LA NOCHE OSCURA DEL ALMA
7. EL TEMIBLE PRIMER INGRESO. El monstruo gana la batalla
Diario, 14.02.2011
Hoy has ingresado en el hospital. Un año y medio de tantos intentos por contener la enfermedad. Pronto estaremos en casa, y sabremos cómo actuar para que estés bien.
LA MURALLA ACORAZADA. Un catorce de febrero
Espera, espera, espera… Consultas, batas blancas, sillas duras… Segundos, minutos, horas… Por favor, dígame que nos vayamos a casa, insensatas de nosotras… Un, dos, tres médicos… Enfermeras que anotan.
«¿Por qué?», le dicen. Me sorprendo… ¿No lo saben? Notas, informes, asentimientos. Más espera, y de pronto todo se agiliza. «Sí, sin duda, vamos a ingresarla, sí, ahora mismo…» Una llamada de confirmación: «Por favor, prepáranos la plaza, sí ahora subimos»… Planta dos, unidad de crisis, fortaleza naranja, prisión de rosa, al final del pasillo de pediatría a la derecha, microcosmos del sufrimiento en una unidad de trenecitos de colores… Un espacio pequeño, lo mínimo… y unas normas enormes, grandísimas… «Esto es salud mental, ¿sabe? Y las normas son muy estrictas… Tenga una lista de lo que sí y de lo que no, y tráigalo cuanto antes… No hay visitas, no hay llamadas, no hay contacto, ni siquiera le digo si mañana va a llamarle el médico…» ¡¡Blam!! Rac Rac… Sonajero de llaves, de una puerta lisa y dura… Me voy, preparo todo, y me vuelvo con la ilusión de poder despedirme y decirle que todo irá bien, que estoy con ella…
La puerta se me abre parcialmente solo para que entregue la maleta… y se cierra, para que se pueda inspeccionar todo lo que he traído, en la intimidad… «Ok, excepto la pinza del pelo, no está permitida, es porque tiene una pequeña pieza metálica en medio, ¿sabe?» —me dice alargándome la maleta vacía… tan vacía como yo… «A su hija, claro, no puede ya verla…» Pero sí, la veo, la veo entre el cuerpo de la mujer que me lo impide y el lindar de la puerta, veo su cabecita de pelo ondulado, está de espaldas delante de una cena que le parecerá inmensa, desproporcionada, enorme… Claro, una escueta cena de hospital… La veo, y mi mirada besa su espalda y le dice las palabras que Can Cerbera no me permite decirle. Se lo envío desde el corazón, de ese corazón partío por no haber sabido alimentar su adolescencia como ella necesitaba… ¡¡Blam!!, grita de nuevo la puerta, Rec Rec sigue la llave… Y me quedo tiesa en un pasillo desierto. Solo una niñita ríe con su familia en el otro extremo del pasillo, allí donde pediatría se escribe con A de alegría de un nacimiento y la visita del hermanito…
Donde estoy yo, no hay nada, solo letreros de prohibido el paso, puertas duras, lisas y cerradas, silencio, desamparo, y mi hija entre otras adolescentes que adolecen su dolor. Me quedo unos instantes para retar la intransigencia de la enfermera, porque yo sí puedo hablarle a mi hija: lo hago sin palabras, le envío a través de todas las barreras humanas el latido de mi corazón, que durante tanto tiempo fue su música y su canción de cuna. Hoy interpreta para ella la melodía más dulce que conoce, la más tierna, la más sutil, para que pueda deslizarse por las rendijas del techo y la pared y le lleguen sus notas, le acaricien su cara y le susurren al oído: «Por favor cariño, come algo y refresca tus labios resecos. Estoy, estamos, estás. Tú sola puedes. Yo te espero. Seguirás madurando, procesando. Y otra vez nos reiremos haciendo palomitas de maíz».
Diario, dos días después de que ingresaras
SILENCIO
Los sonidos son lejanos. El mundo rueda extraño, y por mucho ruido que haga no lo escucho. Hoy siento el silencio, un silencio profundo interrumpido cuando quien llama deja grabado un número imposible, de muchos dígitos: sé que es el número del hospital y que seguidamente escucharé si soy tu madre. «Sí, sí», digo brevemente para no demorar lo que tengan que decirme. Y me piden ropa limpia, y algún libro, y que me anote la cita con la doctora. «Qué más —pienso yo—, qué más puedo dar de vasallaje para que me digan que estás bien, contenta, que ahora mismo vuelves a casa, a coger tu bolsa y a marcharte afuera a hacer tu vida, que solo volverás para mirarme y sonriendo contarme que la vida es bella, que no puedes estar ni cinco minutos en casa, que te esperan…»
Silencio, que se atreve a romper el vapor sibilante de una olla de puré de calabaza, mi alimento estos días. Es una olla risueña, una olla clown. Sencilla y perogrullosa me enseña el arte de bailar mientras cuece, ágil y cómplice, docente y divertida. Miro la olla y encuentro en ella el reflejo del sol y de los árboles de la plaza, los que acogen el nido de carolinas que cada mañana me anuncian un nuevo día. La olla y los pájaros dicen «ola» a la vida, insolentes se comen hasta la /h/, no les importa la ortografía, solo ríen y se reflejan melindrosos, pacientes, dejándose ser.
Silencio, silencio, silencio compartido por tantas historias silenciadas. Las escucho en los ojos de las personas, las leo en sus dorsales curvadas, las miro en su implicación frenada, las disgusto en su estar. Me reflejo hoy en ellas, porque hoy me siento así. Hoy me pesa el monstruo, me coge de los brazos y no me deja trabajar. Se me planta delante y no me deja ver más que su oscura y maloliente piel peluda.
Me espero, hoy me espero a hablar con el médico. Me espero a que me diga que el agua baja del cuello, que empezamos a construir, que no hay sonda nasogástrica a la vista, que te lleve ropa de calle, que te apunte a la vida cotidiana, que firme tu alta, que adiós.
De momento, silencio. Y la compañía de la olla y de los pájaros, ¡oh!
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Diario, una semana después de que ingresaras
YA NO TIENES UN NOMBRE, ERES «H543210 XX YY ZZ»
Hoy hace una semana que estábamos las dos esperando en la sala de urgencias, ¿te acuerdas? Anticipamos que íbamos a estar allí horas —como fue—, así que nos llevamos libros de lectura. Yo no tenía ganas de leer. Observaba la gente, muchos con niños pequeños. Y revivía la angustia hiperbólica de su madre, cuando también os llevaba a urgencias pediátricas de pequeños, con fiebres insistentes de alrededor de 40ºC que no cedían ni con baños templados ni con ningún tipo de friega milagrosa. Ahora, sentada a tu lado, observo la cara de estos padres y madres más jóvenes que yo, que acarician a su criatura mientras entran y salen de la consulta apurados, que sonríen aliviados a sus compañeros de banco hasta el momento totalmente desconocidos y que son ahora sus cómplices de angustias.
Lo contemplo, lo acaricio todo con la mirada, lo revivo, lo registro con detalle.
Ahora los niños no miran cuentos, sino que fijan su mirada vidriosa por la fiebre en la pantalla de los móviles de sus mamás… y se arremolinan en un regazo lleno de anoracks y bolsas, igual de inmóviles que estabais vosotros mientras os contaba alguna historia.
Hace ya una semana de estas vivencias, de esos revivires que me impedían leer. Comentaba contigo cosas para poder vivir mejor la tensa espera. Y recuerdo, recuerdo perfectamente, que un rato también estuvimos riendo juntas, una al lado de la otra, en esos dos asientos de plástico de aquella salita de urgencias, la del fondo siguiendo la flecha verde del pasillo. Se me olvidó de qué reíamos, solo recuerdo el placer de reír contigo, de sentir esos instantes de ligereza, de dejarse ir.
El resto fue s...