Historia de Occidente
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Luis Enrique Íñigo Fernández

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Historia de Occidente

Luis Enrique Íñigo Fernández

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Historia de Occidente acompaña a la civilización occidental desde los albores de la humanidad misma, en los comienzos de la Prehistoria, al presente, y culmina con una reflexión sobre los principales retos que plantea el futuro. La división en capítulos no obedece tanto a criterios meramente cronológicos, propios de la historiografía tradicional, como a los grandes cambios que han ido marcando la evolución de la sociedad occidental, de modo que la obra responde en todo momento a preguntas del tipo de cómo, por qué y cuándo. Se distingue, sin embargo, de muchas otras a la hora de responder quiénes, pues da prioridad a las masas sobre las élites, al pueblo llano sobre la aristocracia, a los gobernados sobre los gobernantes.La humanidad da comienzo a su andadura como una especie más, inteligente y social, sí, pero incapaz de producir su propio alimento, que debía tomar de la naturaleza sin transformarlo. Así se mantiene durante incontables milenios, dedicando su tiempo a la caza y la recolección, pero sobre todo al ocio, hasta que el desequilibrio entre población y recursos la fuerza a cambiar su modo de vida, tornando en agricultores y ganaderos a los cazadores y recolectores, transformando los campamentos en aldeas y abriendo camino a los primeros guerreros y los primeros jefes.Miles de años más tarde, cosecha muchos más ricas permitirán nuevos cambios. El excedente sostiene a muchos que no cultivan la tierra; la población crece, las aldeas se convierten en ciudades y los jefes en reyes. La escritura se inventa para llevar la cuenta de las cosechas y los impuestos; nace el Estado y con él muere la igualdad entre los hombres y los pueblos; la guerra, en fin, deja de ser un juego ritual para convertirse en una herramienta de dominación.

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Information

Year
2016
ISBN
9788415930921
CAPÍTULO QUINTO
El florecimiento de la civilización occidental
“Mirando las cosas desde arriba y tratando de darles una explicación, puede decirse que Roma nació con una misión, la cumplió y con ella acabó. Esa misión fue la de reunir las civilizaciones que la habían precedido, la griega, la oriental, la egipcia, la cartaginesa, fusionándolas y difundiéndolas en toda Europa y la cuenca del mediterráneo. No inventó gran cosa en Filosofía, ni en Artes, ni en Ciencias. Pero señaló los caminos a su circulación, creó ejércitos para defenderlas, un formidable complejo de leyes para garantizar su desarrollo dentro de un orden, y una lengua para hacerlas universales. No inventó siquiera formas políticas: monarquía o república, aristocracia y democracia, liberalismo y despotismo habían sido ya experimentados. Pero Roma hizo modelos de ellos, y en cada uno brilló su genio práctico y organizador.”
Indro Montanelli: Historia de Roma, 1990.
Dido frente a Rómulo
Mientras Alejandro asombraba al mundo con sus hazañas inverosímiles, dos pequeñas ciudades crecían, inadvertidas, una frente a la otra, en el extremo opuesto del Mediterráneo. La primera de ellas no fue, durante siglos, sino una de tantas colonias fenicias diseminadas por el Occidente. Fundada según la leyenda, por Dido, obligada a huir de su Tiro natal por su hermano el rey Pigmalión, se llamaba simplemente ciudad nueva. Fue el mal oído de los romanos para las lenguas extranjeras el que transformaría pronto el vocablo semita original Kart Hadasht en Cartago, nombre con el que ha llegado hasta nosotros. Porque aquella humilde ciudad pronto sería reclamada por la historia para destinos más altos. Títulos para ello, al menos, lo le faltaban. No existía en su desértica vecindad norteafricana potencia alguna que la inquietase. El valle donde se asentaba, avenado por el Bagrada, era lo bastante fértil para alimentar a toda una gran urbe. Su puerto, erigido en la encrucijada entre las dos principales rutas del comercio mediterráneo, ofrecía a Cartago, de la que salían también cuantas caravanas recorrían el desierto hacia el centro mismo de África, la posibilidad de controlar ambas. Una sólida tradición fenicia, reacia a mezclar su sangre con la de los pueblos indígenas, otorgaba, por último, a los hijos de Dido la fuerza moral suficiente para aceptar el papel al que habían sido llamados. No asombre, pues, que lo asuman con tan intensa dedicación.
No sólo defienden las antiguas posesiones de sus predecesores, sino que tratan de ampliarlas abriendo nuevas rutas. Hannón, en pos del oro guineano, costea África hacia el sur. Himilcon, navegando hacia el norte por las actuales costas portuguesas, busca el país del estaño. Las viejas colonias erigidas por los tirios renacen. Gadir recobra el papel perdido y recibe la ayuda cartaginesa frente a los díscolos indígenas ibéricos, víctimas cada vez más frecuentes de los ataques púnicos. Más al este, la cartaginesa Ibiza disputa a la helénica Marsella el control de las rutas comerciales del Mediterráneo occidental. Por fin, en Alalia (535 a C.), las naves púnicas convierten en coto privado de sus mercaderes el mar ansiado. La habilidad de sus navegantes, hermanada con la potencia de sus ejércitos mercenarios, alejaba por siempre a los griegos de las doradas tierras del oeste. Tres centurias antes de nuestra era, mientras en el Oriente los diádocos se disputaban los despojos del imperio de Alejandro, Cartago se había erigido en la gran potencia del Occidente.
La segunda ciudad contaba, al principio, con muchas menos cartas en la gran partida de la historia. Roma no era sino un humilde villorrio de casuchas de barro nacido a orillas del Tíber, un pequeño río que irriga las tierras del centro de la península Itálica. Durante centurias, no fue nada más. Entregados sus habitantes al cultivo de la tierra y el pastoreo de los rebaños, apenas prosperaron entre ellos artesanos y comerciantes. Más pobres que ricos, no existían entre sus pobladores diferencias significativas: todos eran, a un tiempo, campesinos y soldados que tomaban ora el arado, ora la espada; se reunían en asamblea para adoptar las decisiones que les afectaban, y escogían entre ellos a un rey, más bien un primero entre iguales, que, sin cambiar siquiera su atuendo de labriego, servía a la vez de sumo sacerdote, general y juez.
Así, austera, sencilla y regida por las tradiciones, fue la vida de los hijos de Rómulo, mítico fundador de la ciudad, durante casi dos centurias. Luego, allá por el siglo VI antes de nuestra era, Roma, quizá galvanizada por sus vecinos etruscos, mucho más adelantados, empezó a cambiar. La población aumentó; la artesanía alcanzó, al fin, alguna importancia, y los intercambios con los pueblos vecinos se hicieron más intensos. La guerra, antes poco frecuente, se tornó endémica. Y con todo ello, los equilibrios internos de la sociedad romana, como había ocurrido mucho antes en el seno de las polis griegas, se alteraron. Junto a los romanos tradicionales, llamados patricios, quizá porque se los consideraba descendientes de los padres fundadores de la ciudad, labradores propietarios de tierras, existían ahora artesanos, comerciantes, trabajadores… Y todos ellos, fueran ricos o pobres, permanecían excluidos de las asambleas, marginados en la toma de decisiones, tenidos por simples plebeyos ajenos a la comunidad romana originaria. Una situación así no podía mantenerse. Era cuestión de tiempo que, al modo de los tiranos griegos, un aristócrata ambicioso comprendiera las posibilidades que ofrecía la frustración política de la plebe y se aprovechara de ella.
No fue un noble, sino los mismos reyes, quienes lo hicieron. Apoyándose en las masas plebeyas, sometieron al orgulloso Senado patricio; privaron de poder a las asambleas tradicionales, y crearon una nueva, los llamados comicios centuriados, en la que la primacía absoluta correspondía a la riqueza, y no a la sangre. La democracia campesina dejaba paso a la plutocracia, y los reyes lo sabían. Por ello, trataron de conservar de su lado las simpatías de los artesanos y comerciantes ricos. Trazaron calles, construyeron alcantarillas, erigieron monumentos, dotaron a la ciudad de su primer foro y sus primitivas murallas y, deseosos de incrementar a un tiempo su poder y el de sus amigos, se lanzaron a la guerra, expandiendo sin cesar las fronteras de Roma. Era más de lo que los patricios podían tolerar. En el 509 a.C., doscientos cuarenta y seis años después de la fundación de la ciudad, tras un violento golpe de Estado, la Monarquía dejaba paso a la República.
No debemos dejarnos engañar por los nombres. Si la Monarquía había degenerado en la tiranía de los reyes, la República no era más que la oligarquía de los aristócratas. Los patricios, dispuestos a protegerse de las veleidades dictatoriales de los monarcas, diseñaron una constitución política que conjugaba la más completa desconfianza hacia el poder con la celosa preservación de sus intereses de clase terrateniente tradicional. Las asambleas se mantuvieron, pero bajo un estricto control patricio. El Senado, antaño humillado, recuperó su primacía tradicional, asegurándose el dominio de la política exterior y reservándose la aprobación última de las leyes. Y, en fin, los odiados monarcas dejaron paso a magistrados especializados que ejercían sus funciones sobre parcelas de poder restringidas y durante períodos de tiempo muy cortos. A la cabeza del Estado, dos cónsules, a un tiempo jefes políticos y militares, gobernaban de mutuo acuerdo. Por debajo de ellos, pretores que administraban justicia, cuestores que se ocupaban del erario público, ediles que velaban por el orden y el bienestar de la ciudad y censores que salvaguardaban las buenas costumbres y realizaban cada cierto tiempo el censo de los ciudadanos completaban la estructura de una administración más compleja, pero tan vedada a los plebeyos como lo había estado en la época de los primeros reyes.
Y fue esta Roma aristocrática y desconfiada la que se lanzó a la conquista de Italia. Por más de dos centurias, sus legiones de ciudadanos, que se iban convirtiendo en un temible instrumento bélico, derrotaron, uno tras otro, a todos los pueblos vecinos, fundaron colonias en sus territorios y, en fin, conformaron con ellos una suerte de confederación en la que los vencidos se integraban con diversos grados de autonomía política de acuerdo con las condiciones de su rendición. Hacia mediados del siglo III a.C., Roma ya no era una humilde aldea a orillas del Tíber. Se había convertido, de pleno derecho, en una gran potencia.
Pero la conquista, que hizo más poderosa a Roma, tuvo otra vez el efecto de someter su estructura social a insoportables presiones que terminaron por alterarla. Las tensiones entre patricios y plebeyos, una vez más, se agudizaron. Y es que, gran paradoja, la incesante guerra no hacía sino hacer más ricos a los plebeyos ricos, que se beneficiaban del auge de la artesanía y el comercio, y más pobres a los plebeyos pobres, que, cargados de deudas, veían arruinarse sus pequeñas fincas. Descontentos unos y otros, aprovechaban cada momento de debilidad de un Estado siempre en guerra para presionar a sus gobernantes y obtener de ellos una concesión tras otra. La igualdad política, el acceso a las tierras públicas y al desempeño de las magistraturas, y medidas legales que aliviasen el peso que soportaban los campesinos endeudados fueron sus principales reivindicaciones. Cuando las alcanzaron, Roma se transformó. En apariencia, se había convertido en una democracia al estilo ateniense; en la práctica, sus prístinos ropajes ocultaban a duras penas la incontestable realidad: el poder estaba ahora en manos de una coalición tácita entre los patricios y los plebeyos ricos, una alianza invencible entre la sangre y el dinero, entre la tierra y el comercio. Y una ciudad así no podía, por su propia naturaleza, detenerse. La conquista de nuevos territorios era ya para la élite romana algo tan necesario como respirar.
Por ello era cuestión de tiempo que las dos ciudades, Cartago y Roma, transmutadas ahora en grandes potencias, se enfrentaran. Las dos estaban gobernadas por oligarquías expansionistas. Las dos requerían de la guerra para satisfacer sus ambiciones. Las dos, en fin, peleaban por el mismo espacio vital. Entre ambos pueblos, en las palabras legendarias que atribuyó Virgilio a la propia Dido, no cabía ni amistad ni pacto. Se trataba de una pugna entre imperios rivales en la que no había más opciones que la victoria o la muerte: Summa sedes non capit duos, había proclamado ante los asombrados padres del Senado cartaginés el cónsul Marco Atilio Régulo. En la cumbre no hay sitio para dos.
La diplomacia pareció capaz, al principio, de evitar el choque abierto. Los primeros tratados entre ambas potencias reservan Italia para los romanos, que reconocen la soberanía púnica sobre Sicilia, Cerdeña, las Baleares e Iberia. Pero la guerra, fría en sus comienzos, pronto elevará su temperatura. Mediado el siglo tercero antes de Cristo, los cartagineses prueban por vez primera el amargo sabor de la derrota, que han de pagar a precio de oro. Una fuerte indemnización de tres mil doscientos talentos, el equivalente a ochenta toneladas del precioso metal, en diez años, la drástica amputación de su flota de guerra y, sobre todo, la renuncia a sus posesiones sicilianas, a las que se añadieron más tarde las sardas, sería el balance, penoso para Cartago, pero no catastrófico, de la que los romanos, que salieron de ella tan sólo un poco menos exhaustos que sus enemigos, nombraron como Primera Guerra Púnica. Pero, soportable o no la carga de las reparaciones de guerra, Cartago debe buscar la manera de pagarlas. Se plantea entonces ante el Senado cartaginés un dilema. Sus líderes meditan, indecisos, ante una encrucijada de la historia. Un camino apunta hacia África; conduce a la riqueza de sus feraces tierras y a una economía sometida a la égida de la agricultura. El otro lleva de nuevo al mar; implica la consolidación del dominio sobre la riquísima Iberia, aún a salvo de la rapacidad romana, y confiere la primacía a la minería y el comercio como fundamentos de la potencia cartaginesa.
La decisión no fue tomada por consenso. La impuso como fruto de su voluntad de salvador de la patria Amílcar Barca, aupado a la dictadura personal tras librar a Cartago de la debacle a manos de un ejército de mercenarios rebeldes. Y fue él mismo, como no podía dejar de suceder si se tienen en cuenta los beneficios que la empresa parecía prometer, el encargado de ejecutarla. En pocos años, el hábil general y sus sucesores, su yerno Asdrúbal y su hijo Aníbal, valiéndose tanto de la diplomacia como de la guerra, someten al control cartaginés toda la costa ibérica entre Cádiz y la desembocadura del Ebro. El dominio de facto queda, además, asegurado bien pronto (226 a C.) mediante un tratado en el que los romanos, absorbidos entonces por la urgente necesidad de defender sus fronteras del acoso de los galos, aceptan y reconocen la legitimidad del dominio púnico al sur de aquel río, con la única condición de que no lo traspasen los cartagineses. Satisfechos, pueden estos dedicar sus esfuerzos a organizar la explotación de los recursos naturales de Iberia, alimentando con afán las fuentes de las que habrá de beber su renovada potencia militar, construida ahora sobre bases mucho más sólidas que los tradicionales y poco fiables contingentes mercenarios. La brevísima Pax Punica que sigue al tratado le basta a los Barca para reconstruir y poner a su servicio, como un verdadero estado hispánico vinculado a Cartago por vínculos muy laxos, la economía peninsular. A las órdenes enviadas desde el flamante palacio de Cartago Nova, la esplendorosa capital púnica construida por Asdrúbal, verdadero emporio comercial e industrial, producen de nuevo a buen ritmo las minas; la fértil vega del Betis se cubre una vez más de pletóricas espigas, y renacen en Gadir, en Malaka y en toda la costa meridional la pesca y la salazón. Y mientras brotan los trigos y se afanan sudorosos los esclavos para arrancar a la tierra su valioso tributo dorado, un nuevo ejército, mucho más eficaz y disciplinado, dispuesto a seguir hasta la muerte al jefe al que venera, afila sus armas. Aníbal, su caudillo indiscutible, mira hacia Roma y espera la hora de la venganza.
Concluida la conquista, los cartagineses estaban preparados y los romanos, conjurado el peligro galo, también. El terreno estaba abonado y plantadas en él las mortales semillas de la guerra. Para que germinaran, sólo restaba esperar la llegada de la estación propicia. Y la estación llegó en la primavera del 219 en la ciudad mediterránea de Sagunto, que los romanos habían tenido la osadía de tomar bajo su protección despreciando el hecho de que se encontraba al sur del Ebro, dentro de la zona de influencia que la misma Roma había reconocido a los cartagineses en su último tratado, siete años antes. Aníbal comprendió con rapidez. Permanecer inactivo ante tan flagrante violación de los pactos era humillarse ante Roma, que no volvería a tomar en serio a Cartago; atacar Sagunto no podía significar otra cosa que la guerra. Pero la guerra no le asustaba; llevaba toda su vida preparándose para ella, mientras su odio hacia los romanos, alimentado desde la infancia al fuego de las hogueras en los campamentos de su padre Amílcar, crecía sin cesar. Puso sitio a Sagunto y la rindió al cabo de ocho meses.
La respuesta de los romanos no se hizo esperar. También ellos sabían que la guerra contra Cartago era inevitable. Sus embajadores, conociendo de antemano la respuesta, ofrecieron al senado cartaginés, ganado por el deseo de venganza y la confianza en los frutos militares de su imperio hispánico, la paz o la guerra. Esta vez no hubo dudas. Cartago había escogido mucho antes.
La estrategia de Aníbal era tan clara como temeraria. La base del poder de Roma residía en la fértil y poblada Italia, unida ahora en confederación bajo la égida de la ciudad del Tíber. Si la lealtad de los ítalos a los romanos se mantenía, cualquier cuerpo expedicionario cartaginés que invadiera Roma, por enormes que fueran sus efectivos, se iría desgastando hasta extinguirse, enfrentado a un ejército tras otro, pues los romanos dispondrían de una inagotable reserva de más de setecientos mil hombres que podían llamar a lasarmas y tesoro suficiente para pertrecharlos, el mismo tesoro que Cartago le había entregado como reparación de guerra. Si, por el contrario, los cartagineses lograban cuartear la lealtad itálica hacia Roma, ésta quedaría inerme ante el más pequeño ejército púnico que se presentará ante sus puertas. En cualquier caso, debilitar la fidelidad de los ítalos exigía llegar hasta ellos. Pero el Mediterráneo occidental era un lago romano. Sólo había una manera de llegar a Italia, siguiendo un camino tan lógico como imposible: los Alpes.
Los romanos no habían reparado en esa posibilidad y no estaban preparados para ella. Su plan de guerra se asentaba en la premisa de que los cartagineses adoptarían una estrategia defensiva y contemplaba, en consecuencia, un ataque simultáneo en Iberia, cimiento del poder cartaginés, y en África, su suelo patrio. Así, cuando Aníbal descendió al fin hacia el valle del Po con poco más de veinticinco mil hombres, exhaustos y andrajosos, tras sacrificar en los terribles pasos alpinos casi la mitad de su ejército, apenas había allí tropas romanas esperándole. Aunque el Senado abandonó de inmediato sus planes de desembarco en África y una parte del cuerpo expedicionario destinado a invadir Iberia regresó también a Italia, los cartagineses tuvieron tiempo sobrado para reponerse del colosal esfuerzo, reforzar su debilitada moral, e incluso poner a su favor a las tribus galas de la Cisalpina. El resultado del orgullo y la falta de previsión de los romanos fue desastroso. Durante quince años, en la que fuera, en palabras de Tito Livio, la más memorable de todas las guerras, Aníbal y sus tropas recorrieron Italia, invitando a pueblos enteros a sacudirse el yugo romano, derrotando a sus ejércitos en una batalla tras otra, en Tesino, en Trebia, junto al lago ...

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