El sufrimiento en la pandemia
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El sufrimiento en la pandemia

Una aproximación bioética

Sergio Götte

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El sufrimiento en la pandemia

Una aproximación bioética

Sergio Götte

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La pandemia provocada por el Covid-19 nos ha enfrentado con la realidad del sufrimiento y de la muerte de un modo incluso dramático, exigiendo en muchos casos las fuerzas de los profesionales de la salud hasta el extremo. Ha llevado a situaciones en la vida cotidiana que antes hubiéramos visto como absurdas, como taparnos la cara para hablarnos o no abrazar a las personas que amamos como una manera de protegerlas de un contagio. Esta crisis es paradójicamente una oportunidad para redescubrir lo que realmente somos como seres humanos, aquello de lo cual somos capaces y qué es lo que nos cuesta. La intención de este trabajo es recuperar elementos de la tradición filosófica para repensar sobre aquello que es lo "propiamente humano" y sobre la necesidad de seguir humanizando todos los ámbitos de la vida, especialmente el de las ciencias médicas. En los nuevos escenarios se plantea de un modo nuevo la pregunta por el sentido del dolor, que en última instancia es siempre la pregunta por el sentido de la existencia. Encontrar esa respuesta será fundamental para salir fortalecidos de esta crisis.

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1. Concepto de dolor y de sufrimiento

Suele decirse que el término “‘vida’ es abstracto” (Verneaux, 1970, p. 18), porque “la vida” estrictamente hablando no existe, sino más bien este vocablo designa la propiedad de ciertas operaciones “vitales”, y, por tanto, la propiedad del sujeto que realiza esas operaciones: el “viviente”. De la misma manera, afirmamos que no existe propiamente el sufrimiento, sino que concretamente existe el “sufriente”, una persona que experimenta una desarmonía, no solo como herida o malestar en su cuerpo, sino también vivenciada como crisis en todos los aspectos.
En este contexto, es conveniente notar ante todo una diferencia semántica entre algunos términos. En primera instancia, se habla de dolor, el cual ha sido definido como una “experiencia sensorial y emocional desagradable asociada a un daño actual o potencial de los tejidos” (Merskey, 1994, p. 209). Aquí se destacan dos aspectos: por un lado, en cuanto seres humanos, a todas las sensaciones asociamos emociones, las cuales forman parte de nuestro mundo afectivo. A su vez, un daño indica la presencia de una realidad que es objetivamente mala para el sujeto que la padece. Por lo tanto, el dolor debe ser tratado, no solo por razones humanitarias, sino básicamente fisiológicas.
El dolor como sensación displacentera se hace sufrimiento cuando empieza a penetrar en todas las facetas de la persona, hasta alterarla por completo. El sufrimiento termina identificándose en última instancia con quien lo padece: “una vez que el sufrimiento llega a la vida, el sufrimiento soy yo.” (Bautista, 1996, p. 21). De este modo, no solo puede ir ganando intensidad y duración a medida que la enfermedad avanza, sino también profundidad: echa raíces, persiste, tiene una hondura. Va generando entonces, por un lado, una pérdida de confianza en la propia corporeidad y en la autosuficiencia y, por otro, una progresiva dependencia con respecto a los demás.
De manera similar, es oportuno distinguir entre “la enfermedad”, como concepto enfocado en alteraciones de estructuras y procesos del cuerpo (en cuanto objeto), y “el enfermarse”, como vivencia personalizada (en cuanto propia de un sujeto). Al enfermarse la persona experimenta una serie de interrupciones en su cotidianeidad, es una vivencia de vulnerabilidad y precariedad. El enfermo no percibe el mundo como un hogar, sino que, porque su cuerpo se está de algún modo disgregando, aprehende su entorno como algo extraño y resistente. Hay desintegración con respecto al espacio (que se llena de barreras como las cabinas de aislamiento dentro de las terapias intensivas) y al tiempo (el futuro aparece oscuro, el enfermo restringe su mirada al presente focalizado en la incomodidad sin alivio).
En la línea de lo que nosotros entendemos como sufrimiento, Cicely Saunders habla del “dolor total” (Saunders, 1980, p. 259): el dolor tiene cuatro componentes, que son físico, social, emocional y espiritual, que en una persona están interrelacionados y vividos como un todo. Esto es importante a la hora de planear cualquier estrategia terapéutica. Si en un paciente con dolor solamente se tiene en cuenta el componente físico y se planifica una intervención puramente farmacológica, olvidándose de las otras dimensiones, entonces seguramente la mitigación de dicho dolor va a ser insuficiente. Asimismo, el componente social es muy relevante. Por eso, el aislamiento durante la internación es un dolor añadido. La carencia de lo cotidiano y los cercanos, la ausencia de proyectos comunitarios, la exclusión de los acontecimientos exteriores, etc., se suman a un dolor que el paciente vive globalmente.
Si trasladamos esto al sufrimiento ocasionado por Covid-19, junto a los síntomas del propios de la enfermedad, algunas de las consecuencias de esta pandemia han sido: aislamiento, consecuentemente soledad, de pronto nos encontramos sin visitas, sin familias, cuando nos despedíamos no sabíamos si nos íbamos a volver a ver. Un distanciamiento que implicó no vernos el rostro, sin tocarnos, alejados y con miedo de los demás, separados de los seres queridos con los que teníamos contacto físico y emocional, sin sus risas, sin abrazos ni caricias, sin charlas, sin caminar las calles del barrio o sin poder compartir un café. Junto a ello, incertidumbre, malestar, incomodidad, etc. En condiciones normales, el ser humano toma los elementos del pasado y del presente; pero hace planes, está inserto en el mundo, y quiere vivirlo, cambiarlo, amarlo. La pandemia, en cambio trajo pesimismo por no poder predecir el futuro. Simultáneamente, se nos hizo más cercana la presencia de la muerte, vimos cómo las personas que nosotros queremos ya no se encontraban acompañadas del mismo modo como nosotros amamos a nuestros familiares, sino que estaban acompañadas por otros, por extraños. Incluso en los casos trágicos, han sufrido y muerto acompañados por “otros”. No podíamos movernos naturalmente en el mundo humano que conocimos y habitamos.

2. Necesidad de buscar un sentido al sufrimiento

El sufrimiento engloba todas las dimensiones del ser humano. Por ello, desde un enfoque respetuoso de la persona, la búsqueda de soluciones en estos ámbitos adversos no debe estar centrada en “el dolor”, en cuanto “una cosa” a tratar o superar, sino que tiene que enfocarse sobre todo en “el sufriente” como “una persona” a consolar y acompañar. La persona debe ser el eje de esta reflexión.
El alivio del dolor y del sufrimiento se encuentran entre los deberes más antiguos del médico y entre los fines más tradicionales de la medicina. Aunque se conocen métodos farmacológicos eficaces para mitigar el dolor, el sufrimiento emocional, que acompaña en ocasiones a la enfermedad, en general no suele detectarse ni tratarse de forma adecuada. “¿Por qué estoy enfermo?”, “¿por qué he de morir?”, “¿qué sentido tiene mi sufrimiento?”, son preguntas para las cuales la medicina como tal no tiene respuestas porque no pertenecen a su esfera epistemológica. La aparición de las preguntas filosóficas en confrontación al mundo de las ciencias naturales hace surgir la pregunta por el sentido de las cosas.1
En su Carta Apostólica Salvifici Doloris Juan Pablo II (1984) reconoce que el sufrimiento es “un tema universal que acompaña al hombre a lo largo y ancho de la geografía” (p. 2) hasta el punto de admitir que éste “parece ser particularmente esencial a la naturaleza humana” (p. 3). Lo que expresamos con la palabra «sufrimiento» es tan insondable como el ser humano mismo, precisamente porque manifiesta a su manera la profundidad propia del hombre y la mujer. El ser humano en su sufrimiento es un misterio inagotable y nos despierta respeto, compasión y también, de alguna manera, nos atemoriza.
Juan Pablo II (1984) también separa el sufrimiento físico (cuando duele el cuerpo) del sufrimiento moral.2 Inmediatamente afirma que “el hombre sufre cuando experimenta cualquier mal” (p. 7), considerándolo como un conjunto psicofísico:
Esto no quiere decir que el sufrimiento en sentido psicológico no esté marcado por una «actividad» específica. Ésta es, efectivamente, aquella múltiple y subjetivamente diferenciada «actividad» de dolor, de tristeza, de desilusión, de abatimiento o hasta de desesperación, según la intensidad del sufrimiento, de su profundidad o indirectamente según toda la estructura del sujeto que sufre y de su específica sensibilidad (p. 7).
Además de la unidad psicofísica, hay un destino de comunión en el dolor:
Pensando en el mundo del sufrimiento en su sentido personal y a la vez colectivo, no es posible, finalmente, dejar de notar que tal mundo, en algunos períodos de tiempo y en algunos espacios de la existencia humana, parece que se hace particularmente denso. Esto sucede, por ejemplo, en casos de calamidades naturales, de epidemias, de catástrofes y cataclismos o de diversos flagelos sociales (p. 8).
En las situaciones de epidemia se hace presente muchas veces una solidaridad en el sufrir, una especie de padecimiento que se comparte comunitariamente.
Si nos adentramos en la pregunta acerca del porqué del sufrimiento, una primera aproximación, antes de un tratamiento filosófico en particular, puede vislumbrarse en cierta medida en los poetas. En el Libro de la Peregrinación (Das Buch von der Pilgerschaft) el novelista austríaco Rainer Maria Rilke (2016), dice que Dios habla a cada uno antes de crearlo: “Deja que te suceda lo bello y lo terrible. Sólo hay que andar: ningún sentimiento es remoto. No dejes que te aparten de mi lado. Cercana está la tierra, a la que llaman vida” (p. 17). En esa poesía no nos dice cómo sufrir, solamente dice que no despreciemos ningún sufrimiento. En última instancia, se trata de buscar un “sentido” al sufrimiento. “Sentido” se puede entender de diversas maneras: como justificación, como comprensión y como dirección u orientación. El poeta chileno Raúl Zurita (2000) en su Libro: “Sobre el amor, el sufrimiento y el nuevo milenio”, afirma:
El problema humano por antonomasia es el sufrimiento. La felicidad podemos entenderla, en cierto sentido parece que nos fuese debida. Pero el dolor es a menudo incomprensible. Sin embargo, el sufrimiento es exactamente lo que nos da la magnitud de la existencia, nuestro consentimiento a ella, nuestra afirmación permanente. Si uno se queda en el silencio puede escuchar el sonido de su propia respiración; si se queda más en silencio aún puede oír incluso los latidos de su corazón. Pero si oye bien ese latido verá que él repite un sí. Es un sí-sí-sí-sí. En cada segundo de la vida optamos por vivir (p. 121).
El estado de sufrimiento nos hace oír ese “sí” a la vida, es el megáfono que hace que escuchemos esa afirmación en toda su potencia. Y esto es así porque cuando uno sufre, la posibilidad de decir “no”, de rendirse, se hace presente con todo su vértigo liberador. El decir “no” también es una forma de respuesta al sufrimiento, pero en el fondo sigue latiendo un “sí” como búsqueda de superación.
El sufrimiento debe ser trascendido y servir para la reconstrucción del bien en el sujeto. Un dolor que hasta un determinado momento era turbulento o vicioso, puede pasar a ser provechoso e higiénico. Pero el dolor negativo se transforma en positivo, no apelando al sentido del dolor, sino al sentido de la existencia. Esto puede ser muy conceptual para el momento trágico que vive la humanidad, pero debemos entender el sentido del...

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