Treinta y dos
Italo Torrisi tuvo que apretar el paso para alcanzar a Javi, que ya enfilaba por la Corredera Baja de San Pablo hacia la Gran Vía con una prisa impropia en él. A lo lejos se escuchaban las carcajadas de unos pocos borrachos que desafiaban la llovizna que volvía a caer sobre la ciudad mientras el italiano sentía, a cada paso que daba, el peso creciente de la humedad sobre su abrigo y sus zapatos desgastados.
Fatigado, apenas tuvo arrestos para poner su mano sobre el hombro de Javi y detenerlo en seco. El barman se giró y contempló asombrado a ese hombre mayor que intentaba, con grandes bocanadas, recuperar la compostura.
—¡Joder, Torrisi! Qué coños haces aquí a esta hora —le dijo al detective tan pronto como este dio muestras de recobrar el aliento.
—Venía a acompañarte nel tuo paseo notturno —le respondió.
—¡Qué gracioso el abuelo! No creo que necesite compañía para ir a casa con los días de mierda que llevo —le espetó Javi con disgusto y tratando de deshacerse de Torrisi.
—Beh, pues io penso que sí —corrigió el italianio haciéndole entender que no tenía otra opción.
Javi enmudeció e, incapaz de disimular sus nervios o de fingir ser alguien que no era, inclinó su rostro hacia arriba con una evidente mueca de desesperación y dejando que las gotas lluvia le mojaran la barba a medio afeitar.
—¡Me cago en Dios! ¡Ahora qué cojones quieres de mi! —gritó en un último intento de evasión.
—De ti, niente. Solo voglio acompañarte. Y creo que per ti será lo mejor.
El barman miró con resignación al italiano y, aceptando lo inevitable, reemprendió la marcha, esta vez, a un paso más lento.
Torrisi sacó su paquete de Chesterfield, le ofreció un cigarrillo a Javi y cogió otro para sí. Protegiendo la llama de la cerilla con sus manos, los encendió. Los dos soltaron el humo de la primera calada casi de manera simultánea.
—Non ti preocupare Javi, io no te quiero a ti. Solo me interesa saber que cazzo está pasando. E algo me dice que questo paseo contigo me aiutará a saberlo.
Javi no abrió la boca. Aquella situación ya le había superado desde el mismo momento en el que encontró el cadáver en el refrigerador. Sería inútil intentar convencer al italiano de otra cosa. Como buena rata, su único objetivo en ese momento era abandonar el barco cuanto antes.
Torrisi, en silencio —quizás mascullando la excitación de un encuentro inminente— acompañaba el compás de las pisadas que ya atravesaban la zona de Huertas para acortar camino.
A lo mejor el italiano tenía razón, llegó a pensar Javi. Durante todo este tiempo, no había sido más que un inconsciente cómplice ya la vez chivo expiatorio de un macabro plan urdido por Helena y el tal Antonio para desaparecer. ¿Querrían ahora deshacerse de él, último eslabón de esa abominable cadena?
Solo de pensarlo, le corrió un escalofrío por el cuerpo que el italiano interpretó como producto de la llovizna y lo mal abrigado que iba el barman desde que lo conoció.
Quizás, en el fondo, hacía bien en venir acompañado por Torrisi, se consoló. Antes que morir por una historia que poco o nada tenía que ver con él, prefería pasar los próximos dos años encerrado y con comida gratis. Al fin de cuentas, no es que sintiera demasiados remordimientos por los días que pudiera perder en la cárcel. Aún sí, pensó resignado, mirara por donde mirara tenía todas las de perder, como solía sucederle siempre.
—¿Vives en un hotel? —preguntó Torrisi con sarcamo al ver que Javi se detenía frente a la entrada del Hotel Mediodía.
—No te hagas el puto gracioso, Torrisi. Solo quiero acabar con esta movida cuanto antes.
A esa hora, la estación de Atocha se veía al fondo adormecida y tranquila bajo el manto de la llovizna y las luces amarillentas que iluminaban la ciudad. Solo el ruido de los taxis cruzando por la plaza de Carlos V rompía la tranquilidad sombría de ese momento.
Los dos hombres entraron y siguieron el camino marcado por una alfombra color borgoña hacia la recepción que los castigados zapatos del italiano agradecieron. El vestíbulo, limpio y bañado por una luz pálida y triste, estaba completamente desierto.
Desde el otro lado del mostrador, el encargado miraba con recelo la forma en que esos dos hombres con atuendos raídos y cara de no haber dormido bien en muchos días se acercaban con precaución. Cuando los tuvo delante, un silencio incómodo se formó entre los tres.
—Buenas noches, ¿en qué puedo ayudarles? —dijo finalmente el encargado con cierto desagrado.
Italo Torrisi dirigió una mirada inquisidora a Javi, que comprendió enseguida que debía ser él quien tomara el mando.
Eh, sí. Busco a Hel… Elizabeth Pacefull.
—¿A quién? —preguntó el italiano con desconcierto. Era la primera vez que escuchaba ese nombre que le quedaría guardado en la memoria para siempre.
—Tú cállate y ya lo verás —le respondió Javi con impaciencia.
El encargado los escrutó con la mirada y, sin otra alternativa, bajó la cabeza para consultar el número de la habitación.
—¿Quiénes la necesitan? ¿Son los señores…? —preguntó antes de marcar el número de la habitación.
—Solo il signor Javi —se adelantó Torrisi al tiempo que le exhibía su placa policial.
Sin pensarlo demasiado, el encargado colgó el teléfono y con voz temblorosa les dijo el número de la habitación y les señaló los ascensores.
—Por favor, detective, procuren no hacer mucho ruido. No quisiera problemas en mi turno —le dijo a Torrisi en un tono casi de súplica.
—Non ti preocupare que los muertos no hablan —le respondió mientras se alejaba del mostrador junto a Javi, intuyendo ya lo que se encontraría en la habitación.
—Eres gilipollas, tío —le espetó el barman en el ascensor—. ¿Qué numerito era ese de la placa? A ti se te ha ido la olla viendo tanta tele, macho.
A pesar de los años que llevaba haciendo ese tipo de trabajo, Italo Torrisi se avergonzó ante ese comentario desaforado. Pero antes de que pudiera pensar en una respuesta adecuada, ya estaban frente a la puerta de la habitación escuchando cómo alguien, desde el otro lado, quitaba el pestillo.
Prevenido, el italiano palpó con su mano derecha el armazón frío de la Pietro Beretta que llevaba consigo desde sus días en Palermo pero en el último instante optó por no desenfundarla. Por pura precaución de perro viejo, simplemente se quitó el abrigo húmedo y lo colgó sobre su antebrazo, como si estuviese ocultando un arma.
Al abrirse la puerta, Italo Torrisi volvió a sentir el vértigo que lo había acompañado desde esa mañana. Reconoció de inmediato el rostro que tenía delante, pero no entendía que hacía allí en el lugar de Helena Bastidas.
—¡Porca puttana! ¡Tú! —exclamó el detective.
—¿Conoces al amigo de Helena? —preguntó desconcertado Javi.
Antonio Misas no necesitó de ninguna presentación formal para comprender que estaba frente al detective Italo Torrisi y que eso significaba que su partida estaba francamente perdida. Contrario a lo que podría esperar el italiano, ni siquiera se fijó en el viejo truco del abrigo sobre el antebrazo. Lanzó una mirada rabiosa a Javí, como si no esperara una traición semejante.
—¡Ehhh! ¡ A mí no me mires así! —le replicó el barman—. ¡Todo esto es cosa vuestra!
—Será mejor que entre y hablemos, detective —propuso entonces Antonio con la resignación de un jugador derrotado.
A pesar de no llevar gafas de sol ni sombrero, era él. Su estatura, la forma de su boca y, si no fuera porque llevaba pantalón, habría identificado también sus piernas delgadas y blancuzcas. El italiano, presa de un trance repentino, entró a la habitación recapitulando la propuesta del viejo al...