tiempo, con la subdivisión de Europa por la Revolución francesa, crea su propio carácter de sujeto: a partir del siglo XIX, aunque hondamente determinada por su nacimiento europeo, se presenta ya ante Europa como un sujeto propio.
En un intento de conocer la identidad más profunda e interior de Europa a través de una mirada a la historia, nos fijamos ahora en d...

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