La ciudad que nos inventa
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La ciudad que nos inventa

Crónicas de seis siglos

Héctor de Mauleón

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La ciudad que nos inventa

Crónicas de seis siglos

Héctor de Mauleón

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Héctor de Mauleón le ha devuelto a la crónica sus poderes: voluntad de estilo, erudición, sencillez y profundidad a un tiempo, pasión por los secretos, gran misterio revelado en un relámpago histórico.En pocos escritores el periodismo ha alcanzado la calidad y altura prosísticas con las que De Mauleón resuelve sus reportajes y sus textos de prensa. En las páginas que ha escrito desde hace más de veitne años y en varios libros fundamentales de historia urbana, la crónica vuelve a ser relato, ensayo personal, indagación íntima, reconstrucción de época, todo puesto bajo la destreza de una mano que dirige y organiza las tramas de éste y otros tiempos.La ciudad que nos inventa es el libro más improtante que se haya escrito en el México moderno sobre el laberinto urbano que habitamos día a día. Al mismo tiempo historia social e íntima formada por miniaturas colosales, datos curiosos, revelaciones insólitas, la ciudad brilla desde el año de 1509 hasta la demolición del Cine Teresa y la celebración de los doscientos años de la Catedral.¿Quiere usted saber la historia de la cerveza, del galeón de Manila, del año de la peste, de las rameras corregidas, de la Estación Buenavista? En estas páginas se encuentran historias, personajes, calles, luces de la ciudad a través de crónicas de seis siglos, la ciudad que como escribió Paz "todos soñamos y que cambia sin cesar mientras la soñamos, / la ciudad que despierta cada cien años y se mira en el espejo de una palabra y no se reconoce y otra vez se echa a dormir".—Rafael Pérez Gay

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Information

Publisher
Cal y arena
Year
2021
ISBN
9786078564439

1526

Mesones de paso

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
En el DF, señoras y señores, la vida pasa tarde o temprano por un hotel de paso. No hay rumbo en el que no cintilen las luces de neón que acotan el paisaje, la geografía orgásmica de la ciudad: Hotel Maga, Bonampak, Monarca, Aranjuez, Manolo, Atlante:
 
Amiga a la que amo: no envejezcas.
Que se detenga el tiempo sin tocarte.
 
No importa dónde estén, todos los hoteles se parecen y todos huelen a lo mismo. Ahí hay pasillos sospechosamente silenciosos a los que pueblan voces apagadas, y a los que llegan, ¿qué?, risas, murmullos, gemidos. Esas habitaciones en penumbra que huelen a desinfectante; esas colchas y cortinas floreadas; esos muebles que, diría Vicente Leñero, conservan quemaduras de cigarro. Los espejos que lo escudriñan todo, las bocinas empotradas en el techo, en donde se oyen canciones de Radio Joya:
 
Amor, lo nuestro fue casualidad:
la misma hora, el mismo boulevard…
 
En el siglo xx, la ciudad desató sobre los amantes feroces campañas moralizadoras que prohibían el beso y las caricias en la calle. Los hoteles fueron durante la mayor parte de ese siglo el único puerto del rencoroso amor; en ellos se forjó, en función de la prisa, la urgencia, las limitaciones financieras e incluso los problemas de tránsito, la fraternidad consoladora de lo que Salvador Novo llamó «el equipo congenital».
En 1526, un vecino de la Ciudad de México, Pedro Hernández Paniagua, solicitó licencia para abrir un mesón en la capital de la Nueva España. Además de alojamiento para los viajeros, «dándoles cama e ropa limpia», Hernández se proponía ofrecerles «de comer o cenar dándole(s) asado e cocido e pan e agua». La calle donde instaló su negocio, hacia lo que entonces era el sur de la capital, se habrá poblado rápidamente –según los usos la ciudad gremial– con esa clase de establecimientos que durante cinco siglos han servido para identificarla: Mesones. Hernández se convirtió en padre de la hotelería nacional; a los establecimientos de que fue precursor, Luis González Obregón los describió de este modo:
Los viejos mesones fueron el lugar de descanso de nuestros abuelos en sus penosos viajes; ahí encontraron siempre techo protector, aunque muchas veces dura cama y mala cena; en esos mesones hacían posta los hoy legendarios arrieros con sus recuas, los dueños de carros, de bombés y de guayines, los que conducían las tradicionales conductas de Manila y del interior del país, y los que llevaban las platas de S. M. el Rey.
 
A mediados del siglo xix, el hotel llegó a la ciudad, dispuesto a conquistar el favor de los viajeros. En 1842 funcionaban el Hotel Vergara (en la actual Bolívar) y el de La Gran Sociedad (en 16 de Septiembre). Según el secretario de la legación estadounidense, Brantz Mayer, estos hoteles representaban apenas un pequeño progreso sobre las fondas y mesones del antiguo México. Escribía Mayer:
 
Esto tiene por causa que viajar es cosa que data aquí de época reciente; es como si dijéramos una novedad en México. En otros tiempos, las mercancías se confiaban al cuidado de los arrieros, quienes se contentaban con el alojamiento que les ofrecía una taberna ordinaria […] Cuando gente de categoría superior juzgaba necesario hacer una visita a la capital, encontraba abierta la casa de algún amigo; y he aquí cómo la hospitalidad fue obstáculo para la creación de una honrada estirpe de «bonifacios» que diesen buena acogida al fatigado viajero.
 
En un pasaje de El sol de mayo, Juan A. Mateos demuestra que estas instituciones eran usadas por los caballeros de ese tiempo (1868) para llevar a cabo ciertos lances amorosos. De modo que Hernández Paniagua fue también un precursor involuntario de la relación entre el amor y la urbe.
En la Novísima Guía Universal de 1901, la lista de hoteles capitalinos es infinita: Hotel América, Hotel Buenavista, Hotel del Comercio, Hotel Esperanza, Hotel Gillow, Hotel Humboldt, Hotel Juárez, Hotel San Carlos, Hotel del Seminario, Hotel Trenton. Al llegar la década de los veinte, los tubos de neón alumbrando zonas de la noche se habían convertido «en el icono urbano por excelencia». Pero la ciudad del deseo necesitaba alejar el amor furtivo de los inconvenientes del centro, en donde se corría el riesgo de encontrarse a «todo mundo». Asi, el paisaje erótico fincó en las afueras la inmensidad de sus columnas vertebrales: la calzada de Tlalpan, la salida a Cuernavaca, el camino a Toluca, la carretera a Texcoco. El cronista Armando Jiménez ha señalado que fue justamente en la calzada de Tlalpan en donde se inauguró, en 1935, el primer motel de la ciudad. Su nombre es inolvidable: El Silencio.
Ramón López Velarde escribió que en un hotel se descubre que hay jornadas luctuosas y alegres en el mundo. En esas habitaciones los hombres del alba del poema de Efraín Huerta habrán descubierto que existen «lecciones escalofriantes» y «modos envenenados de conocer la vida» –aunque también hay «lluvias nocturnas» y «pájaros entre hebras de plata»: amaneceres de los que se surge, decía Efraín, «con la cabeza limpia y el corazón blindado».
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

1527

La vieja calle del Seminario

Seminario es una de las calles más breves del Centro. Como a Guatemala, el hallazgo de la Coyolxauhqui le arrebató un largo tramo, bajo el que aparecieron las ruinas desvaídas de Tenochtitlan. La piqueta sacrificó construcciones de los siglos xvii y xviii e hizo de Seminario, no una calle, sino una especie de antigua litografía compuesta por cinco o seis casonas en donde la Historia sobrevive en condiciones de hacinamiento.
Prolongación de la vieja calzada de Iztapalapa, por la que entraron los conquistadores; a un tiro de ballesta de la Catedral y a sólo unos pasos del antiguo palacio de los virreyes, Seminario fue una calle codiciada por los primeros pobladores. En una ciudad estratificada en la que la posición social se diluía a medida que las casas se alejaban del centro, esta calle estuvo reservada para los personajes que habían ocupado lugar relevante en la guerra de conquista.
Cortés la repartió entre algunos hombres de confianza: allí levantaron sus casas Pedro de Maya, alguacil mayor de la ciudad y funcionario encargado del abastecimiento de carne; Hernando Alonso, primer herrero que hubo en la metrópoli, y Pedro González Trujillo, uno de los trece jinetes que formaron la avanzada del ejército conquistador.
Situ...

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