La sombra de Casandra
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La sombra de Casandra

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La sombra de Casandra

About this book

En una sociedad democrática y avanzada como la nuestra, la discriminación por razón de sexo no debería existir. Sin embargo, la realidad a menudo es bien distinta. Mila Guerrero actualiza el mito de Casandra, la profeta troyana castigada por el dios Apolo a que ninguna de sus predicciones fuera creída, desvelando a través de anécdotas y situaciones los mecanismos mediante los cuales muchas mujeres ven desacreditadas sus opiniones y son tratadas como seres de cualidades inferiores a los hombres.

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IV Yo, macho
Este libro está dedicado, de alguna manera, a todos esos hombres con los que trato a diario que están convencidos de que el machismo está erradicado absolutamente de nuestras vidas, y por nuestras vidas me refiero a las que desarrollamos, ustedes y yo, pertenecientes a las mismas circunstancias sociales, en nuestras casas y trabajos, en nuestro país, en estos tiempos llamémosles, modernos. A esos que, como mencioné ya antes, no conciben otra forma de desacreditar la necesidad del feminismo que obviarla. También a aquellos que, a pesar de que sostienen que no son machistas ni nunca han tenido un comportamiento que pueda definirse como tal, practican, en el mejor de los casos, sin ni siquiera darse cuenta, el micromachismo a diario, cuando no la violencia más manifiesta e inadvertida contra las mujeres de su entorno. Los micromachismos, para aquellos que necesiten refrescar la memoria, son, de acuerdo al psicoterapeuta Luis Bonino Méndez «pequeñas maniobras que realizan los varones cotidianamente para mantener su poder sobre las mujeres». Esos hombres que creen con firmeza que a ellos no se les ha educado de forma machista, y que en el caso de que lo hubieran sido, jamás de los jamases se han comportado como tal. Los mismos que piensan a pies juntillas que esa ley que permite que en España a las mujeres maltratadas se las trate con la dignidad institucional que debería tener cualquier víctima peca precisamente de discriminación hacia ellos, que no piden más que la igualdad más igualitaria, y que no entienden cómo se ha podido consentir tal barbarie. La mayoría de los individuos de esta clase con los que yo he tratado dudan sobre si las leyes de discriminación positiva hacia las víctimas tienen algún efecto beneficioso sobre el colectivo afectado, o si directamente son perjudiciales para todos, mujeres y hombres. Eso, en el caso de que conozcan exactamente lo que significan las medidas de discriminación positiva. Muchos de ellos, además, sienten que se les está «haciendo pagar» por pecados ancestrales cometidos por seres con los que comparten clasificación sexual, pero que no tiene absolutamente nada que ver con ellos. Suelen ser los mismos que, indignados, equiparan el machismo con el feminismo, cuando el feminismo tiene en su esencia y definición la búsqueda de la igualdad, la equiparación, el equilibrio, mientras que el machismo se sustenta en el principio de que los hombres son superiores a las mujeres. Es por esto último, no me canso de reiterar, por lo que no se puede hablar de machismo y de feminismo como si fueran caras opuestas de una moneda, como términos enfrentados que tienen en su esencia la misma reivindicación, sólo que polarizada.
Para los hombres que piensan de esta manera es incomprensible la razón por la cual se trata diferente la violencia machista de la violencia derivada de una pelea en un bar, entre personas del mismo sexo, por ejemplo. También mezclan hábilmente la violencia machista con la violencia doméstica. Un desconocimiento tan absoluto de los mínimos preceptos culturales por los cuales el hombre ejerce su derecho ancestral y violento sobre las mujeres y su incapacidad para reconocerlo, habla por sí mismo.
El miedo de esos hombres a la pérdida de privilegios históricos es mucho, miedo que jamás reconocerán como propio, aunque se les presentara en el espejo, privilegios que ni siquiera conciben como tales porque están totalmente asimilados como la normalidad, dada la educación que han recibido y su concepto de las sociedades del mundo. El imperio se tambalea, tener que pensar en que hay otros, o en este caso, otras, que pueden ocupar sus espacios en igualdad les quita el sueño, se pasan el día buscando ejemplos en los que las mujeres han ejercido la violencia contra los hombres o buscan un papel predominante en cualquier faceta, por pequeña que sea, para mostrarlos como ejemplo, sobre todo en las redes sociales, de las supuesta conspiración feminista, o «feminazi», como a ellos les gusta más llamar, que existe en contra de los pobres poseedores de los atributos físicos y culturales masculinos. Llegan incluso a la paranoia de mostrarse como víctimas del sistema «hembrista», término recientemente acuñado ad hoc —por inexistente— para designar una postura que equivalga en el otro género al machismo. Y cada vez que tienen la oportunidad lo refieren como la verdadera realidad social, ajenos por completo al múltiple crisol de situaciones derivadas del sistema androcentrista, patriarcal y sexista en el que han sido educados como consecuencia lógica de la cultura en la que nacieron. No digo que no existan mujeres capaces de tergiversar el discurso feminista para acercarlo más a una postura de preponderancia que de igualdad, pero está más que demostrado que, esos casos son extremos y no representan en absoluto al espíritu y la reivindicación general de las mujeres.
Me acuerdo ahora de una conversación que tuve con dos hombres que, con cara de corderitos, se quejaban de que para ellos estos tiempos suponen una época laboral muy mala. Se basaba su razonamiento en que se sienten cohibidos por la preponderancia de la mujer en los departamentos más cercanos a la dirección de las empresas. Según su valoración, las «armas» femeninas son ahora más efectivas que las de los hombres, y no precisamente por capacidad profesional, sino porque, dado los tiempos que corren, «cualquiera se enfrenta a una mujer en el terreno profesional» —afirmando claramente con esto que es una temeridad hacerlo—, «a poco que tengas algún conflicto te puede caer una denuncia por cualquier cosa de género y estás jodido». Es prácticamente inútil recordarles que miren a su alrededor y que comprueben que las mujeres que trabajan en su entorno en su mayoría están por supuesto por debajo de ellos en sueldo y categoría, y que la realidad que ellos ven no es necesariamente la realidad laboral en España en términos generales; esa realidad laboral que muchas veces llega a nosotros de manera distorsionada, dándonos la impresión de que se favorece a las mujeres. Sin embargo, en todos los años que llevo trabajando, no he conocido ningún caso de cerca de denuncia por acoso laboral de una mujer hacia un hombre (por mucho que he asistido a situaciones que parecían susceptibles de serlo), pero sí el caso contrario, cuyo fallo, por cierto, fue favorable al hombre.
Tampoco, por supuesto, tienen en cuenta, cuando afirman que las mujeres están siendo favorecidas en el entorno laboral, ninguno de los privilegios que, como hijos de su generación en una sociedad católica occidental, han disfrutado hasta ahora, y siguen disfrutando, entre ellos, el que a sus padres nunca se les pasara por la cabeza que la mejor manera de resolver su futuro era educarlos para sostener a su familia desde sus casas, dependiendo económicamente de sus esposas, en vez de facilitarles los mejores medios a su alcance para escalar en sus ámbitos profesionales. Tampoco tienen presente el hecho de que los varones son habitualmente absueltos de las labores de cuidado (en estas pueden incluirse no sólo el de los hijos, sino el de los padres, suegros o cualquier otro familiar, así como las responsabilidades derivadas de la alimentación, aseo y representación estética en la sociedad), tradicionalmente adjuntas a la condición femenina, lo cual les ha proporcionado ancestralmente la ventaja incontestable de poder dedicarse a su desarrollo laboral en exclusiva, sin interferencias.
Con respecto a las relaciones laborales entre hombres y mujeres en nuestro país, en la actualidad, se puede estar escribiendo sin descanso, y quizá nunca se encuentre una solución a los problemas de discriminación sexista que existen, que no sea la educación, la educación y la educación. Cuando hablo de los problemas no me refiero sólo a esos macroproblemas conocidos por todos como son la no equiparación de sueldos o la diferencia ostensible entre cuántas mujeres ostentan puestos de responsabilidad en las empresas o en trabajos tradicionalmente desempeñados por hombres. Me refiero también a esos micromachismos que todas soportamos todos los días, con estoicismo y resignación en el mejor de los casos, o sin ni siquiera notarlo, lo que es incluso peor, pues significa que los tenemos tan interiorizados que nuestro cerebro los percibe como comportamientos normales, y no como desviaciones de lo correcto.
No son poco frecuentes las ocasiones en que, en las reuniones de trabajo, los hombres le explican todos los conceptos a otro hombre que asiste en calidad de aprendiz o a un jefe, aunque sepan que la encargada de proporcionarles o facilitarles lo que han ido a buscar es una mujer. Los miran a los ojos, se dirigen a ellos directamente, su cuerpo está orientado hacia ellos y esperan sus respuestas. Si es la mujer quien contesta sus dudas siguen interactuando con ellos, y así hasta el final de la reunión. Mi amiga la médico tiene mención especial en este tipo de situaciones, como relataré más adelante.
Recuerdo un encuentro en particular sobre ese tema de que no te reconozcan la «autoridad», aunque podría relatar más. Había citado a un contratista para comunicarle algo que sabía que no iba a gustarle demasiado, pero que tenía que acatar sin demasiadas opciones, pues así lo estipulaba el acuerdo que teníamos. Se mostró contrariado cuando le dije que no asistiría nadie más a la reunión, y durante un buen rato le expliqué todos los pormenores que me habían llevado a convocarle. Cuando hube terminado, como estaba totalmente en desacuerdo con lo que le acababa de comunicar me dijo: «Siendo así, quiero hablar con tu jefe». Contesté que estaba ocupado y que no podría recibirle en esos momentos, y que yo era la responsable a todos los efectos de manejar la situación que nos ocupaba. Me dijo que esperaría lo que hiciera falta. Tres cuartos de hora después, pudo hablar con mi jefe, quien le explicó punto por punto, y casi con las mismas palabras que yo, el asunto que teníamos entre manos. Le preguntó entonces si yo no se lo había explicado con claridad, y él dijo que sí, pero que «quería estar seguro».
El hecho de que una figura femenina no conlleve atribuidas por defecto las características de autoridad y veracidad tiene mucho que ver con esa sombra alargada que ejerce Casandra, con ese descrédito eterno con que el patriarcado marca a fuego a las mujeres, ya sean Casandra, Pandora, Eva y su manzana, o cualquier otra, en todas las culturas existe un ejemplo. Cita Nuria Varela en su libro el caso de la antropóloga Margaret Mead, quien, tras años de investigación con tribus del pacífico llegó a la conclusión de que «lo femenino no se definía tanto por una serie de características que se adscribían a las mujeres, ni unas actividades que ellas pudieran desarrollar mejor, sino de una infravaloración que tenía siempre lo que las mujeres fueran o hicieran». «Así es. Ellas son cocineras, ellos son chefs, ellas modistas, ellos diseñadores […]».8 «Esa creatividad en las mujeres se llama artesanía y se vende barata; en los hombres se llama arte y se paga cara […]».9
En el caso de mi ocupación administrativa, una nunca llega a despojarse del todo del atuendo de secretaria. En el tiempo que llevo trabajando en una posición en la que he tenido que mantener reuniones, tomar decisiones y ser asertiva a menudo, no me han faltado las ocasiones en que la realidad, como suele decirse, ha superado la ficción que yo podía imaginar. No es que no tenga imaginación suficiente para recrear todo tipo de comportamientos machistas, es que, como si de repente me hubiera visto imbuida por el espíritu benevolente de la modernidad, por un momento pensé que quienes me rodeaban quizá albergaban una educación lo suficientemente cultivada como para no repetir absurdos y obsoletos roles… pero claro, no podía estar más equivocada. También tengo que decir que estos comportamientos no tienen tanto que ver con la sociedad, como con las personas. No importa cuántos cursos sobre igualdad o charlas sobre los preceptos de discriminación en el entorno laboral imparta la empresa, o cuántos carteles se coloquen en los pasillos para recordar que cualquier tipo de acoso está absolutamente prohibido por las normas éticas, así como por las leyes, no. Hay personas en las que, simplemente, ese discurso no cala, sus oídos están sordos y su mente cerrada a cualquier tipo de desarrollo orientado hacia ese camino.
No estoy diciendo que absolutamente todos los hombres con los que trato en el trabajo tengan necesariamente que pertenecer a esa categoría que ha olvidado por completo que ir a trabajar no es una actividad exclusivamente social a la que se dedican para principalmente justificar su posición preponderante ante el gallinero global del género femenino, ni mucho menos. Pero sí que es verdad que siempre que empiezo a creer que la luz existe, y que quizá esta vez sí que estoy asistiendo a un comportamiento desarrollado y civilizado, viene alguien, y lo fastidia. Lo fastidia como puede ser de fastidioso el hecho de que estés departiendo en un despacho con señores de posición más alta que la tuya, pero no de mucha más edad, ni siquiera de más edad en ocasiones, y que,...

Table of contents

  1. I Introducción
  2. II Aquel deseo constante de ser un niño
  3. III Combate sin tregua
  4. IV Yo, macho
  5. V Políticamente correcta
  6. VI Los hombres me explican cosas
  7. VII Epílogo
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