Buscá preguntas, no respuestas
Hay que admitir que rendirse es una posibilidad: a mí me pasó, a todos les pasó alguna vez, y perfectamente podría ocurrirte. Pero es importante saber que “rendirse” es una cosa muy diferente a “soltar”. Rendirse implica debilidad, “soltar” podría ser señal de inteligencia. Y de fuerza.
Imaginemos una relación tóxica entre dos personas, en que lo mejor para ambos sería separarse, pero como uno de ellos no quiere “rendirse”, intenta por todos los medios posibles alargar el vínculo. Ese acto no tiene que ver con la acción sana de “soltar”, y habla de un muy mal manejo de la inteligencia emocional, tanto así como del amor propio: sentenciar a una persona a que ocupe a la fuerza un lugar determinado en tu vida no es sano, es esclavitud.
“Si no es mía, no es de nadie”, ¿te suena? Sería un ejemplo de extremo de esta teoría, pero puede haber etapas intermedias que deberían alertarnos de que no estamos yendo en el camino correcto: Dónde estás, cuándo volvés, con quién estás. El universo de las relaciones es digno de ser analizado, y dentro de ese universo, los celos ocupan un lugar importante. Y cuidado, no existe ser “un poco celoso”, sería como decir “un poquito embarazada”. Ojo, los celos llegan para destruir.
Sé que puede prestarse a confusión, y la verdad, nada me haría más feliz que confundirte: vivimos en un mundo en que buscamos respuestas, cuando en realidad deberíamos estar buscando preguntas. Los débiles aman las respuestas, los fuertes aman las preguntas. Los celos son una respuesta a una pregunta que nadie hizo, un lamentable acto de desamor, en el que la persona celosa se siente poca cosa, y se compara con otros con los que ya perdió de antemano, sin batalla previa ni competencia. El celoso es débil y ama la victimización, se escuda en ella. El celoso llega al partido, no lo juega, y se va a su casa perdiendo 6-0. Y lo peor de todo es que disfruta ese mecanismo. Es un ciclo dañino muy difícil de abandonar, porque es adictivo.
Pero si sos infeliz es tu culpa, ¿te acordás? Pocas cosas se sienten mejor en la vida que soltar algo (o a alguien) que te lastima, y los celos lastiman profundo, carcomen, y aumentan o decrecen dependiendo de tu voluntad. ¿De mi voluntad, Marcos? Sí, porque cuando te sumergís en los celos tenés el “control”: estás delante de una situación ideal, en la que vos graduás tu dolor. Entonces, inventás escenarios, agrandás las situaciones, tenés poder total sobre tu fantasía, tanto, que hasta llegás a creerte todo eso que inventás. Sos como un director de cine que hizo una película horrenda, pero que no se conforma con dirigirla, sino que se regodea en el extraño placer de actuarla, en una especie de pesadilla eterna. Qué inteligente, ¿no?
Sería algo así como crear tu peor batalla, no pelearla, porque ya la das por perdida, y disfrutar de esa coraza con la que te cubrís, que no deja entrar al amor, que lo único que deja entrar es al miedo, que si lo dejás, es el mejor alumno de la clase, siempre listo con su respuesta perpetua a la pregunta: ¿quién quiere ser feliz? El miedo levanta la mano, la profesora le da la palabra, y él responde: “¿Ser feliz para qué?”, y todo se viene abajo de nuevo. Si te rendís, ganan los celos. Si ganan los celos, gana el miedo, ganan los que te quieren ver caer. Gana el desamor, gana el odio. Pierden tus ganas de mejorar, se borran los caminos, se sellan las salidas. ¡No te rindas! ¡Soltá! Si te rendís, ganan ellos.
Mientras escribo esto estoy escuchando... a ver, esperá que me fijo... ¡Un adagio de Handel! Okey, no es que sea un erudito conocedor de música, sólo me bajé una lista de reproducción. La música clásica me ayuda a no distraerme. ¿Por qué te cuento esto? Para que no te olvides que hay una persona detrás de este libro. Soy consciente de que puedo equivocarme, y lo único que me interesa es poder contarte una parte de mi vida, pero real, así como yo la viví y la vivo. La idea es invitarte a pensar, jamás podría perdonarme convertirme en un mandato para vos, ser sólo una especie de orden que debas cumplir. Aunque en realidad, eso es algo que no puedo manejar, depende de vos cómo tomes lo que yo digo, y la verdad, me encanta que así sea.
Ya hablamos bastante del miedo, pero no tanto de la debilidad. La debilidad está totalmente mal vista, es casi imperdonable. El débil nunca es elegido para el deporte, es discriminado. En el mundo animal, el débil no tiene chance alguna, va a ser cazado y comido por un ser más poderoso. ¿Te da lástima? Bueno, a mí no. Yo creo que es exactamente lo que tiene que pasar.
De más está decir que somos seres pensantes (bueno... casi todos), y podemos ser mucho más que nuestro instinto. La debilidad, por suerte, también es una decisión, y creo que tiene que ver con algo que me gusta llamar “curva de aprendizaje”, y se basa en el precepto de que “todo aquel que es fuerte, sí o sí, antes tuvo que haber sido débil”.
Podemos hablar entonces de una curva transitoria. ¿A qué me refiero? Bueno al tratarse de algo dinámico, que se mantiene en constante movimiento, sí o sí te obliga a ir para adelante. Lo difícil de entender acá es a qué velocidad vas a tomar esa curva, y eso depende de cada uno. Por ejemplo, ¿qué pasaría si demorás tres años en cursar un ciclo escolar que normalmente se completa en un año? Bueno, alguien podría decirte que sos débil, o tonto, o que el sistema no está hecho para vos, o lo que sea. Ahora bien, ¿qué es más importante?, ¿el tiempo que tardaste, o el hecho de que completaste la cursada? Porque también podrías haber abandonado, y sin embargo, seguiste adelante. Siempre se puede estar peor, y por más complaciente que eso se sienta, no olvidemos jamás que también siempre se puede estar mejor.
Sí, te cagué la vida. Lo sé. ¿A qué voy? A que todo lo que vale la pena lleva un tiempo de aprendizaje, y vos te vas a hamacar como un péndulo en ese tiempo según tus propias experiencias.
Soy instructor de Muay Thai, un deporte de contacto Tailandés, ¡Uh, qué fuerte! ¡Qué adelantado en la curva! Sí, claro, lo estoy; pero ahora. Cuando empecé era una bolita de grasa, un ser débil y atormentado por un cuerpo amorfo que intentaba mover y no podía. No fue fácil, creeme, pero ¿sabés qué fue lo peor? Entrar a ese gimnasio por primera vez y chocarme con esas miradas, esos chicos anatómicamente perfectos, técnicamente perfectos, con sed de lastimar mi cuerpo. Deportivamente, claro está.
A ver si entendí, Marcos. ¿Vos pesabas 178 kilos, y no tuviste mejor idea que ir a enfrentarte a gente con los abdominales más perfectos de la historia, con técnica marcial depurada y sed de sangre? Bueno, sí. Para los ojos de ellos yo era débil, “el nuevo”. Siempre en estos deportes se diferencia la jerarquía y la experiencia por color de cinturón, y hay una división marcada entre nuevos y viejos; los viejos, pelean; los nuevos, sólo entrenan de modo recreacional.
Ellos pensaban que yo era débil. Yo los veía, escuchaba sus comentarios despectivos, y los atesoraba. Tenía una cajita mental, que aún conservo, donde guardaba todo aquello que sentía que podría llegar a necesitar en el futuro para potenciarme. Sí, una especie de venganza emocional, calculada, pero sana.
Pero seguí adelante. Entrené días, meses y años. Tanto le metí, que me convertí en instructor, y la película tuvo final feliz: un Marcos mucho más flaco, fuerte, ágil, y más lejos que nunca de ese ser débil del primer día en el gimnasio.
Ahora bien, ¿era realmente débil ese ser, o sólo estaba empezando su aprendizaje, transitando su curva? Recuerdo que cuando el profesor me vio por primera vez no entendía nada, pero yo sé que vio en mis ojos el hambre, lo sé porque lo sentí: yo quería ser mejor, y él se dio cuenta de que yo iba a hacer todo lo posible para abandonar ese cuerpo, y con él, muchas inseguridades. El profesor vio mi fortaleza donde ni siquiera yo la había visto. Lo único valorable de mi actitud en aquel momento fue atreverme a entrar a ese gimnasio, y creeme que fue mucho.
Entrenaba muchísimo. Con ese deporte y la complementación de una dieta, llegué a bajar esos 80 kilos. Pasé de las tres cifras a las dos cifras, toqué los 97, y era el ídolo de grandes y chicos. Cada gordito que entraba al gimnasio era un grito pelado: “¡Marcos, cuánto kilos bajaste!”; “¿Cuánto te llevó bajar tanto de peso?”. Y en voz baja, medio apartados de mí... “No sabés... él entró acá con casi 200 kilos... pero entrenó duro, y mirá lo que es ahora...”. Sí, yo era una publicidad caminando, y claramente me gustaba serlo. Después de todo, me lo había ganado.
Cuando perdés tanto peso en tan poco tiempo, tu cuerpo se mueve más rápido de lo normal, es como caminar con pesas, y después dejarlas y caminar sin peso, te sentís liviano, ágil. Había conseguido ser bueno en la técnica, pero más que nada, era un apasionado. Ponía garra. Veía videos de Muay Thai el día entero, me presentaba a torneos, amaba cada centímetro de ese mundo. Amaba cada golpe, cada moretón, amaba no poder dormir del dolor de tibias. Y me amaba a mí porque el esfuerzo había dado sus frutos: la debilidad había quedado atrás. Era fuerte, y no podía sentirme mejor.
Después empecé a dar clases, y entonces me tocó a mí ver a esos chicos que llegaban en condiciones similares a las que había llegado yo un tiempo antes. Esos ojos de miedo por su primera vez, las inseguridades, el pudor de ocultarse de la mirada de los otros, cambiándose la remera en un costado oscuro, para que nadie viera que su cuerpo no era perfecto como los otros espartanos que andaban por ahí en pelotas con sus cuerpos fuertes y trabajados que todos saben que cuesta mucho lograr.
Es difícil dar clases, pero creo que yo soy bueno en eso: di clases de todo lo que alguna vez estudié: inglés, batería, Thai, y bueno, ahora, cocina. Creo que es porque me convertí en un maestro del dolor y la debilidad, y puedo percibir la inseguridad del otro y transformarla en seguridad y potencia. Sí, tengo un superpoder.
Ahora hablando en serio y volviendo a nuestro ejemplo, me topé con un problema: ¿ayudo al débil o no lo ayudo? ¡Ay, Marcos, qué duda cabe, siempre hay que ayudar! ¿Sabés qué? No, no lo creo así. Ya no.
Al querer ayudar a alguien podés cometer errores imperdonables. Ayudar a alguien es a veces acercarse mucho a una cornisa, cuando el que se va a suicidar es el otro. Hay que ir despacio, no todos somos iguales, y una ayuda no pensada, en el otro puede convertirse, trágicamente, en debilidad. La asistencia al otro debe ser eso, asistencia. Nunca el que asiste tiene que ser el protagonista.
Me explico mejor. Me di cuenta desde un principio que yo no tenía que hacer diferencias entre los alumnos. No tenía que tratar a uno que consideraba más débil diferente del que consideraba más fuerte. Más allá de que yo podía sentir su dolor, su miedo, era muy importante que yo supiera que mi deber era enseñarle a pelear contra otros, pero él tenía el deber de aprender a pelear contra sí mismo. Nicola Tesla decía: “Be alone”, que podría traducirse o entenderse como “tenés que aprender a estar solo”, y yo agrego que la asistencia genera demanda, y la demanda satisfecha para alguien con problemas de límites, puede ser muy destructiva.
Hay muchas dudas respecto a cómo manejar la debilidad de alguien. Suele generarse una adicción en “stereo”: a mí me gusta ayudar, y a él le gusta recibir ayuda. Pero el problema es que la vida no es eso. ¿Te acordás de Rocky? Porque va a llegar un momento en que vos vas a estar solo en el ring, y yo no voy a estar a tu lado para decirte qué hacer, para arengarte, para calmar tu miedo. Entonces, ¿ahí qué hacemos? Lo mejor que podemos hacer es potenciar a las personas, en todo sentido, ayudarlos a afrontar sus miedos, a asimilar sus fracasos, porque las victorias se potencian solas, y arriba del ring, la pelea la ganás vos solo.
Tuve un alumno que se llamaba Lucas, y mi manera de potenciarlo fue mantener una distancia positiva. Él no sabía que yo había sido igual que él, y me veía como un ser todopoderoso, capaz de conseguir cualquier cosa que me propusiera. Eso es algo que suele pasar muy a menudo, creer que el otro es mejor por naturaleza, que no le costó nada lo bueno que tiene, y ese fenómeno es más marcado ahora con las redes sociales. Hay una frase hecha que dice “las comparaciones son odiosas”, y yo la cambiaría por “las comparaciones son imperdonables”, porque aunque suene fatal, en algunos casos, lo son. Porque lamentablemente, la mayoría de las veces, lo que se compara no es positivo, y las comparaciones tienden a ser destructivas.
¿Por qué? Porque nos gusta ser débiles. Nos gusta ser infelices y mediocres. ¿No me creés? Bueno, salí a la calle y mirá las publicidades, comparate con cada modelo. Está todo diseñado para mantenerte débil: “tenés” que tener cosas para ser fuerte; “tenés” que verte de determinada manera para ser aceptado. La sociedad actual es como el león, el rey de la selva, y vos sos el chanchito más débil de todos. El león ni siquiera tiene que correrte, vos vas solito a meterte en su boca.
Siempre admiré profundamente a esos viejos que viven sin nada, que pueden pasarse una tarde sentados en un banco de plaza, reflexionando, mirando para adentro. Me vienen a la mente imágenes de películas, de esos viejos que se sientan en esas sillas mecedoras en los porches de sus casas, sólo para observar la existencia, en busca de una reflexión profunda. No existe mayor tesoro que la reflexión, que dejar de mirar para afuera y empezar a mirar para adentro. Conocerse a uno mismo es saber dónde estás parado en esta curva que es la vida. Lo más importante de la curva es conocer su extensión, y saber que vos la podés extender o acortar a voluntad.
Hubo un día en que fui débil. Habíamos terminado de entrenar y me senté a hablar con Lucas. Quería contarle que yo había sido él, que de hecho, era él, sólo que estaba más adelantado en la curva; quería decirle que sentía su dolor, que todo era pasajero, y que iba a llegar un momento en que él iba a estar feliz con su cuerpo y con su técnica. Lo noté feliz, eufórico, con más esperanza. Me fui a casa contento, con la satisfacción del deber cumplido. Lo había ayudado a través de mi experiencia, le había dado fuerzas. ¿O no?
No. A las pocas semanas Lucas dejó de entrenar. En las clases previas a que dejara de venir, empecé a verlo distraído, desconcentrado. Asumí, falsamente, que debía de estar con algún tipo de problema personal, y no le di importancia. Al poco tiempo de que se ausentara del gimnasio, me di cuenta de mi error fatal: le había sacado la motivación. Lo privé de eso que lo hacía especial, le quité su individualidad. Tarde asumí que él quería hacer lo mismo que yo, que era sentirse único, y el hecho de ver que otro lo había conseguido antes que él, en este caso, yo, apagó su fuego. El supo a partir de aquella charla, que hiciera lo que hiciera, nunca jamás me iba a sorprender, porque yo sabía lo que él había sido, porque yo “había sido él”, y “él era yo”. Con esa charla lo llevé al futuro como el doc Brown a Marty McFly.
Creo fervientemente en mostrar el camino, pero también creo que ni siquiera el primer paso debemos darlo juntos. Tenés que subirte a la bici y hacerte mierda solo, miles de veces, hasta que aprendas. Es aprender o morir. Y cuando digo morir no me refiero a que te atropelle un auto porque no supiste andar bien en bici, me refiero a que si dejaste todo para lograrlo y aun así no aprendiste, bueno, entonces andar en bicicleta no era lo tuyo: comprate un skate o unos patines. Pero tuviste una gran lección, aprendiste, nadie te la contó. Ahora te conocés más.
Quiero volver un poco al asunto de la sociedad, y te voy a poner el mejor ejemplo del mundo: la sociedad actuando como una pareja tóxica. Al no ser una persona, al ser una entidad enorme y abstracta, la sociedad no puede ser débil, como lo fui yo con Lucas, la sociedad o las personas en general son los mejores maestros que puedas tener. Ignorarlos es un gran error. Tenés que nutrirte. Y acá vamos a hablar de límites.
El límite como unidad de poder es la herramienta más poderosa. Un martillo gigante que podés usar como arma para no dejarte contaminar con todo lo que nos rodea. Sos como Thor, pero sin la capacidad de producir rayos. Las dos palabras más poderosas y establecedoras de límites del mundo son “no quiero”. Aprender a decir “no” es algo de lo cual recién te concientizás cuando estás muy avanzado en la curva. Un débil no sabe decir que no. Es inseguro, dice que sí para agradar. Un asco, sí, pero todos lo hicimos alguna vez, y cada tanto lo seguimos haciendo. Y no siempre el “no quiero” se pronuncia en palabras, a veces no se dice, sino que se demuestra.
Vos podés decirle que no a alguien que te invita a salir, pero no podés decirle que no a una sociedad que se encarga por todos los medios de hacerte sentir y ver débil, dependiente. ¿Qué hacés entonces? Demostrás el “no” con hechos. Te alejás de aquello que te intoxica de la sociedad, impedís que te impacte. Dificilísimo. Muy. Mal. Pero posible.
Pero papá, todos tienen ese celular; uf, quiero ese auto, necesito cierto status; mmm... si me ven con esa persona van a pensar que soy mejor... Todas estas frases tienen el mismo denominador común, la necesidad del que las dice de querer pertenecer. ¿Pero pertenecer a qué? ¿A una puta empresa que quiere venderte su puto teléfono? Bueno, andá, decile a papi que te compre ese telefonito pelotudo, así sos bien parte del rebaño, y por ende, bien fácil de gobernar. La verdad es que toda esa mierda nos hace débiles y dependientes, y obviamente, no necesitamos de esas cosas. Pero claro, quién no tiene un smartphone hoy, y qué bien te viene la excusa sentenciada de “pero yo lo necesito por si me pasa algo malo, y necesito avisar...”. Dejate de joder, la humanidad vivió milenios sin tener que avisarle nada a nadie por celular, no te va a pasar nada. En todo caso, asumí que te gusta el celular y querés tenerlo, eso sería honesto, y no tiene en sí mismo nada de malo. Tenés todo el derecho a que te guste algo y quieras tenerlo, lo que hay que evitar es ser un pussy adicto a lo material. Porque lo material nos lleva por caminos fáciles de recorrer, con curvas cortas, pero el aprendizaje que conseguís también es corto. En general, nulo.
Recuerdo cuando me accidenté, que víctima de mi propia debilidad (porque yo también la tengo, y mucho más seguido de lo que quisiera), ocurrieron cosas que nunca voy a olvidar. Lloraba fuerte tirado en el piso, tenía un corte muy grande en la pierna, el jean de ese lado ya no estaba, recuerdo la sangre en el asfalto, mi cabeza apoyada en un auto, sosteniéndome como podía. No lloraba por el dolor, la verdad es que por la adrenalina que fluye por tu torrente sanguíneo, no sentís dolor cuanto te pasa algo así; lo cierto es que lloraba por la moto. Recuerdo el esfuerzo que hacía para darme vuelta para verla, para ver si había quedado muy dañada. Más allá de la simbiosis que se produce con la moto, que ya expliqué en otro capítulo, lloraba por la pérdida material. Sí, lo reconozco, y llor...