Homo socius
Acababa de comer de maravilla en un pequeño restaurante indio de Florencia, no muy lejos del hotel.
En el restaurante sólo cabían un par de familias poco numerosas y él. Se había sentado en una pequeña mesa para dos personas al lado de la ventana, y se había dedicado a mirar a través de las cortinas de blonda a la gente que pasaba por la calle estrecha. Era su última tarde en Florencia, Italia, en el sur de Europa. Ana había decidido que ahora tenía que ir a Praga, la capital de Chequia. Lamentablemente, los últimos días su estado de salud había empeorado, y por eso había decidido acortar el viaje de Andrés:
—No tengo fuerzas para ver Venecia, Salzburgo ni Viena, ni siquiera a través de tus ojos, Andrés, así que ve directamente a Praga.
Y al parecer no había tiempo que perder, porque Ana le había enviado por correo electrónico un billete de tren que salía de Florencia a las diez de la noche de aquel mismo día y llegaba a un lugar llamado Wiener Neustadt a las 8 de la mañana del día siguiente. Ahí tendría media hora para el transbordo, y hacia la una del mediodía estaría en Praga.
Había oído contar muchas cosas de Praga a sus compañeros de instituto, quienes habían organizado un viaje a esa ciudad el verano anterior. Era un lugar con alcohol barato y un montón de jóvenes de toda Europa dispuestos a pasarlo bien. Las historias de Praga que habían ido llegando a sus oídos eran cada vez más descabelladas. Andrés no había ido con ellos, por supuesto, pero ahora iba a ver la ciudad con sus propios ojos. Ya había pagado la cuenta en el restaurante y se estaba terminando el último trozo de pan indio. Llevaba la mochila llena de cosas ricas para la larga noche en el tren. Tenía un billete de coche cama, pero no creía que fuese a dormir mucho, así que más valía llevar KitKat, refrescos y un par de cervezas. Tenía ganas de viajar en un tren nocturno, sintiendo el traqueteo del tren en todo el cuerpo mientras leía ¿Qué es el ser humano? Ana lo llamó a través de Skype, y él respondió todavía con el sabor de India en la boca.
—¿Listo para una noche en el tren? —preguntó Ana—. En mi opinión, es una de las cosas más románticas del mundo. Una vez viajé en un coche cama por Europa con un novio que tenía. Es una sensación muy especial. Pero bueno, eso fue hace muchos años. ¡Qué pena que no puedas hacer el viaje con Sally!
—Sí, habría estado bien —respondió Andrés. Todavía estaba triste por haberse tenido que separar de Sally, al menos temporalmente, pero en cierto modo se había hecho a la idea. También había empezado a plantearse su enamoramiento. ¿A dónde quería llegar? Aunque pudiesen pasar unos cuantos días juntos por Europa, o quizás varias semanas, ella seguía viviendo en Inglaterra, y él, en Dinamarca. El enamoramiento era como una ola enorme que lo había arrastrado y casi lo había derribado durante varios días, pero ahora se estaba retirando.
—Praga es una ciudad fantástica —le comentó Ana, interrumpiendo sus pensamientos—, y muy, muy antigua. Reyes y emperadores de Europa del Este ocuparon el castillo de esta ciudad durante más de 1000 años, y la parte más antigua se remonta al siglo IX. ¿No es increíble? Por aquel entonces en Dinamarca apenas empezaba la época vikinga.
Como siempre, Andrés se contagió del entusiasmo en la voz de Ana. Viajar por Europa en aquel viaje de aprendizaje que ella le había organizado era una verdadera aventura. ¿Qué le esperaría al torcer la próxima esquina? Pero de repente la voz de Ana adquirió un tono más profundo y oscuro.
—Tienes que visitar el castillo sin falta y ver los puentes y el precioso casco antiguo de la ciudad. Es una perla de nuestro continente. Pero también tienes que ver algo más... incómodo, podríamos decir, en las afueras de la ciudad.
—¿De qué se trata? —preguntó Andrés. Hasta entonces en su viaje sólo había visto monumentos muy bonitos.
—Verás, he pensado que el viaje también tenía que incluir lo peor que ha hecho el ser humano. Hemos visto huellas de la infancia de la humanidad en las cuevas de Lascaux, y preciosos testimonios del ser humano racional y sensible en Roma y Florencia. Sé que has leído que estas características demuestran que el ser humano es un ser social y cultural. Podemos estar orgullosos de formar parte de la especie humana, ¿no? Pues ha llegado el momento de afrontar el ser humano social, pero sin olvidarnos de la otra cara de la moneda: lo antisocial, lo malo, lo asesino. Aquello de lo que no podemos sentirnos orgullosos.
Andrés arqueó las cejas. Esto era nuevo. Recordó unas palabras del principio del manuscrito: «Sólo el ser humano puede ser inhumano». ¿Iban a centrarse en lo inhumano ahora?
Eso parecía. Ana le explicó que le había reservado plaza en una excursión a Theresienstadt, o Terezín, como se llama en checo. Se trataba de una fortaleza un poco al norte de Praga que los nazis habían utilizado como campo de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. No había sido uno de los peores lugares, le informó Ana con voz seria; no era Auschwitz, donde había muerto más de un millón de personas en menos de cinco años. Sin embargo, Theresienstadt era más que suficiente para que el visitante sintiera el potencial del ser humano para el peor mal imaginable.
*
Iba en la cabina del coche cama, con la chaqueta y un jersey debajo de la almohada para levantar la cabeza y poder leer. Tenía una pequeña luz de lectura que emitía un haz entre blanco y amarillo, y se sentía bien y a salvo. Se le ocurrió que era como estar en un útero; una especie de útero literario donde podía absorber conocimientos y aprender. Leyó mientras el tren avanzaba traqueteando por la noche italiana.
ESTIMADO LECTOR, ya hemos tratado algunos de los aspectos más importantes para responder la pregunta clave: ¿Qué es el ser humano? En primer lugar, hemos descrito el ser humano como una especie biológica. En este sentido es una más entre las especies vivas del mundo, aunque tiene algunas características especiales, ya que el ser humano se ha desarrollado a la par que su medio de un modo muy específico. Como el resto de los seres vivos, el ser humano es el resultado de procesos naturales que han descrito científicos como Darwin, pero también se caracteriza por un modo único de relacionarse con estos procesos y desarrollarlos: algo que en conjunto podemos llamar cultura. Por tanto, la cultura es naturaleza humana que se transforma a sí misma y al resto de la naturaleza. La cultura es el nombre que damos al conjunto de modos en que el ser humano se relaciona con sí mismo, su propia existencia y otros seres humanos, especialmente creando tecnología, ciencia y arte (por ejemplo, las pinturas rupestres de Lascaux).
Por supuesto, es importante cuestionarnos qué se deriva de esta visión del ser humano: ¿justifica una formación intelectual que incluya una visión del papel que desempeña el ser humano en la vida? Tradicionalmente, la respuesta a esta pregunta ha sido no. No podemos derivar normas («¿cómo deberíamos vivir?») de conocimientos factuales sobre las leyes de la naturaleza («¿cómo es el mundo?»).
Pero ¿y si el mundo en sí es normativo, es decir, si nos dice cómo deberíamos vivir? En tal caso, no es cuestión de cambiar «es» por «debería ser» (lo cual, lógicamente, no es válido), sino de investigar la normatividad (es decir, las exigencias) que quizás existen como tales en el mundo. Hans Jonas, pensador del siglo XX, se planteó este tema. Jonas nació en Alemania en el año 1903 y murió 90 años más tarde, después de haber vivido un siglo con enormes avances tecnológicos y horribles catástrofes humanitarias, una de las más importantes fue el Holocausto, el intento de los nazis de exterminar a los judíos. El propio Jonas era judío, y su madre murió en Auschwitz.
Jonas desarrolló una filosofía natural que implicaba una interpretación existencialista de las leyes naturales que Darwin había descrito.43 En pocas palabras, podemos decir que Jonas creía que todos los seres vivos son un fin en sí mismos, tanto si hablamos de plantas como de animales o personas. La naturaleza tiene valor en sí misma, no solamente como descubrimiento subjetivo del ser humano. El metabolismo es la expresión más elemental de la lucha de un organismo para mantenerse con vida. La idea moderna de que la naturaleza no tiene objetivo ni valor es un prejuicio derivado de las ciencias naturales mecánicas de Galileo y Newton. Pero la vida en sí es, justamente, el valor básico. Jonas no tuvo reparo en jerarquizar las distintas formas de vida, con las plantas en la categoría más baja (ya que sólo actúan ante necesidades elementales —luz y alimento— y no tienen deseos), los animales en el medio (porque tienen consciencia, experiencias y sentimientos) y el ser humano arriba del ...