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Era un lunes por la mañana y nos dirigÃamos en coche a Artxanda. TranscurrÃan los últimos dÃas del verano de 2010.
—Igual que el alcalde Azkuna, ¡a ver cómo está Bilbo sin nosotros!
El humor era la vÃa de escape para la inquietud de Irantzu. Las dos chicas detrás, delante los chicos: Karra de chófer y Luka a su lado. ParecÃamos cuatro jóvenes con intención de dar una vuelta por el monte; el olor a la tortilla de patatas que habÃa preparado Luka acentuaba esa sensación.
—A una no la pueden detener con el tupper de tortilla entre las piernas, es antiestético. —Irantzu llevaba el paquete entre las botas.
—Intentad meter tupperware y detención en la misma frase. ¡A que no podéis! ¿Le has puesto cebolla?
—Un poco.
—Entonces estamos a salvo.
Karra aprovechó para subir el volumen de la música.
—«¡No pasarán! Los venceremos, amor, ¡no pasarán!» —seguimos todos a coro el canto de Carlos MejÃa Godoy—: «Aunque no estemos juntos, te lo juro: ¡no pasarán!».
Era la sintonÃa del programa de Luka, que aquel dÃa nos evocaba resonancias más profundas que de costumbre. Llegamos cantando a Artxanda. Allà estábamos, los compañeros de la radio Libre, mientras el sol le calentaba los tobillos a la ciudad. El temblor de la hoja en septiembre es también un modo de espera.
HabÃamos hablado de todo lo que habÃa que hablar. Cuando me llevaran presa, Karra retomarÃa la responsabilidad de mi programa y la dirección de la radio, y la sustituta de Irantzu estaba dispuesta a dirigir la tertulia polÃtica. Acordamos en asamblea no escondernos y seguir haciendo nuestro trabajo periodÃstico.
Luka quizás tendrÃa suerte, podÃa no estar fichado. Llevaba alrededor de cinco meses con nosotros, tratando información sobre el conflicto vasco en la televisión que habÃamos puesto en marcha en la red. Era un hÃbrido tÃmido y polÃglota al que llamábamos el Transatlántico. Sin rumbo en la ciudad, lo acogà en mi casa, a cambio de que colaborara en la radio. Le ofrecà el sofá cama de la sala de estar, porque yo ocupaba el cuarto de invitados desde que mi madre se metió en el mÃo «por una temporada», para recuperarse de su última relación frustrada.
En muy poco tiempo, pasamos de ser un medio de comunicación minoritario y marginal que a nadie le importaba a ser «la radio de Segi*» para los periódicos españoles y, en una sola zancada, un medio que colaboraba estrechamente con ETA. Se nos multiplicaron los oyentes y los adversarios. Un columnista sin demasiado carisma nos acusó de enaltecer el terrorismo. En las últimas semanas nos acechaban con descaro, Irantzu y yo soportábamos seguimientos de policÃas de paisano. Luces y sombras en la noche.
—He comprado el billete de autobús para mañana —dijo Luka.
VisitarÃa a un primo en Madrid y volverÃa a La Habana, donde lo esperaban su madre y su novia.
—¡A no ser que te lleven los txakurras* por la cara! —Karra le dio una palmada en el muslo.
Pusimos las cervezas y la tortilla de patatas sobre una mesa para domingueros.
Miré a mis compañeros. La cercanÃa de la detención los hacÃa más bellos a mis ojos, aunque hacÃa ya tiempo que me lo parecÃan.
Karra e Irantzu habÃan sido mis amantes, él de modo esporádico durante largos años y ella durante una etapa corta pero intensa; y estaba convencida de que eso nos daba una especie de parentesco. No esperaba hijos a cambio de sexo, buscaba hermanos y hermanas, tantos como fuera posible. Para mÃ, el sexo era una especie de pacto para que siguiéramos cuidándonos más allá de la cama. EntendÃa que, en las noches de seducción compartidas con exclusividad, construÃamos puentes a partir de mà hasta cada uno de los amantes y viceversa, puentes que nadie además de nosotros podÃa transitar: el de La Salve, el de la Merced, el de la Ribera. Puentes cómplices. Puentes siempre emparejados. Nuestra redacción era de naturaleza bastante endogámica.
—Por tu culpa, claro está —afirmaba Karra.
Él era el hermano mayor, el primer liberado de la radio, el más veterano de todos, el que habÃa dejado de lado los trabajos asalariados desde que el año anterior fuera padre. En el estudio aparecÃa solo de vez en cuando. Lo conocÃa desde que me mudé a Bilbo.
Luka, cámara fotográfica en mano, se alejó hacia el mirador. Pronto esa foto serÃa un recuerdo lejano en alguna habitación sofocante de La Habana.
Irantzu y Karra empezaron a correr; parecÃan perros nerviosos a los que se les acaba de abrir la puerta del coche, desbocados en todas direcciones y sin lógica alguna. Me lie un cigarro mientras los observaba. Vi a Irantzu de pie sobre los hombros de Karra, intentando encaramarse a un viejo roble; agarrada a una rama con las dos manos, consiguió subirse solo con la fuerza de los brazos. Karra abrazó la cintura del roble, dio un pequeño salto y fijó las plantas de los pies a ambos lados del tronco, cerca del suelo; luego, con un rápido movimiento, abrazó el árbol desde más arriba, dio otro salto y, con piernas de rana, le ganó veinte centÃmetros más al suelo.
—¡Arrivederci! —nos gritó Irantzu desde las ramas—. ¡Nos quedamos a vivir aquà arriba!
Como si fuera una réplica de la realidad, Karra cayó a la hierba de golpe.
—¿Estás tranquila? —me preguntó.
—Mucho más que vosotros, so monos —bromeé.
—No van a ser detenciones violentas, Nagore.
—¿Acaso existen de algún otro tipo?
No habÃa ni una sola razón objetiva para mantener la calma; un porcentaje muy elevado de los detenidos denunciaban torturas en los últimos tiempos. En la propia radio recopilamos testimonios estremecedores de boca de jóvenes destrozados. Palizas. Violaciones. Vejaciones. Asombrosamente, yo no tenÃa miedo. Me sentÃa segura entre mis compañeros y creÃa, de manera tan irracional como la niña que va de la mano de su padre, que nada malo podrÃa sucederme mientras estuviera con ellos.
Irantzu abrió la botella de vino y partió la tortilla.
—Come —me ordenó—, ¡que vas a desaparecer!
HabÃa pasado mes y medio con fiebre y casi sin tragar bocado por culpa de una infección en el esófago que los médicos no habÃan podido diagnosticar durante largo tiempo. Si ya estaba delgada de antes, tras la enfermedad en mis pantalones habÃa espacio para dos como yo. Para cuando empecé a recuperarme, comenzar a trabajar en la perfumerÃa y encadenar turnos de noche en las txosnas* de Aste Nagusia no me habÃa ayudado a acumular mucha chicha en la cintura, y probablemente tampoco lo habÃan hecho las filtraciones ni la alargada sombra de la redada.
—Que vengan hoy mismo —dije del todo convencida—. A ver si pasamos este trámite y volvemos a la normalidad.
Le di una calada al cigarro. Tras un silencio se pusieron los tres a reÃr.
Luka propuso sacar la foto de grupo en el mirador, con el trÃpode. El sol iluminaba las partÃculas de polvo, que bailaban al viento. Me transportaban a la infancia, cuando intentaba atrapar aquellos destellos en la calle desolada junto a la vÃa del tren y se me escapaban en cuanto yo cerraba la mano.
Cuando llegué a la perfumerÃa encontré a mi madre empaquetando las antiarrugas. ParecÃa una tabernera que acabara de empezar a vender cosméticos. Tras el mostrador, se movÃa con reflejos de camarera: demasiado rápida, demasiado brusca, sin sofisticación. PonÃa la música demasiado alta. En ese paulatino desvestir, bajo la camarera disfrazada de esteticista, habitaba una torpe campesina lle...