Cartas sobre la mesa
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Cartas sobre la mesa

Correspondencias editoriales en la Argentina moderna (1900-1935)

Ana Mosqueda

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Correspondencias editoriales en la Argentina moderna (1900-1935)

Ana Mosqueda

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Esta obra se asoma a un singular objeto no suficientemente abordado, a juicio de su autora: los epistolarios de los editores. Como actores que intervienen directamente no solo en el proceso de configuración de un texto sino también en la divulgación de ideas y conocimientos, a lo largo de su vida profesional deben construir redes comerciales y culturales que hagan posible su tarea; las cartas que escriben resultan documentos de gran valor para el análisis de las relaciones que construyen entre ellos y los autores cuyas obras publican.En este caso particular, el conjunto de cartas recorridas y analizadas pertenece principalmente a Samuel Glusberg, en especial durante su etapa de trabajo en la Argentina (1919-1935) cuando creó importantes vínculos profesionales con figuras de la cultura nacional, como Victoria Ocampo, y de otros países como Waldo Frank, Gabriela Mistral, José Carlos Mariátegui y Alfonso Reyes, entre otros. Este específico modo de acercamiento devuelve una dimensión fundamental de su figura ya que, en palabras de Orfila Reynal "el oficio de editor se define a partir del haz de relaciones que moviliza [...] para que el texto de un autor se transforme en un libro, vendible, valorable. Es por ello que un editor también puede ser conocido a través del volumen y características de su correspondencia"

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Information

Publisher
Eudeba
Year
2021
ISBN
9789502331676
Segunda parte
Capítulo 3: Un género poco explorado: las cartas editoriales
¿Qué es la correspondencia editorial?
Antes de responder a esta pregunta, cabría interrogarse para qué sirve la categorización de los géneros epistolares. Una razón básica podría ser la enunciada por Graciela Reyes: la de permitirnos “atribuir fácilmente propósitos a los distintos tipos posibles de cartas” (1999: 293-294). Otra, más específica, es la que postula Charles Bazerman, esto es, ayudarnos a
[...] navegar los complejos mundos de la comunicación escrita y la operación simbólica, puesto que al reconocer un tipo de texto reconocemos muchas cosas acerca de su marco institucional y social, las operaciones que propone, los roles válidos para el emisor y el receptor, los motivos, ideas, ideologías y el contenido que se espera del documento. (1999: 16)
Uno de los criterios de clasificación más usuales –aunque con diversos matices– es el que distingue entre la correspondencia pública y la privada. Como sostiene Gabriella Del Lungo Camiciotti, las cartas constituyen a lo largo de los siglos un amplísimo “continuum público/privado” en el cual tendríamos, en un extremo, los documentos oficiales en formato epistolar utilizados por soberanos y burócratas, o las cartas de ficción de las novelas epistolares o de los manuales; y en la otra punta, los intercambios íntimos, cuyo contenido se supone confidencial o compartido por una red limitada de familiares y amigos. En el medio, se encontrarían varios niveles de “comunicación híbrida”, que contiene tanto rasgos públicos como privados, dentro de la que esta autora ubica la correspondencia de negocios (Del Lungo Camiciotti, 2010: 6, 2012: 106). Además, ella asegura, “toda carta comercial es en algún sentido una carta para vender algo, y toda carta de negocios es también una carta de relaciones públicas que busca establecer y mantener la buena voluntad” (2006: 160). En el intercambio epistolar comercial se puede desarrollar a veces un vínculo personal mediante la inclusión de comentarios, saludos o preguntas que demuestran un interés –fingido o no– hacia asuntos que están claramente fuera de una relación comercial. Es así que, tal como se verá en el epistolario de Samuel Glusberg, aunque la función comunicativa esencial de este tipo de correspondencia sea la de transmitir noticias comerciales a un destinatario, al mismo tiempo puede servir para trasmitir peticiones, órdenes, consejos y expresiones “fáticas” –como las ineludibles fórmulas de saludo, presentación y despedida– que moldean las relaciones entre el emisor y el receptor. La fluctuación entre lo público y lo privado se daría en las cartas comerciales sobre todo a partir del siglo xix, cuando –asegura Del Lungo Camiciotti– este tipo de correspondencia se utilizaba para expresar “tanto distancia como proximidad social, además de proveer información comercial” (2012: 107, 111).
Asimismo, la copresencia de comentarios personales y de negocios dependerá en muchos casos del tipo de editorial al que pertenezca la correspondencia. Si se trata de una empresa pequeña, es más factible encontrar que sea el propio editor quien establezca el contacto con los autores y colaboradores; en el caso de editoriales medianas o grandes, ni el editor ni los otros integrantes del proceso editorial pueden considerar su intercambio epistolar como puramente privado, puesto que hay un número más considerable de personas que eventualmente están involucradas en la lectura de la carta y en la confección de la respuesta. Como comenta Jean-Yves Mollier, los archivos de editoriales grandes (por ejemplo, el de Macmillan en la British Library) conservan el duplicado de las cartas escritas por la compañía, junto con las respuestas de los autores. Según Mollier, este valioso ejemplo de correspondencia activa y pasiva “muestra la importancia de las casas editoriales como fuentes” (2012b: 9). También es el caso de la editorial Suhrkamp, como puede observarse en la correspondencia entre Thomas Bernhard y Siegfried Unseld, en la cual, según los editores de la publicación que la recopila en su versión original en alemán, “tanto el editor como el autor escriben siempre bajo la mirada y para la mirada de un tercero actual o posterior”. Para ellos, las cartas de Bernhard “iban dirigidas a un destinatario que, en su calidad de editor, representa la opinión pública de forma claramente ejemplar” (Fellinger, Huber y Ketterer, 2012: 345). En este sentido también es posible citar las conocidas palabras de Unseld, en cuanto a que el editor es el “primer socio del autor, su primer interlocutor en el enjuiciamiento de un manuscrito” (Unseld, 2004: 39); en ese rol toma el lugar del público que leerá la obra una vez impresa.
Otro criterio que puede tomarse para la clasificación de las cartas es el del registro lingüístico utilizado por el emisor. De esta manera, las cartas pueden variar entre el registro formal y el informal, entre el escrito cuidado que se rige por las fuertes convenciones del género o aquel surgido de la comunicación espontánea. Esta graduación dependerá fundamentalmente del grado de distancia entre los corresponsales, pero también estará determinada por los protocolos sociales dominantes en cada época (Dossena y Fitzmaurice, 2006: 8). En definitiva, los determinantes externos –el origen y propósito de las cartas, los roles jugados por el autor y el destinatario– afectan los correlatos lingüísticos internos en términos de registro formal/informal, elecciones de vocabulario y el uso de formas que expresan mayor o menor proximidad (Chiavetta, 2010: 218). Desde el siglo xix hasta hoy, los principios de la cortesía (tacto, modestia y generosidad) parecerían dictar el modo en que los interlocutores construyen su propia persona en las cartas, a fin de lograr su propósito ilocucionario (hacer un negocio, por ejemplo) (Dossena, 2006: 187-188).
La correspondencia editorial, entonces, podría ubicarse entre el ámbito público y el privado, y entre el registro formal y el informal. No podemos definirla con precisión dentro de ninguno de estos parámetros. Tal vez nos sería útil analizar de qué manera funciona el negocio editorial para ver si ello contribuye a encontrar una definición más ajustada para nuestro tipo de correspondencia. Según Pierre Bourdieu, las editoriales participan de las dos lógicas que él atribuye a las empresas de producción cultural: la lógica comercial, que otorga prioridad a la difusión y al éxito inmediato de sus títulos, elegidos según una demanda preexistente; y la lógica cultural o antieconómica, orientada a la acumulación de capital simbólico y al beneficio económico a largo plazo, generado por la demanda futura (Bourdieu, 2011: 214-215). Aunque puedan existir, tanto en el presente como en el pasado, editoriales más volcadas al polo comercial que al cultural, o al revés –como la de Glusberg, según veremos–, necesariamente la comunicación producida en general por los editores tenderá también a ubicarse entre dos ámbitos: el mercantil y el profesional. En el primer terreno, se intercambian datos sobre contratos, regalías, venta de derechos; en el segundo, el editor hace propuestas o responde a ellas, intercambia opiniones y materiales, fija y pide plazos y condiciones. Al ser el editor, como dice Bourdieu, un “personaje doble, que debe saber conciliar el arte y el dinero, el amor a la literatura y la búsqueda del beneficio”, tiene competencias formadas por estas dos partes antagonistas y, según el sociólogo francés, es capaz de asociar armoniosamente las aptitudes literarias del que sabe “leer” y las aptitudes técnico-comerciales del que sabe “contar” (2003: 242-243).
Agregaría aquí que el editor añade a sus competencias de lectura y de cálculo otra más, la de escritura, porque es a partir de la comunicación escrita que despliega estrategias de todo tipo, desde aquellas que le ayudan a construir su identidad profesional (Dossena y Del Lungo Camiciotti, 2012: 8), hasta las destinadas a forjar vínculos de amistad o sociedades comerciales con el interlocutor. En este sentido, es interesante el planteamiento del antropólogo social Gustavo Sorá (2013) quien, en un artículo en el que analiza un corpus de cartas entre Julio Cortázar y el editor Arnaldo Orfila Reynal, sostiene:
[…] el oficio de editor se define a partir del haz de relaciones que moviliza [...] para que el texto de un autor se transforme en un libro, vendible, valorable. Es por ello que un editor también puede ser conocido a través del volumen y características de su correspondencia. (2013: 48)
Las relaciones con distintos actores del mundo intelectual (escritores, traductores, otros editores, etc.) son una pieza clave del trabajo editorial, y las cartas, como medio para tender, consolidar y mantener esas relaciones, adquieren un rol fundamental. Además, estas fueron para los editores un instrumento de trabajo esencial pues, como se dijo, por su intermedio se efectuaban los intercambios de artículos y libros, se encomendaban trabajos para las respectivas publicaciones, se canjeaba todo tipo de información, se establecían pactos o polémicas y se organizaban acciones conjuntas (Martins Venancio, 2002: 223).
El caso de quien fuera director de dos de las casas editoriales más importantes de México, y de América Latina en general, es emblemático en este aspecto. En un trabajo sobre la vida y obra del mencionado Orfila Reynal, Carlos Díaz –actual director editorial de la filial argentina de Siglo XXI– se refiere a la capacidad de ese editor para conformar grupos de trabajo como una de las claves de su éxito, y sostiene que esta facultad estaba relacionada con “la red de afinidades ideológicas e intelectuales que constituían su vida”, de la cual “provenían traductores, editores, autores, directores de colección o simplemente amigos que lo mantenían informado de todo lo que se publicaba en otros países y que valía la pena evaluar” (2015: 71). Las redes epistolares que Orfila Reynal tendió con distintos corresponsales fueron de gran importancia en el desarrollo de estas relaciones. Por su parte, Sorá destaca que “de las primeras acciones de Orfila Reynal en Siglo XXI queda un sinfín de correspondencias a autores renombrados y amigos” (2013: 48-49). A través de innumerables cartas, Orfila obtuvo un fuerte respaldo frente a su salida de Fondo de Cultura Económica y pudo, a su vez, armarse de un equipo que le permitió llevar a cabo el proyecto de Siglo XXI.
Luego de haber aclarado ya la importancia que tiene la correspondencia en el trabajo editorial, me quedaría descubrir cuáles son los rasgos que distinguen a las cartas editoriales de cualquier otro tipo de correspondencia. La respuesta, a mi entender, es muy simple: en estas misivas se tratan y se negocian temas editoriales, y en ellas se emplea un lenguaje técnico específico.
Los temas tienen que ver con el amplio abanico de tareas que se realizan en una casa editorial: desde la discusión por el original mismo o el título de una obra, hasta el tratamiento de cuestiones monetarias con el autor o con otros actores de la cadena editorial (traductor, editor, ilustrador, etc.), hay un amplísimo rango de “problemas” en la edición de un texto que pueden plantearse en la conversación epistolar. Como es posible comprobar en la gran cantidad de epistolarios entre autor y editor ya publicados, en las misivas autor-editor figuran gran parte de los futuros rasgos de la obra, tanto aquellos pertenecientes a la dimensión textual –consejos del editor al autor, dudas planteadas por el autor, elección de título–, como a la material –papel, tinta, tipografía, imágenes, disposición en la página, diseño de tapa–. Por tomar solo un ejemplo de los rasgos de la dimensión textual, cito el caso de George Orwell y su editor Frederic Warburg, por cuya correspondencia sabemos que el clásico 1984 pudo haberse titulado “El último hombre en Europa” (McCrum, 2009). En torno a la dimensión material, podemos citar el caso de la correspondencia entre Benedetto Croce y el editor Giovanni Laterza, en la que se produce un importante intercambio en torno a la tipografía (Pompilio, 2004). Como dice Sorá, los libros publicados son las superficies de una historia cuyo “nivel soterrado inferior” lo constituyen las cartas entre autor y editor (2013: 48). No siempre estos dos actores del proceso editorial se mueven en el mismo horizonte de interpretación del texto o se dirigen a los mismos lectores, y es allí donde nace un conflicto que se manifiesta, por ejemplo, en las elecciones de las cubiertas del libro (Cadioli, 2012: 4012). También el título de la obra puede originar roces, puesto que este proporciona al lector una clave interpretativa que los autores no siempre están dispuestos a aceptar, como cuenta Umberto Eco (1983) en su Apostillas a El nombre de la rosa. A este respecto, no debemos olvidar que el editor piensa en el lector además –o fundamentalmente– como un comprador (Cadioli, 2012: parágrafo 4052) y a él dirige los paratextos editoriales o peritextos, al decir de Genette (2001: 19).
Muchas de las cuestiones que en el pasado eran materia de discusión entre un autor y su editor se han mantenido con el correr de los siglos. Roberto Calasso, quien en La marca del editor se refiere a la publicación de libros como un “arte” (2015: 83), comenta que hacia 1860 Flaubert discutía en las cartas con su editor Michel Lévy idénticos asuntos que los que se siguen tratando hoy en día: contratos, errores en las pruebas, “la publicidad insuficiente, la exposición en las vitrinas de las librerías, los movimientos para conseguir ser reseñados, su escasa disposición, la perspectiva de ganar algún premio, de aceptar o rechazar, el crónico entorpecimiento del público” (2015: 145). Todos estos conflictos que pertenecen a la “fisiología editorial” (2015: 136) son asuntos presentes en las páginas de los corpus de correspondencia editorial.
En cuanto al empleo de un vocabulario específico, segunda característica de las cartas editoriales, encontramos en ellas ciertas palabras y conceptos propios del ámbito en el que se publican los textos. Por tal razón, cuando se editan epistolarios entre autor y editor, es necesario aclararlos. El editor y escritor cubano Juan Marinello, corresponsal de Glusberg, le indica a un autor en una carta que el precio de publicación de su obra sería “reducidísimo, aprovechando el plomo ya parado para la revista” (Suárez Díaz, 2004: 81). Ana Suárez Díaz, editora de esta correspondencia, se ve obligada a aclarar en una nota al pie: “Parar, en el vocabulario editorial, significa componer las líneas de texto (en plomo) en máquinas de descomposición mecánica (linotipo)”. Suárez Díaz completa la nota aclarando que “este proceso, y el término, caen en desuso con el advenimiento de las computadoras para la introducción y composición de los textos” (2004: 82). Por pertenecer a la tipología de las cartas profesionales, la misiva editorial circula dentro de una comunidad discursiva homogénea, la de los hombres y mujeres de letras, que utilizan su propio vocabulario y “dan por sentadas muchas cosas que resultarían difíciles de reponer para personas ajenas al grupo” (Reyes, 1999: 296). O, al decir de Stanley Fish, se trata de escritos que pertenecen a una comunidad de interpretación –la de los intelectuales– que “comparte estrategias de interpretación no solo para leer sino también para escribir textos, para constituir sus propiedades y asignarle sus intenciones” (2003: 170).
Otro rasgo de las cartas editoriales –ya no privativo, sino...

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