Predicando desde la tumba
eBook - ePub

Predicando desde la tumba

Una historia de fe, en el genocidio de Ruanda

Phodidas Ndamyumugabe

Share book
  1. 189 pages
  2. Spanish
  3. ePUB (mobile friendly)
  4. Available on iOS & Android
eBook - ePub

Predicando desde la tumba

Una historia de fe, en el genocidio de Ruanda

Phodidas Ndamyumugabe

Book details
Book preview
Table of contents
Citations

About This Book

En solo cien días de 1994, extremistas hutus masacraron a más de un millón de tutsis en Ruanda. Ante una matanza tan atroz, un joven adventista tutsi se negó a quebrantar los mandamientos de la Biblia. Como con Daniel y sus tres amigos, Dios intervino vez tras vez, no solo para salvarle la vida, sino también para darle la oportunidad de testificar en el proceso.

Frequently asked questions

How do I cancel my subscription?
Simply head over to the account section in settings and click on “Cancel Subscription” - it’s as simple as that. After you cancel, your membership will stay active for the remainder of the time you’ve paid for. Learn more here.
Can/how do I download books?
At the moment all of our mobile-responsive ePub books are available to download via the app. Most of our PDFs are also available to download and we're working on making the final remaining ones downloadable now. Learn more here.
What is the difference between the pricing plans?
Both plans give you full access to the library and all of Perlego’s features. The only differences are the price and subscription period: With the annual plan you’ll save around 30% compared to 12 months on the monthly plan.
What is Perlego?
We are an online textbook subscription service, where you can get access to an entire online library for less than the price of a single book per month. With over 1 million books across 1000+ topics, we’ve got you covered! Learn more here.
Do you support text-to-speech?
Look out for the read-aloud symbol on your next book to see if you can listen to it. The read-aloud tool reads text aloud for you, highlighting the text as it is being read. You can pause it, speed it up and slow it down. Learn more here.
Is Predicando desde la tumba an online PDF/ePUB?
Yes, you can access Predicando desde la tumba by Phodidas Ndamyumugabe in PDF and/or ePUB format, as well as other popular books in Teología y religión & Biografías religiosas. We have over one million books available in our catalogue for you to explore.

Information

Year
2021
ISBN
9789877984002

Capítulo 11

Alas o fuego

“A la hora del sacrificio vespertino, el profeta Elías dio un paso adelante y oró así: ‘Señor, Dios de Abraham, de Isaac y de Israel, que todos sepan hoy que tú eres Dios en Israel, y que yo soy tu siervo y he hecho todo esto en obediencia a tu palabra. ¡Respóndeme, Señor, respóndeme, para que esta gente reconozca que tú, Señor, eres Dios, y que estás convirtiéndoles el corazón a ti!’ En ese momento cayó el fuego del Señor y quemó el holocausto, la leña, las piedras y el suelo, y hasta lamió el agua de la zanja”
(1 Reyes 18:36-38).
Seguimos escondidos en la plantación de mandioca del Sr. Kalisa hasta que estábamos seguros de que el grupo de la milicia se había ido. Como temíamos que, al regresar, la milicia quisiera retomar la búsqueda donde habían quedado, nos cambiamos a otro escondite. Era muy cerca del campo de mandioca, en una pequeña zona de juncos, pastos altos y matorrales. Nos arrastramos con cuidado, asegurándonos de que el pasto que pasábamos quedara lo más inalterado posible.
Cuando volvió a llover, lo consideramos una bendición a medias. Si cambiábamos de escondite, podíamos movernos un poquito más rápido, porque el viento y la lluvia movían los pastos con tanta fuerza que nuestros movimientos pasaban desapercibidos. Pero lo malo era que la lluvia nos empapaba la ropa, y estábamos pasando mucho frío.
Había ayudado a Joel a esconderse en un lugar separado, como a 10 metros de donde yo me escondía. Él se metió en una zanja cuyo extremo superior estaba cubierto por pastos altos. El pasto de abajo estaba seco, y lo quitamos para crear un escondite. Yo había hecho lo mismo para mí un poco más abajo.
Tiempo después escuché que alguien, o algo, venía hacia mí. Contuve la respiración y me pregunté qué ocurriría ahora. En ese momento tenso, oré pidiendo a Dios que nos salvara de nuevo. De repente, pude oír una voz susurrando fuera de mi matorral.
–¡No puedo soportar esto! ¡Ya es estar muerto!
Era solo Joel. Se había arriesgado a que lo vieran acercándose a mi escondite porque se sentía tan incómodo y desanimado. Las hormigas se trepaban sobre él y entraban en sus orejas. Además, el torrente de agua era tan grande que comenzó a caerle encima, trayendo consigo barro. Quería quedarse conmigo. Cuando traté de convencerlo de que volviera, me dijo que prefería morir antes que pasar por esa situación de nuevo; así que, compartimos mi estrecho escondite. Nos apretamos y permanecimos allí por el resto del día.
Cuando oscureció, decidimos irnos de la propiedad del Sr. Kalisa y dirigirnos a la casa de Jules; pero esto probó ser un viaje difícil. Tardamos más de cuatro horas para hacer dos kilómetros. Tratamos de ser lo más cuidadosos posible, y de asegurarnos de no hacer ruido con nuestros pasos al pasar cerca de las casas. Cada tanto hacíamos una pausa para evaluar un matorral o un árbol y asegurarnos de que no fuera la silueta de un hombre de la milicia listo para matar.
Finalmente, llegamos a la casa de Jules. Debió haber sido como las 2. Toqué a la puerta, y la madre de Jules la abrió. Apenas me reconoció, rompió en llanto.
–¿De dónde vienen? –preguntó.
Mientras contaba todo lo que habíamos vivido, el padre de Jules se acercó y escuchó nuestra historia. Ellos estaban felices de que estuviéramos bien, pero preocupados por nuestro regreso, ya que la milicia estaba realizando búsquedas implacables. Temían que nos mataran a todos.
Otro asunto que complicaba más la situación era que cuando me había hospedado antes en este hogar, había ido a la iglesia y predicado allí. Se había pasado la voz por el poblado de que Jules había traído a un predicador tutsi de Kigali. Por esto, la milicia había hecho de la familia de Jules uno de sus blancos, y los acusaban de esconder un tutsi. Mi regreso solo empeoraría la situación para ellos.
Joel y yo estábamos muertos de frío. Queríamos calentarnos y al menos cambiarnos de ropa, ya que la que teníamos puesta estaba empapada. El ambiente en el hogar era muy silencioso, y hasta los niños hablaban solo en susurros. Podía ver que se sentían ansiosos por nuestra presencia, y que habían sufrido mucho.
También estaban preocupados por mí. Parecía como que ya me habían tenido por muerto. La madre de Jules seguía llorando, y cuando noté sus lágrimas, no pude contenerme más. Sentí que Dios quería que yo dijera algo.
–¿Por qué está llorando, madre? –le pregunté, mirándola a los ojos con compasión.
–Hijo mío, ¡te van a matar! –me dijo la madre de Jules entre sollozos–. No quiero verlos derramar tu sangre –continuó.
–No moriré. ¡Dios me protegerá! –protesté.
–Eres muy joven para entender. No sabes de qué estás hablando. Están matando hasta a cristianos.
Entonces, ella mencionó los nombres de varios miembros de iglesia que eran buenos cristianos, pero los habían asesinado.
Había un caso en particular que se le había grabado a fuego, y que instigaba sus dudas. Era la muerte de un maestro de primaria muy conocido, llamado Sr. Innocent. Todos lo amaban por su bondad y su capacidad de transformar alumnos poco prometedores en jóvenes inteligentes, que terminaban entre los pocos seleccionados en Ruanda para asistir al colegio secundario. Su clase siempre había tenido resultados mejores que los de toda la comunidad. Muchos padres transferían a sus hijos al colegio donde enseñaba el Sr. Innocent, buscando el beneficio de su influencia.
Cuando los asesinos llegaron a su casa, la mayoría de ellos temía matarlo por su historial moral sin igual. Muchos estaban seguros de que la milicia le perdonaría la vida aunque fuera tutsi.
Pero las cosas cambiaron. Un día, un grupo de hombres de la milicia que lo conocía bien descubrió al Sr. Innocent escondido y discutieron sobre quién sería el primero en golpearlo. Luego de un poco de reticencia por parte de varios, un joven dio un paso al frente y realizó lo impensable. Otro de los que estaban en el grupo se sintió muy perturbado al ver que mataban a una persona excepcional luego de todo el bien que había hecho en la comunidad.
–Hemos matado a muchos, pero Dios nunca perdonará al que mató al Sr. Innocent –se lamentó.
El asesino del Sr. Innocent escuchó este comentario, pero mantuvo el silencio. Cuando todos se reportaron a la base y contaron lo que habían logrado, el asesino del maestro le informó a su líder que alguien en el grupo lo había condenado por matar al Sr. Innocent, un tutsi.
–¿Qué le haremos a la persona que dijo que Dios nunca perdonará al asesino del Sr. Innocent? –preguntó el hombre al líder en voz alta, para que todos oyeran.
–¿Esa persona está aquí? –preguntó el líder.
–Sí –respondió el hombre de la milicia.
–¡Terminen con él! –ordenó el líder.
Todos rodearon al muchacho que había hecho el comentario empático por el Sr. Innocent y lo apuñalaron hasta que murió. Esta acción tuvo un profundo impacto en el grupo, que pareció hundirse más aún en la brutalidad. Para empeorar las cosas, el hermano mellizo del joven a quien habían matado estaba presente. Había querido huir porque no podía verlos matar a su propio hermano, pero temía que eso complicara las cosas para él. El miedo no le permitió moverse.
–¿Y qué hacemos con el hermano, que está aquí entre nosotros? ¿Piensan que nos apoyará ahora? ¿Estamos creando enemigos entre nosotros? –preguntó alguien, señalando al hermano mellizo de la víctima.
–¡Mátenlo a él también! –instruyó el líder.
En ese momento, el fin de su hermano se convirtió en su fin también.
Para la madre de Jules, Dios no estaba activo en este genocidio; al menos, no por al momento. Para ella, no había escondite ni esperanzas para mí. Creía que Satanás y los malvados manipulados tenían el control de la mente de los que asesinaban violentamente a otros.
Al escuchar sus palabras llenas de dudas, no pude contenerme más.
–Yo no adoro al Dios de otra persona. ¡Mi Dios, que me ha protegido desde Kigali hasta ahora, me seguirá protegiendo! –dije con convicción.
Al darse cuenta de mi confianza en la protección de Dios, ella quedó en silencio. Mientras tanto, el padre de Jules parecía absorto en sus pensamientos. Finalmente, rompió el silencio.
–¿Dónde voy a esconderte? –preguntó.
Se lo veía perplejo. Ya había enviado a uno de sus hijos para vigilar alrededor de la casa y asegurarse de que la milicia no estuviera en camino. Luego de considerar varias opciones, pensó en una zona de matorrales en el poblado de Gasuna, como a un kilómetro de distancia.
–Probemos allí –dijo–. ¡Creo que tu Dios te protegerá!
Como a las 3 salimos hacia el poblado de Gasuna. El padre de Jules se abría paso entre matorrales, grietas y ríos crecidos. Estábamos cansados, pero continuamos hasta que llegamos a la zona de matorrales que él tenía en mente. Los tres entramos hasta el corazón del matorral y nos arrodillamos en el suelo mojado mientras él oraba por nosotros. Luego de esto, él regresó a su casa, y nosotros permanecimos allí.
Parecía que ya habíamos agotado todos los medios de liberación. Ya no teníamos dónde correr. No había otro hogar donde escondernos. Al entender la situación, decidí buscar a Dios en oración una vez más. Le pedí a Joel que siguiera orando donde estaba escondido. El padre de Jules había hecho todo lo que podía, y se había quedado sin soluciones. Era evidente que él no pensaba que este matorral fuera la solución para nosotros, pero ya no había lugares donde ir, y habíamos tenido que salir de su casa por la seguridad de toda su familia.
Nos encontrábamos al límite del esfuerzo y las soluciones humanas, pero yo sabía que “hay un Dios en los cielos”. Él estaba al control total de la situación, e intervendría cuando fuera necesario.
El padre de Jules había arriesgado todo al tomar un camino solitario con nosotros a la noche. En cierto momento me dijo que me quería dar su abrigo, ya que la milicia se había quedado con el mío; probablemente era el único abrigo que tenía. Él me lo hubiera dado, pero llegó a la conclusión de que hacerlo expondría a su familia. En esta zona rural, la mayoría de las personas solo tenía uno o dos abrigos, que utilizaban todos los días para casi todas las situaciones. Si la milicia me veía con su abrigo, reconocerían que era el del padre de Jules, y confirmarían las sospechas de que su familia estaba escondiendo tutsis. Así que, en lugar de su abrigo, me dio una bolsa pesada de arpillera. No era de mucha ayuda, porque había llovido toda la noche y la bolsa estaba empapada. Estuvo goteando y pesada todo el día, así que, era difícil utilizarla como cubierta.
Mientras me acomodaba en este nuevo escondite, oré a Aquel en quien siempre podía confiar: “Señor, tú eres el Creador del universo. Nada es demasiado difícil para ti. Lo que es imposible para los hombres, para ti es algo simple. Envía a los ángeles a rodear este matorral y a protegernos ahora. Muéstranos una vez más que estás con tu pueblo. Que otros sepan que estás al control y que todavía respondes oraciones”.
Me estaba quedando sin fuerzas, y luché por respirar durante esas terribles horas en el matorral. Me moría de frío con esa bolsa de arpillera mojada, con la que había intentado cubrirme. Seguía orando y confiando en que Dios traería una solución.
Eran como las 10 u 11 de la mañana cuando escuché el sonido de gritos y campanas. Miré por el matorral para entender qué ocurría. Vi que un perro se movía de un lado hacia otro, como si estuviera cazando un animal salvaje, y escuché que dos hombres de la milicia hablaban mientras se acercaban.
–¿Se escondería alguien aquí? –cuestionó uno de los hombres.
–Si nosotros no los matamos, lo harían las serpientes –respondió el otro.
Entonces, el perro vino directamente hacia mí y ladró. Yo atisbé por el extremo de la bolsa que me cubría la cabeza y miré al perro a los ojos como si estuviera negociando con el animal. Siguió gruñendo mientras mantenía los ojos en mí. Traté de hacer que se fuera, pero solo logré que ladrara más fuerte.
–Más vale que te rindas –me ordenó un hombre, señalando a dos de sus amigos, que ya estaban rodeando nuestro escondite–. ¡Son dos! ¡Los encontré! –exclamó.
–¡Salgan! –nos ordenaron.
Yo me puse de pie, sosteniendo mi bolsa de arpillera y la bolsita de plástico donde guardaba mi Biblia. Me dirigí hacia los hombres, que esperaban con impaciencia. Joel me seguía. En ese momento, Dios me dio un valor inimaginable. Extendí el brazo y traté de darle la mano al primer asesino, pero él se negó. Extendí la mano al segundo hombre, que aceptó el saludo, pero luego quitó la mano rápidamente por temor. Otro hombre se acercó y me pidió la identificación. Yo se la di. Justo cuando la estaba mirando, escuchamos un ruido fuerte. Le habían disparado a alguien como a unos cien metros de distancia.
–Te mataremos –me dijo el hombre que tenía mi identificación en la mano.
Nos hicieron ir hasta el lugar donde pensaban matarnos. Yo tenía miedo de morir. La mayoría de estos hombres no tenían machetes, sino cuchillos y garrotes con clavos afilados. Los escuché decir que llamaban a estos garrotes ntampongano. En idioma kinyarwanda (el idioma de Ruanda), esto significa: “No hay rescate para el enemigo. No hay soborno que puedas pagar para redimirte”. Al darle este nombre al garrote, la milicia de esta zona estaba diciendo que eran demasiado despiadados para dejar escapar a alguien.
Me aterraba pensar en que me golpearan en la cabeza con esos instrumentos de maldad. Traté de negociar con ellos y les rogué que me dispararan antes de matarme con los garrotes o apuñalado.
–¡No! –gritó uno de ellos–. ¡No tenemos balas para ti!
Llegamos a un lugar donde se habían reunido varias personas. Luego de una rápida inspección del área alrededor de una casa, seleccionaron un lugar. Allí me dijeron qué debía hacer a continuación:
–Toma esa azada y cava tu propia tumba. No queremos cansarnos. Cava tu tumba, y entonces te mataremos a ti y a tu amigo y los enterraremos allí –indicó uno de los hombres, mientras los demás gritaban su aprobación.
Aunque todavía estaba débil y cansado, no tuve más opción que tomar la azada y comenzar a cavar mi tumba. Pensé en el largo viaje desde que habían comenzado las matanzas en Kigali. Recordé todo lo que Dios había hecho por mí, y los milagros que había vivenciado. Mi oración confiada y esperanzada era que Dios interviniera antes de que yo terminara de cavar.
Mientras yo cavaba, los hombres estaban alardeando de habernos encontrado. También hablaban sobre la horrible manera en que pensaban matarnos. Algunos sugirieron que no necesitaban desperdiciar balas, y otros sugirieron que era mejor no desperdiciar su fuerza golpeándonos. Escuché que uno propuso enterrarnos vivos.
Aunque estaba atemorizado, también sentía que estas personas no solo estaban haciendo el mal, sino que eran como demonios: despreciando a Dios, matando inocentes y restándole importancia a lo que hacían. Rogué a Dios en oración que se mostrara como Dios y que hiciera que estos asesinos aprendieran sobre su poder.
“Señor, he predicado sobre ti desde mi juventud. He hablado sobre la experiencia de Daniel en el foso de los leones, y compartido la historia de Sadrac, Mesac y Abed-nego en el horno de fuego. Les he dicho a las personas que has obrado milagros en la antigüedad. ¿Eres el mismo Dios a quien he estado sirviendo? Si eres el mismo, muéstrame que no he estado diciendo mentiras a las personas. Muéstrame que eres el mismo Dios. ¡Haz algo, Señor! Lo que sea que decidas, estará bien para mí”. Así oraba mientras cavaba mi propia tumba.
Mientras yo cavaba, uno de los hombres tomó mi Biblia de donde la había apoyado. La abrió por diversión; pero al hojearla, pareció estar interesado en lo que leía. Le dio curiosidad las secciones resaltadas a lo largo de la Biblia.
–¿Qué significan estos colores? –preguntó–. ¿Por qué son diferentes?
–Esos son mis versículos preferidos. Me han fortalecido, y por eso los resalté –respondí.
El hombre continuó mirando mi Biblia. Página tras página leyó cada versículo resaltado, y su interés aumentaba. Parecía haber pasado de una mera curiosidad a reflexionar sobre lo que estaba leyendo.
–¿Quieres decir que has leído todos estos versículos? –preguntó.
–Sí –respondí, levantando la vista del hoyo cada vez más grande.
Temía que mi tumba estuviera lista antes de que Dios pudiera hacer algo. Seguí orando. Esta v...

Table of contents