Consejos sobre la salud
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Consejos sobre la salud

Elena Gould de White

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Consejos sobre la salud

Elena Gould de White

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A partir de la segunda mitad del siglo XX, abundante luz procedente de diversas fuentes ha iluminado el importante tema del cuidado de la salud. Pero, ya mucho antes, el Espíritu de Profecía le había dado una visión diferente: el ámbito espiritual; y fue allí donde del arte de sanar brilló con santo esplendor, luz nítida y vital que hoy está a nuestro alcance. Que los "consejos" contenidos en esta obra sirvan para bendecir, fortalecer y amoldar la vida de quienes tratan de dirigir la atención de la gente hacia nuestro bendito Dios, quien es el único que posee el don de la sanidad, al tiempo que se benefician de sus sabios y eternos principios.

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Information

Year
2020
ISBN
9789877981797

Sección II: Elementos esenciales de la salud

Conocimiento de los principios básicos7

Muchos me han preguntado: “¿Qué debo hacer para con­servar mejor mi salud?” Mi respuesta es: Deje de transgredir las leyes de su ser; deje de complacer el apetito deprava­do; consuma alimentos sencillos; vístase en forma saludable, lo cual requerirá sencillez y modestia; trabaje saludablemente; y no se enfermará.
Es un pecado estar enfermo, porque todas las enfermedades son el resultado de la transgresión. Muchos sufren como con­secuencia de las transgresiones de sus padres. No se los puede censurar por el pecado de sus padres; sin embargo tienen el deber de investigar en qué puntos sus padres violaron las leyes de su ser, con lo que impusieron sobre su descendencia una herencia muy miserable; y al descubrir los errores de aquéllos, deben apartarse de ese curso de acción y practicar hábitos co­rrectos con el fin de promover una salud mejor.
Los hombres y las mujeres debieran informarse acerca de la filosofía de la salud. La mente de los seres racionales parecerían estar en tinieblas con respecto a sus propias estructuras físicas y cómo conservarlas en una condición saludable. La generación actual le ha confiado su cuerpo a los médicos y su alma a los ministros. ¿Acaso no se le paga bien al ministro para que estudie la Biblia en lugar de sus feligreses, de modo que éstos no tengan que molestarse en hacerlo? ¿No es obligación suya decirles lo que deben creer, y dilucidar todas las cuestiones teológicas dudosas sin que ellos tengan que realizar alguna investigación especial? Si se enferman, consultan al médico: creen todo lo que les dice y se tragan cualquier receta que les prescribe; ¿acaso no se le paga bien para que considere deber suyo entender to­das sus enfermedades físicas y los remedios que les debe dar para que se mejoren, sin que ellos tengan que preocuparse por el asunto?...
Nuestra felicidad está tan íntimamente relacionada con la salud, que no podemos gozar de aquélla sin que esta última sea buena. Para poder glorificar a Dios en nuestro cuerpo necesitamos tener un conocimiento práctico de la ciencia de la vida humana. Por eso es de importancia pri­mordial que la fisiología ocupe el primer lugar entre los es­tudios que se eligen para los niños. ¡Cuán pocas personas poseen un conocimiento adecuado acerca de las estructu­ras y las funciones de su propio cuerpo y de las leyes natu­rales! Muchos andan a la deriva sin ningún conocimiento, como un barco en alta mar sin brújula ni ancla; y lo que es peor, ni siquiera demuestran el menor interés en aprender cómo prevenir las enfermedades y conservar su cuerpo en una condición saludable.

La abnegación es esencial

La complacencia de los apetitos animales ha degradado y esclavizado a muchos. La abnegación y una restricción de los apetitos animales son necesarias para elevar y esta­blecer condiciones favorables de salud y moral y purificar la sociedad corrupta. Cada violación de los principios en el comer y el beber embota las facultades de percepción, lo cual imposibilita que la persona aprecie o valore las cosas eternas [Fil. 3:19]. La humanidad no debe ignorar las con­secuencias de los excesos; esto es de importancia funda­mental. La temperancia en todas las cosas es indispensable para la salud, y para y el desarrollo y crecimiento de un buen carácter cristiano.
Los que transgreden las leyes de Dios en su organismo físi­co no vacilarán en violar la Ley de Dios dada en el Sinaí. Los que después de haber recibido la luz se nieguen a comer y be­ber por principios, y en su lugar se dejan controlar por el ape­tito, no se preocuparán porque los demás aspectos de su vida sean gobernados por principios. La investigación del tema de la reforma en el comer y el beber desarrollará el carácter e in­variablemente pondrá de manifiesto a los que eligen hacer “un dios de su vientre”.

Responsabilidad de los padres

Los padres necesitan despertar e inquirir en el temor de Dios: ¿Qué es verdad? Sobre ellos reposa una tremenda res­ponsabilidad. Deberían poseer conocimientos prácticos de fi­siología para ser capaces de distinguir entre los hábitos físicos correctos y los perniciosos e instruir a sus hijos acerca de ellos. Las grandes masas humanas son tan ignorantes e indiferentes con respecto a la educación física y moral de sus hijos como lo es la creación animal. Sin embargo se atreven a asumir la responsabilidad de ser padres.
Cada madre debiera familiarizarse con las leyes que go­biernan la vida física. Debiera enseñar a sus hijos que la gratificación de los apetitos animales produce un efecto mórbido sobre el sistema y debilita sus sensibilidades morales. Los padres deben buscar la luz y la verdad como si buscaran un tesoro escondido. A los padres se les ha encomendado la sa­grada responsabilidad de formar el carácter de sus hijos mien­tras son niños. Tienen el deber de ser tanto maestros como médicos de ellos. Deberían comprender tanto las exigencias como las leyes de la naturaleza. Una cuidadosa conformidad a las leyes que Dios ha implantado en nuestro ser nos asegu­rará salud, y en nosotros no se producirá un quebrantamiento de la constitución que nos induzca a llamar al médico para que nos ponga otra vez en buenas condiciones.
Muchos parecen pensar que tienen el derecho a tratar su cuerpo como les plazca, pero olvidan que su cuerpo no les pertenece. El Creador, quien lo formó, tiene derechos sobre él que no pueden ignorarse impunemente [1 Cor. 6:19, 20]. Cada transgresión innecesaria de las leyes que Dios ha establecido para nuestro ser constituye virtualmente una violación de la ley de Dios, y a la vista del Cielo es un pecado tan grande como el quebrantamiento de los Diez Mandamientos. La ignorancia de este tema importante es pecado. La luz brilla sobre nosotros actualmente, y si no la apreciamos ni actuamos inteligente­mente con respecto a estas cosas, estamos sin excusas, porque el entenderlas es nuestro más elevado interés terrenal.

Sabiduría de las obras de Dios

Indúzcase a la gente a estudiar la manifestación del amor y la sabiduría de Dios en las obras de la naturaleza. Indúzcasela a estudiar el maravilloso organismo del cuerpo humano y las leyes que lo rigen. Los que disciernen las evidencias del amor de Dios, que entienden algo de la sabiduría y el buen propósito de sus leyes, así como de los resultados de la obediencia, llega­rán a considerar sus deberes y obligaciones desde un punto de vista muy diferente. En vez de ver en la observancia de las le­yes de la salud una cuestión de sacrificio y renunciamiento, la tendrán por lo que es en realidad: un inapreciable beneficio.
Todo obrero evangélico debe comprender que la enseñanza de los principios que rigen la salud forma parte de la tarea que se le ha señalado. Esta obra es muy necesaria y el mundo la espera.–El ministerio de curación, pág. 105 (1905).

Gobernar el cuerpo8

La vida es un regalo de Dios. Se nos ha dado nuestro cuerpo para que lo empleemos en el servicio a Dios, y él desea que lo cuidemos y apreciemos. Poseemos facultades físicas y mentales. Nuestros impulsos y pasiones tienen su asiento en el cuerpo, y por tanto no debemos hacer nada que contamine esta posesión que se nos ha confiado. Debemos mantener nuestro cuerpo en la mejor condición física posi­ble, y bajo una constante influencia espiritual, para que po­damos utilizar nuestros talentos de la mejor manera. Léase 1 Corintios 6:13.
El uso equivocado del cuerpo acorta ese período de tiempo que Dios ha designado para que lo utilicemos en su servicio. Cuando nos permitimos formar hábitos equivocados por acos­tarnos a altas horas de la noche y satisfacer el apetito a expen­sas de la salud, colocamos los fundamentos de la debilidad. Y cuando descuidamos el ejercicio físico, o recargamos de traba­jo la mente o el cuerpo, desequilibramos el sistema nervioso. Los que acortan su vida de este modo, por no hacer caso de las leyes naturales, son culpables de robarle a Dios. No tenemos derecho a descuidar o hacer un mal uso del cuerpo, la mente o las fuerzas, los cuales deberían utilizarse para ofrecer a Dios un servicio consagrado.
Todos deberían poseer un conocimiento inteligente de la constitución humana, con el fin de mantener su cuerpo en las mejores condiciones para realizar la obra del Señor. Los que forman hábitos que debilitan las energías nerviosas y dismi­nuyen el vigor de la mente o el cuerpo, se hacen a sí mismos ineficientes para el trabajo que Dios les ha pedido que hagan. Por otra parte, una vida pura y saludable es más favorable para el perfeccionamiento del carácter cristiano y para el desarrollo de sus facultades de la mente y el cuerpo.
La ley de la temperancia debe controlar la vida de cada cris­tiano. Dios debe estar en todos nuestros pensamientos; nunca debemos perder de vista su gloria. Necesitamos desembara­zarnos de toda influencia que pudiese cautivar nuestros pen­samientos y alejarnos de Dios. Tenemos ante Dios la sagrada obligación de gobernar nuestro cuerpo y controlar nuestros apetitos y pasiones de tal manera que no nos aparten de la pu­reza y la santidad ni alejen nuestra mente de la obra que Dios requiere que hagamos. Léase Romanos 12:1.

Adoptar una alimentación sencilla

Si hubo alguna vez un tiempo en que la alimentación de­bía ser de la clase más sencilla, es ahora. No debe ponerse carne delante de nuestros hijos. Su influencia tiende a excitar y fortalecer las pasiones inferiores, y tiende a amortiguar las facultades morales. Los cereales y las frutas, preparados sin grasa y en forma tan natural como sea posible, deben ser el alimento destinado a todos aquellos que aseveran estar prepa­rándose para ser trasladados al Cielo. Cuanto menos excitante sea nuestra alimentación. Tanto más fácil será dominar las pa­siones. La complacencia del gusto no debe ser consultada sin tener en cuenta la salud física, intelectual o moral.
La satisfacción de las pasiones más bajas inducirá a muchos a cerrar los ojos a la luz, porque temen ver pecados que no es­tán dispuestos a abandonar. Todos pueden ver si lo desean. Si prefieren las tinieblas a la luz, su criminalidad no disminuirá por ello. ¿Por qué no leen los hombres y las mujeres y se ins­truyen en estas cosas que tan decididamente afectan su fuerza física, intelectual y moral?–Testimonios para la iglesia, t. 2, pág. 316 (1869).

Comprados por Dios9

“¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios” (1 Cor. 6:19, 20).
No nos pertenecemos. Hemos sido comprados a un precio elevado, a saber, los sufrimientos y la muerte del Hijo de Dios. Si pudiésemos comprender plenamente esto, sentiríamos que pesa sobre nosotros la gran responsabilidad de mantenernos en la mejor condición de salud con el fin de prestar a Dios un servi­cio perfecto. Pero cuando nos conducimos de manera que nues­tra vitalidad se gasta, nuestra fuerza disminuye y el intelecto se anubla, pecamos contra Dios. Al seguir esta conducta no le glorificamos en nuestro cuerpo ni en nuestro espíritu –que son suyos–, sino que cometemos lo que es a su vista un grave mal.
¿Se dio Jesús por nosotros? ¿Ha sido pagado un precio ele­vado para redimirnos? Y, ¿no es precisamente por esto por lo que no nos pertenecemos? ¿Es verdad que todas las facultades de nuestro ser, nuestro cuerpo, nuestro espíritu, todo lo que tenemos y todo lo que somos, pertenecen a Dios? Por cierto que sí. Y cuando comprendemos esto, ¡qué obligación tene­mos para con Dios de conservarnos en la condición que nos permita honrarle aquí en la Tierra, en nuestro cuerpo y nuestro espíritu, que son suyos!

La recompensa de la santidad

Creemos sin duda alguna que Cristo va a venir pronto. Esto no es una fábula para nosotros; es una realidad. No tenemos la menor duda, ni la hemos tenido durante años, de que las doctrinas que sostenemos son la verdad presente, y que nos estamos acercando al juicio. Nos estamos preparando para en­contrarnos con el Ser que aparecerá en las nubes de los cielos, escoltado por una hueste de santos ángeles, para dar a los fieles y justos el toque final de la inmortalidad. Cuando él venga, no lo hará para limpiarnos de nuestros pecados, quitarnos los defectos de carácter, o curarnos de las flaquezas de nuestro temperamento y disposición. Si es que se ha de realizar en no­sotros esta obra, se hará antes de ese tiempo.
Cuando venga el Señor, los que son santos seguirán siendo santos. Los que han conservado su cuerpo y espíritu en pureza, santificación y honra, recibirán el toque final de la inmorta­lidad. Pero los que son injustos, inmundos y no santificados permanecerán así para siempre. No se hará en su favor ninguna obra que elimine sus defectos y les dé un carácter santo. El Refinador no se sentará entonces para proseguir su obra de refinación y quitar sus pecados y su corrupción. Todo esto debe hacerse en las horas del tiempo de gracia. Ahora es cuando debe realizarse esta obra en nosotros...
Ahora estamos en el taller de Dios. Muchos de nosotros so­mos piedras toscas de la cantera. Pero cuando echamos mano de la verdad de Dios, su influencia nos afecta; nos eleva, y elimina de nosotros toda imperfección y pecado, cualquiera que sea su naturaleza. Así quedamos preparados para ver al Rey en su hermosura y unirnos finalmente con los ángeles puros y santos en el reino de gloria. Aquí es donde nuestro cuerpo y nuestro espíritu han de quedar dispuestos para la inmortalidad.

La obra de la santificación

Estamos en un mundo que se opone a la justicia, a la pu­reza de carácter y al crecimiento en la gracia. Dondequiera que miramos, vemos corrupción y contaminación, deformi­dad y pecado. Y ¿cuál es la obra que hemos de emprender aquí precisamente antes de recibir la inmortalidad? Consiste en conservar nuestro cuerpo santo y nuestro espíritu puro, para que podamos subsistir sin mancha en medio de las co­rrupciones que abundan en derredor de nosotros en estos últimos días. Y para que esta obra se realice, necesitamos dedicarnos a ella enseguida con todo el corazón y el enten­dimiento. No debe penetrar ni influir en nosotros el egoís­mo. El Espíritu de Dios debe ejercer perfecto dominio sobre nosotros e influir en todas nuestras acciones. Si nos apro­piamos debidamente del cielo y el poder de lo alto, senti­remos la influencia santificadora del Espíritu de Dios sobre nuestro corazón.
Cuando hemos procurado presentar la reforma pro salud a nuestros hermanos, y les hemos hablado de la importancia del comer y el beber, y hacer para gloria de Dios todo lo que ha­cen, muchos han dicho por medio de sus acciones: “A nadie le importa si como esto o aquello; nosotros mismos hemos de soportar las consecuencias de lo que hacemos”.
Estimados amigos, están muy equivocados. No son los únicos que sufrirán como consecuencia de una conducta errónea. En cierta medida, la sociedad a la cual pertene­cen sufre por causa de vuestros errores tanto como ustedes mismos. Si sufren como resultado de vuestra intemperancia en el comer y el beber, los que estamos en derredor o nos relacionamos con ustedes también quedamos afectados por vuestra flaqueza. Sufriremos por causa de vuestra conduc­ta errónea. Si ella contribuye a disminuir vuestras faculta­des mentales o físicas, y lo advertimos cuando estamos en vuestra compañía, quedamos afectados por ello. Si en vez de tener un espíritu animoso son presa de la lobreguez, en­sombrecen el ánimo de todos los que los rodean. Si estamos tristes, deprimidos y angustiados, ustedes, si gozaran de sa­lud, podrían tener una mente clara que nos muestre la salida y dirija una palabra consoladora. Pero si vuestro cerebro está nublado como resultado de vuestra errónea manera de vivir, a tal punto que no pueden darnos el consejo correc­to, ¿no sufrimos acaso una pérdida? ¿No nos afecta seria­mente vuestra influencia? Tal vez tengamos un alto grado de confianza en vuestro juicio y deseemos vuestro consejo, porque “en la multitud de consejeros hay seguridad” (Prov. 11:14).
Deseamos que nuestra conducta parezca consecuente para quienes amamos, y deseamos buscar el consejo que ellos nos puedan dar con mente clara. Pero ¿qué interés tenemos en vuestro juicio si vuestra energía mental ha sido recargada hasta lo sumo y la vitalidad se ha retirado del cerebro para disponer del alimento impropio que se puso en el estómago, o de una enorme cantidad de alimento aunque sea sano? ¿Qué interés tenemos en el juicio de tales personas? Ellas lo ven todo a través de una masa de alimentos indigestos. Por tanto, vuestra manera de vivir nos afecta. Resulta imposible seguir una con­ducta errónea sin hacer sufrir a otros.

La carrera cristiana

“¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos a la ver­dad corren, pero uno solo se lleva el premio? Corred de tal ma­nera que lo obtengáis. Todo aquel que lucha, de todo se abstiene: ellos, a la verdad, para recibir una corona corruptible, pero no­sotros, una incorruptible. Así que, yo de esta manera corro, no como a la ventura; de esta manera peleo, no como quien golpea el aire, sino que golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no sea que habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado” (1 Cor. 9:24-27). Los que participaban en la carrera con el fin de obtener el laurel que era considerado un honor especial, eran temperantes en todas las cosas, para que sus músculos, su cerebro y todos sus órganos estuviesen en la mejor condición posible para la carrera. Si no hubiesen sido temperan­tes en todas las c...

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