Habladurías de mujeres
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Habladurías de mujeres

Lin Bai, Blas Piñero

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  1. 400 pages
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Habladurías de mujeres

Lin Bai, Blas Piñero

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Escrita desde el oído, y con un estilo personalísimo, este recuento de habladurías, chismes y conversaciones de mujeres nos lleva al corazón de la China rural, la que ni siquiera es audible para los urbanitas de las grandes ciudades. Con desparpajo y sin pelos en la lengua, su protagonista, Li Muzhen, nos muestra las costumbres de la vida en el campo, sus rituales, creencias y relaciones familiares; pero, sobre todo, nos habla de la vida de sus mujeres. Así nos adentramos en su complejo mundo familiar, la relación con los hijos, el maltrato, el amor y el sexo, la prostitución, el incesto, la locura, sin olvidar el drama de los asesinatos masivos de niñas para cumplir con la imposición conocida como "la política de hijo único", promovida por sus autoridades en 1979 y vigente hasta 2015.Un relato de indudable valor antropológico tejido como un mosaico de historias breves, en las que prevalece la mirada de estas campesinas sobre un mundo silenciado y oculto. Se trata de una obra maestra, y de gran éxito, que otorga un nuevo significado a las letras chinas del presente, a la vez que conforma la corriente "Nueva escritura femenina" en China, que la misma Lin Bai y Chen Ran —ver su Vida privada en esta misma editorial— iniciaron en los años noventa del pasado siglo.

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Information

Year
2020
ISBN
9788417594541
Edition
1

· III ·
WANGZHA
(SUS GENTES Y SUS HECHOS)

Fue a casa, se subió a la cama y se quitó los pantalones. Shuang Hong preguntó a Ai Dang si llevaba dinero en el cinturón. Ai Dang le dijo que no, que no llevaba dinero. Shuang Hong le obligó a que se pusiese de nuevo los pantalones. Ai Dang se enfureció, salió por la puerta y le dijo a la gente que lo que había sucedido, pues estaba bien. Pero ¿qué diablos estaba bien?, preguntó. Sin dinero, uno no conseguía nada, y en Wangzha todo el mundo lo sabía.
Odiar ir al colegio
La gran mayoría de nuestro pueblo no sabía leer ni escribir —era completamente analfabeta—. No habían ido a la escuela, pero es que tampoco les gustaba ir. A lo mucho, pasaron un par de años en la escuela primaria. Los cuatros hermanos de Xiao Wang —el marido de Muzhen, quien les habla ahora, quién en el pasado, algo extraño, a decir verdad, le puso ese nombre, el «pequeño rey», que era como le apodaron en la unidad de trabajo— no fueron nunca al colegio. Les pareció muy cuesta arriba meterse en una clase para aprender a escribir y leer en una lengua dificilísima y, además, decían que ir a la escuela les ponía la cabeza en su lugar, pero el problema venía de los abusos que sufrían por parte de otros niños. Las peleas eran frecuentes, así como la intimidación entre unos y otros. El hermano mayor de Xiao Wang no conocía un solo hanzi y llegó a ser el mandamás de Wangzha. ¿Te lo imaginas? Incluso lo nombraron director del Departamento de Protección de Obras Públicas de la subprefectura. Algunas de sus hijas ni siquiera pasaron las pruebas de acceso a la universidad y se fueron todas a trabajar a Guangzhou como obreras. Yo tampoco pensaba ir al colegio, ¿para qué?... No era como ahora, que todos los niños tienen que ir al colegio.
¿Lo que más me gustaba?... Sin lugar a dudas, lo primero que me viene a la cabeza es lo de jugar al mahjong; lo segundo, leer libros, y lo tercero, tejer jerséis.
En el pueblo no había más de dos o tres personas que leyesen libros y eran mujeres. Tres de ellas habían nacido en los sesenta y otra en los setenta. Leíamos las novelas de Jin Yong, Qiong Yao y Cen Kailun48, pero, sobre todo, ojeábamos la revista para mujeres Familia49. Para recibir esta publicación se hizo una suscripción en el pueblo de un solo ejemplar. Esa revista era una fuente inagotable de información y nos peleábamos por leerla. En el pueblo se creó cierta afición, sobre todo entre las mujeres, aunque muy pocas eran capaces de leer los textos y se contentaban con las fotografías. La más joven que leía esa revista había nacido en 1973 y asistía al primer año de la enseñanza secundaria. Yo había nacido en 1965 y ya había finalizado con éxito la primaria. Así que en el pueblo me consideraban una persona de lo más educada.
Xiao Wang era capaz de escribir su nombre, pero no podía escribir una carta.
Jugábamos cada día en casa al mahjong
Cada día, al acabar la tarde, nos poníamos en casa a jugar al mahjong. No dormíamos, no comíamos, no bebíamos, no orinábamos ni cagábamos, tampoco cuidábamos a los niños, no íbamos a los campos de arroz y ni siquiera preparábamos la cena; solo echábamos partidas de mahjong50. Si Xiao Wang había preparado algo de comer, se le aceptaba por no hacerle un feo y con eso me bastaba para tirar adelante, porque lo que quería era jugar al mahjong. A los dos hijos —una niña y un niño— les dábamos de alimento agua fría, ese agua que no había sido hervida, porque todavía eran unos niños y los pobres se morían de hambre mientras jugábamos tan tranquilos al mahjong. Como mi hija era muy pequeña y de constitución débil, me gastaba en ella, cada día, dos yuanes en galletas secas para que se las tomase y de esa manera no se me enfermase, que era lo que más temía. Mi hijo con nueve años ya se daba cuenta de la situación y como demostraba andar bien de juicio, recorría ya todo solito cinco li para ir a ver a su abuela, ya que era quien le preparaba algo de comer mientras nosotros jugábamos en casa.
Hubo un par de veces que, jugando al mahjong, casi me muero. No dormí, no comí, no bebí, y así día y noche; hasta que de repente, mis ojos se oscurecieron. No veía nada. Tampoco podía pronunciar una sola palabra. Mi cuerpo se debilitó como si hubiese perdido todas mis fuerzas y creía que iba a morir pronto, pero dormí prácticamente durante tres días seguidos y no la palmé. Eso sí, volví a jugar de nuevo.
Las mujeres de mi pueblo son todas así: juegan cada día al mahjong y son incapaces de hacer otra cosa. Les encanta picotear algo y si no son pepitas de melón, son habas lo que toman a diario. También cuecen huevos o fríen unos cacahuetes. Se juntan en círculo y comen eso.
A la gente de Wangzha le encanta divertirse, y si tienen un poco de dinero, dejan de trabajar y se ponen a jugar al mahjong. Desprecian a quien no puede jugar. En nuestro pueblo, divertirse con eso tenía un estatuto casi profesional —un trabajo a tiempo completo—, y a los más peligrosos en este juego difícil; es decir, a los que ganaban siempre destrozando a los demás, se les decía que eran «tan pesados e imponentes como el monte Tai», que viene a significar que se es un gigante entre simples humanos. Había uno de unos cincuenta años que levantaba ampollas y otro que se hizo famoso y al que apodaban el «dios del mahjong». Ese hombre tenía algo más de treinta años y estaba especialmente dotado para el juego. A un tercero le llamaban el «maestro»; a un cuarto el «profesor» y a un quinto, el «instructor». Estaban, además, los «dos dragones», que eran dos individuos. Uno vivía en la entrada del pueblo y el otro en la otra punta, la parte que se consideraba trasera. Se reunían cada día y jugaban juntos, pues eran inseparables y no podían hacerlo el uno sin el otro. Ah, y me olvidaba de la «luz del día», a quien apodaban así porque jugaba siempre y, exclusivamente, hasta que rompía el día. También se le conocía por el «este es rojo».
Ahora ya no criamos perros como hacíamos antes, ni pollos ni gallinas porque nos los robaban, así que decidimos cortar por lo sano. No más crianza, pues. En el pueblo había más de ochenta familias, pero solo una criaba perros y solo cinco o seis, no recuerdo bien, aves de corral.
Tampoco nos gustaba sembrar los campos. Cuando no podíamos sembrar, pues no lo hacíamos y nos importaba un rábano. Durante el verano, el pueblo entero se dedicaba a robar en secreto las sandías de los campos. A quien se le veía con una sandía pasaba miedo, ya que los demás sospechaban que lo más probable era que la hubiese robado, pero también se divertían de lo lindo en lo que para ellos era como un ritual durante los calores del estío.
En Wangzha eran muchos los que se iban a la provincia de Henan para reparar relojes. Todos eran de contrabando del mercado negro, falsos e ilegales, y eran además unas chapuzas fabricados de cualquier manera. En Beijing los hacían más presentables para poderlos vender, pero esos arreglos también eran muy chapuceros. Mucha gente hacía trapicheos de cualquier tipo con tal de ganar algo de dinero y uno de mi pueblo llegó incluso a hacer buenos negocios con ese Alex Man51 de Hong Kong, la famosa estrella de cine, y se ve que ganó mucho dinero con él.
Cosillas entre hombres y mujeres
Shuang Hong cumplió rápidamente los cuarenta años, o al menos, antes de lo que se esperaba y se acostaba con quien le daba dinero; así de sencillo. Su marido era un buen hombre, pero no se ocupaba de ella y le importaba un comino lo que hiciese. La suegra de Shuang Hong tenía más de noventa años y había nacido el mismo año que el presidente Mao Zedong —la autora, que ha puesto por escrito este testimonio, anota que Muzhen ha cometido aquí un error— y además estaba más sorda que una tapia. Ni siquiera podía oír los truenos cuando estallaban en el firmamento. En realidad, desde la fecha del inicio de la reforma agraria en el invierno de 1950 hasta 1976, año de la muerte de Mao Zedong, solo había oído el retumbar de un trueno.
En Wangzha había un tipo que se llamaba Ai Dang y su mujer era como tantas otras, una mujer del montón, y encima le daban miedo los truenos. Decía que cuando oía uno, la cabeza se le convertía en madera y los cabellos se le ponían de punta. En cierta ocasión, un día que llovía y tronaba, la mujer de Ai Dang fue a cerrar la ventana, pero, desde el otro lado, penetró por el cristal un fulgor rojo deslumbrante con una forma regular e igual de grande que Gonggong52, y era tal vez el espíritu de una serpiente53. Tras la entrada del espíritu de la serpiente, la laopo de Ai Dang se volvió loca y se puso a cantar a gritos una canción, pero nadie pudo entender lo que decía. Cantaba y dejaba de cantar para echar unas carcajadas. Durante la siembra del arroz, llevaba una chaquetilla acolchada cuando se tiró a la balsa de agua. Los demás estaban trabajando en los arrozales y nadie le prestó atención, hata que cayó al fondo y ahí la encontraron ahogada y bien muerta. Tenía los cabellos de punta y dejó a las gentes de Wangzha totalmente aterrorizadas.
Sus tres hijas, una de ellas de apenas un año, fueron aceptadas en la casa de un familiar en Wuhan.
Ai Dang no se puso a buscar otra mujer. Ai Dang era un hombre a quien le gustaba hablar, reír y sobre todo divertirse. No pocos fueron los que se ofrecieron como mediadores, pero él no los aceptó ya que temía hacer daño a sus hijas. Oyó decir, sin embargo, que Shuang Hong no estaba nada mal, que todo el mundo podía acostarse con ella y Ai Dang no se lo pensó dos veces.
Ai Dang se fue a casa de Shuang Hong, se quitó los pantalones y se le metió en la cama. Shuang Hong le preguntó si llevaba dinero encima para pagarle, pero Ai Dang le dijo que no, que no llevaba ninguno dinero. Shuang Hong le obligó a que se pusiese de nuevo los pantalones, lo que enfureció a Ai Dang, aunque salió por la puerta y le dijo a la gente que lo que había sucedido estaba bien. Pero, ¿qué diablos estaba bien?, preguntó. Sin dinero, uno no conseguía nada y en Wangzha todo el mundo lo sabía.
Shuang Hong, de hecho, se llevaba muy bien con el carpintero del pueblo, que era un tipo muy listo y poseía el don de la palabra; era capaz de engatusar a cualquier mujer y las hacía felices con tan solo dirigirles la palabra. Un año en que los impuestos locales fueron particularmente severos —una vez que nadie podía pagarlos—, el carpintero se buscó a un compañero para que le echara una mano. En el mundo de los bajos fondos de Wangzha había una mujer que se hizo la esposa de un viticultor de la región y esa mujer se había encaprichado del carpintero. De hecho, desapareció para irse con el carpintero; se fugaron juntos. Todo el mundo la buscó en el pueblo, incluido su marido el viticultor. Se fueron a buscarla a la casa del carpintero, pero no la encontraron. La buscaron en otros sitios, pero sin éxito. Al cabo de un día, regresaron al pueblo como si no hubiese pasado nada y se separaron. ¿Dónde se habían metido? ¿Y qué habían hecho?...
Shuang Hong sufría los celos de mucha gente de Wangzha por su relación con el carpintero y la deslenguada de Xian Er’huo era una de ellas. El carpintero tenía demasiadas mujeres, pero todas salían huyendo, así pues no le quedaba nadie que le pusiese los bastones de incienso en el altar; Shuang Hong le ayudaba a hacerlo. Tampoco tenía el carpintero nadie que le lavase la ropa, Shuang Hong se la lavaba. Esas tareas también le dieron una imagen de decencia a Shuang Hong que bien que la necesitaba.
Pero, cuando esos dos regresaron de su fuga, el carpintero le dio a Shuang Hong algo de dinero. No andaba boyante, pero le dio un poco y así cada mes, como un sueldo por la ayuda prestada. Esa fue la razón por la cual Shuang Hong les habló a los padres, que ya eran muy ancianos, del carpintero. El carpintero era todo bondad con ella y no le hacía ningún mal. ¿Había algo malo en esa relación?
El carpintero se fue a trabajar a la isla de Hainan en el sur de China y de regreso a casa trajo a alguien a quien nos está prohibido decir lo que era. Nosotros, a eso que se nos está prohibido nombrarlo, le llamamos «puta»54. Esa furcia vivió con él más de un año y a Shuang Hong le sacó de sus casillas —no podía verla—, pero no tenía otra opción que tragarla. Shuang Hong le habló a la madre del carpintero de esa mujer y la anciana le dijo que a ella no le importaba el asunto, porque «a la gente joven le gusta divertirse», le soltó. Seguramente la anciana no consideraba a Shuang Hong diferente de esa mujerzuela de mala vida que esperaba una mejor vida junto al carpintero. La puta era de la provincia de Hunan y cuando su madre enfermó, la llamaron por teléfono para que regresara lo antes posible. Se fue así y no se volvió a saber nada más de ella en Wangzha.
Después de irse esa mujer a la que nos está prohibido decir lo que era, el carpintero volvió a llevarse bien con Shuang Hong y no tardó en darle otra vez algo de dinero. A la madre del carpintero, el dinero la llevaba por el camino de la amargura —tenía con eso una auténtica obsesión y nunca sabía lo que en realidad tenía o no tenía— y aprovechaba que sus tres hijos y las nueras estaban delante de ella para hablar del tema. Le gustaba mucho hablar de dinero y decía: «A vuestro hermano mayor ...

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