Jesucristo, divino y humano
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Jesucristo, divino y humano

Temas de cristología y salvación

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Jesucristo, divino y humano

Temas de cristología y salvación

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Este libro presenta de forma clara y amena un estudio de la doctrina de Jesucristo, basado en una diligente investigación bíblica. Es un libro que ofrece consuelo, esperanza y gozo. Conocer a Jesucristo en sus dimensiones divina y humana traerá a todo creyente sincero un aliciente, y la plena confianza de que el día de la redención está cerca. La Biblia, de manera inconfundible, clarifica que la esencia de la vida cristiana es más que la aceptación intelectual de ciertas doctrinas, implica una relación personal e íntima con Jesucristo. ¿La razón? Porque Él es el centro de la teología y de la experiencia cristianas. La pregunta que Jesús hiciera: "Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?" se ha convertido en la pregunta más importante que todo ser humano debe contestar.

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Information

SEGUNDA PARTE

LA OBRA DE CRISTO

Capítulo 9

El pecado y sus consecuencias

El plan de salvación presupone la presencia y la seriedad del pecado, una situación de la cual el hombre no puede librarse por sí mismo. Al comienzo de su ministerio, al anunciar Jesús el propósito su misión, dijo que él había venido a “proclamar libertad a los cautivos” (Luc. 4:18). Más adelante, agregó: “El Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido” (Luc. 19:10). Se observa un paralelo muy singular entre la misión de Cristo y la liberación del pueblo de Israel de la esclavitud en Egipto. La esclavitud era tan real e invencible que hizo necesaria la intervención de Dios, lo que hizo del Éxodo un evento glorioso y sobrenatural. Por eso, para poder apreciar la magnitud del rescate logrado por el Señor Jesús, es necesario comprender la seriedad del pecado. Sobre este punto, comenta Alister McGrath:
“La proclamación de la redención definitivamente es una buena noticia, pero al comenzar a reflexionar en ella nos damos cuenta de que tiene algunas presuposiciones negativas, una de las cuales es que necesitamos redención. Esta presuposición de nuestra redención se expresa en la doctrina del pecado original” (Justification by Faith, p. 156).
Por tal motivo, antes de tratar con detalle los distintos aspectos de nuestra liberación, debemos analizar la causa que hizo necesaria la intervención de Dios. Es de notar que el apóstol Pablo, en la carta a los Romanos, donde se presenta el evangelio en forma más completa y profunda que en ningún otro libro de la Escritura, antes de explicar la obra de Cristo, dedica 82 versículos (1:18 -3: 20) a hablar del pecado y sus consecuencias.
Pecado original
La expresión “pecado original” no se usa teológicamente para referirse al origen el pecado, sino para explicar la manera en que el pecado de Adán ha afectado a su descendencia. Adán fue creado como representante y responsable de la raza humana y, cuando él pecó, pasó a su descendencia los efectos de su pecado. Un respetado teólogo adventista lo explica de la siguiente manera:
“Adán y Eva fueron creados en un estado de inocencia, en unidad y armonía con Dios. Pero pecaron. Por eso se encontraron separados de Dios y fueron alejados del Jardín del Edén. Su relación con Dios se perdió, no solamente para ellos sino también para todos sus descendientes. Como resultado, todos los hombres nacen en un estado de separación de Dios, sujetos al pecado y la muerte, incapaces de regresar a la inocencia por su cuenta” (Edward Heppenstall, The Man Who Is God, pp. 108, 109).
El pecado es, por lo tanto, más que un acto de violación de la Ley de Dios; es en esencia un estado, una infección que ha penetrado en la naturaleza del hombre, que limita y afecta todo lo que hace.
“Pecado original puede definirse como el estado humano natural, el estado en el cual nacemos en el mundo. No se refiere a un concepto moral sino a un estado humano con una relación únicamente nominal con Dios [la de ser sus criaturas], en vez de una relación real [la de ser sus hijos]” (McGrath, ibíd., p. 166).
Los reformadores usaron a veces la expresión depravación total para referirse a la condición en la que nace el hombre debido al pecado de Adán. No querían decir con ello que todo ser humano está depravado al extremo o que todos están igualmente depravados, sino más bien que el hombre en su totalidad, espíritu, alma y cuerpo, está afectado por el pecado.
El apóstol Pablo habló en forma dramática de los efectos del pecado cuando escribió: “Estaban muertos en sus delitos y pecados” (Efe. 2:1). Todos los seres humanos están muertos, aunque no todos en el mismo estado de depravación. Los evangelios registran que Jesús resucitó a tres personas que habían muerto: la hija de Jairo (Mar. 5), que acababa de morir; el hijo de la viuda de Naín (Luc. 7), que había muerto tal vez el día anterior; y Lázaro, que ya había estado cuatro días en la tumba (Juan 11). Los tres estaban igualmente muertos, pero no en el mismo estado de descomposición. Lo mismo podemos entender por “depravación total”: todo ser humano está totalmente depravado, pero no todos se encuentran igualmente deteriorados.
Universalidad del pecado
En el mismo comienzo de la Epístola a los Romanos, el apóstol Pablo presenta en una cápsula la tesis de su libro:
“No me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para la salvación de todo aquel que cree: […] en el evangelio se revela la justicia de Dios, que de principio a fin es por medio de la fe, tal como está escrito: ‘El justo por la fe vivirá’ ” (Rom. 1:16, 17).
El tema de la epístola es la justicia de Dios, la justicia que Dios proveyó por su gracia debido a la tragedia del pecado. E inmediatamente después de establecer su tesis, en el versículo siguiente, Pablo expone cuál es la razón de esa revelación: “La ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad y maldad”. En otras palabras, el plan de redención fue hecho sobre la base de dos realidades.
En primer lugar, debido a la ira de Dios, es decir, su santa reacción, natural y espontánea, contra todo lo que es pecado. El propósito primario de la Cruz no fue producir algo subjetivo en el hombre, sino “aplacar” la ira de Dios, resolver su problema para poder ser justo al perdonar al culpable. En segundo lugar, el plan de salvación fue necesario por el pecado del hombre. El apóstol nos dice que el pecado del hombre tiene dos dimensiones: la impiedad, cuyo significado es idolatría, no dar a Dios lo que le corresponde, la violación del primer Mandamiento; y la injusticia, o trato indebido con el prójimo, la violación del segundo Mandamiento.
La impiedad, el pecado contra Dios, es siempre precursora de la inmoralidad, del pecado contra el hombre. Es una relación equivocada con Dios lo que en última instancia causa el abuso y la injusticia. Génesis 3 registra el pecado de Adán, su pecado contra Dios; y en el capítulo siguiente ya se hace presente la injusticia, cuando un hijo de Adán mata a su propio hermano. El apóstol detalla con más cuidado los efectos del pecado de Adán sobre su descendencia:
“El pecado entró en el mundo por un solo hombre […]. Por un solo pecado vino la condenación […]. Por la transgresión de uno solo vino la condenación a todos los hombres […] por la desobediencia de un solo hombre muchos fueron constituidos pecadores” (Rom. 5:12, 16, 18, 19).
Elena de White escribió lo siguiente en relación con los efectos del pecado de Adán sobre su descendencia: “Tenemos motivo de incesante gratitud a Dios porque Cristo, por su perfecta obediencia, reconquistó el cielo que Adán perdió por su desobediencia. Adán pecó, y los descendientes de Adán comparten su culpa y las consecuencias” (Fe y obras, p. 91).
“Los hombres están emparentados con el primer Adán, y por lo tanto no reciben de él sino culpa y sentencia de muerte, pero Cristo entra en el terreno donde cayó Adán, y pasa sobre ese terreno soportando todas las pruebas en lugar del hombre” (Comentario bíblico adventista, t. 6, p. 1.074).
La comprensión del evangelio está relacionada directamente con la manera en que se entienda la naturaleza y los efectos del pecado. Una definición superficial de pecado (solo actos, por ejemplo) va a requerir un evangelio en el que la gracia de Dios no figure en forma prominente, y donde el hombre puede aportar más y, en última instancia, jugar un rol importante en su salvación. En tal caso, el énfasis se centra en la obediencia como un requisito más bien que como el fruto de una relación con el Señor.
Pelagio y Agustín
En el siglo V de la Era Cristiana, se entabló una lucha teológica entre Pelagio y Agustín acerca de la naturaleza y las consecuencias del pecado, que en mayor o menor grado afecta todavía a la iglesia. Pelagio (c. 354-418), un monje británico, hombre de alta moral, fue maestro en Roma al final del siglo IV. En el año 409 se trasladó a Cartago, en el norte de África. Su posición teológica estaba basada en una antropología defectuosa; es decir, creía que la naturaleza del hombre era esencialmente buena. Enfatizaba el libre albedrío y la capacidad del hombre para obedecer los requerimientos divinos. Negaba que el pecado de Adán hubiera afectado negativamente a su posteridad, con la excepción de su mal ejemplo. Según él, es el medioambiente lo que malogra a un individuo; todos los seres humanos nacen como una página en blanco, en el estado en que se encontraba Adán antes de pecar.
Pelagio argumentaba que el hombre está equipado para hacer el bien y obedecer perfectamente la Ley de Dios. Veía la gracia como una opción; sin embargo, el hombre podría salvarse por su propia obediencia. Para él, no había tal cosa como pecado original o corrupción heredada. Conectaba la gracia de Dos con la creación, en el sentido de que Dios creó al hombre perfecto, le dio la Ley y la capacidad para obedecerla. Su texto favorito era: “Por lo tanto, sean ustedes perfectos, como su Padre que está en los cielos es perfecto” (Mat. 5:48). Según lo entendía él, Dios no le pediría al hombre que hiciera algo que le fuese imposible alcanzar o que necesitara gracia para hacerlo. Su conclusión era que si Dios manda que seamos perfectos es porque debe ser posible serlo; y si es posible serlo, entonces es obligatorio.
Desde entonces, el nombre de Pelagio ha estado asociado con el perfeccionismo teológico. Para él, el pecado es la violación voluntaria de la Ley de Dios, lo que culminó en una concepción humanista y perfeccionista de la salvación. Tenía muy poco que decir acerca de la Cruz o de la gracia de Dios. La función primaria de Cristo habría sido proveer un ejemplo para que el hombre pudiera imitarlo y demostrar que es posible obedecer perfectamente la Ley de Dios. El pelagianismo fue condenado por la iglesia en el Sínodo de Cartago en 418, y nuevamente en el Concilio de Éfeso en 431, pero nunca desapareció completamente del cristianismo. Aún hoy es muy visible en las enseñanzas de algunos grupos religiosos.
La posición de Agustín (354-420 d.C.) era diametralmente opuesta a la de Pelagio. Agustín concebía al hombre como totalmente depravado debido al pecado de Adán, y la gracia de Dios como su única esperanza. Adán era libre cuando fue creado, pero al pecar perdió su libertad, no solo para él sino también para su posteridad. En su lucha contra Pelagio, Agustín insistía en que la salvación era totalmente por gracia; los méritos humanos no tenían valor alguno. Adán tenía libre albedrío cuando fue creado, pero no lo tienen sus descendientes. Ellos solo pueden elegir hacer lo malo. Según Agustín, la gracia de Dios es irresistible para los que están predestinados para la salvación. Los que no están predestinados para la salvación serán condenados por sus propios pecados.
Muchos estuvieron de acuerdo con Agustín sobre la seriedad del pecado, pero objetaron algunos aspectos de su pensamiento, especialmente lo relacionado con la total esclavitud de la voluntad, con la operación irresistible de la gracia de Dios y con la predestinación incondicional que parecía hacer del hombre un ente meramente pasivo.
A raíz de estas discusiones, surgió lo que se conoce como “semipelagianismo”, que rechazaba los puntos de vista extremos tanto de Pelagio como de Agustín. Había quienes temían el determinismo fatalista de la teología de Agustín, de la gracia irresistible para los predestinados, y a la vez no podían aceptar la posición de Pelagio sobre los efectos o no efectos del pecado de Adán en su descendencia. Entendían que el pecado original y el libre albedrío no se excluyen mutuamente, pero terminaban muy cerca de Pelagio, concediendo algún mérito a las obras del hombre.

Capítulo 10

La justicia de Dios

El Nuevo Testamento usa diferentes figuras para explicar la obra redentora de Cristo. Usa, por ejemplo, la palabra “justificación”, que tiene un significado legal y que es propia del vocabulario proveniente de la corte. También, usa la figura de “frutos”, proveniente de la horticultura. Otra figura muy importante para entender el plan de la salvación se encuentra en la palabra “propiciación”, palabra que proviene del ambiente religioso. El significado primario de esta palabra es “calmar”, “pacificar la ira”, “cubrir la ofensa y pacificar al ofendido”; es decir, la remoción de la ira por medio de una ofrenda.
La ira de Dios
Ningún estudio serio de la redención puede ignorar la enseñanza bíblica acerca de la “ira de Dios”, aunque su significado teológico ha sido y sigue siendo motivo de mucha discusión entre expositores bíblicos. La Escritura llama ira a la reacción natural de Dios a todo lo que es pecado, a aquello que es contrario a su naturaleza. La palabra ira se encuentra aproximadamente quinientas veces en al Antiguo Testamento y más de cien veces en el Nuevo, por lo que no se trata de una mención casual ni pasajera que pueda ser ignorada.
Mencionamos, en el capítulo anterior, los versículos 16 al 18 del primer capítulo de la Epístola a los Romanos. El versículo 16 habla del poder de Dios, el versículo 17 de su justicia y el 18 de su ira. Es más fácil hablar del poder de Dios y de su justicia, pero con frecuencia nos es difícil hablar de su ira. Pero no debemos ser selectivos. Dios es amor, pero no se trata de un amor débil, que todo lo ignora. Con el mismo principio, cuando Adán y Eva pecaron, se manifestaron claramente dos dimensiones del carácter de Dios: su gran amor, al proveer un plan de rescate a un costo infinito para él; y su justicia inexorable, al sacar del Edén a los culpables. Además, “al oriente del huerto de Edén puso querubines, y una espada encendida que giraba hacia todos lados, para resguardar el camino del árbol de la vida” (Gén. 3:24), hasta que el problema creado por el pecado haya sido resuelto.
Por supuesto, lo que a veces causa confusión es la palabra “ira”, porque no parece digna de un Dios que es amor. Debemos recordar que los autores bíblicos no inventaron un nuevo vocabulario para explicar el evangelio. Usaron palabras que estaban a su disposición en el lenguaje común de la gente, y a veces les asignaron un significado especial. El concepto bíblico de la ira de Dios debe desligarse del concepto de la ira humana en dos formas. Negativamente: no se trata de un temperamento descontrolado, un enojo arbitrario, irracional o una pasión pecaminosa. Positivamente: es oposición constante contra todo lo pecaminoso, porque “por la pureza de tus ojos no soportas ver el mal ni los agravios” (Hab. 1:13). Su ira es disgusto con el pecador. En el cuarto Evangelio, se lee: “El que cree en el Hijo tiene vida eterna, pero el que se niega a creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios recae sobre él” (Juan 3:36).
Lo que indigna a Dios y despierta su “ira” es el pecado, que aleja al hombre de él y le hace más difícil salvarlo. Es su amor lo que le causa la ira. El mismo principio lo encontramos en el ministerio terrenal del Señor Jesús. Cierto sábado, se encontraba en una sinagoga donde estaba un hombre que tenía una mano seca. Los fariseos acechaban a Jesús para ver si sanaría a esa persona en sábado; su intención era acusarlo si lo hacía, por ser sábado. La respuesta de Jesús es muy relevante:
“¿Qué está permitido hacer en los días de reposo? ¿El bien, o el mal? ¿Salvar una vida, o quitar la vida?” Ellos guardaron silencio. Jesús los miró con enojo y tristeza, al ver la dureza de sus corazones. Entonces, dijo al hombre: “Extiende la mano” (Mar. 3:4, 5).
Notamos que Jesús se enojó, pero su enojo le produjo tristeza, porque sus interlocutores no respondían a los llamados de su gracia y eran duros de corazón. Así es la ira de Dios: le enoja el pecado y la injusticia, pero su enojo –su ira– está estrechamente relacionado con su amor por el pecador, un amor que no escatima ningún esfuerzo para salvarlo.
Propiciación
No debemos olvidar, además, como lo dijera un conocido escritor cristiano: “La ira divina no es la última palabra. Parte de lo que Cristo hizo en la Cruz fue propiciación, un acto por el cual la ira de Dios no está más contra nosotros” (Leon Morris, The Atonement, p. 176). Por lo tanto, se ha declarado la paz, no hay más enemistad. En Romanos 3:21, el apóstol Pablo comienza una sección muy importante en su argumento: muestra la manera en que la muerte de Cristo resuelve el problema del pecado y de la ira, y restablece la paz entre Dios y el hombre. Esta sección de la epístola, 3:21 al 26, es sin duda donde el evangelio se presenta con más profundidad en el Nuevo Testamento.
De acuerdo a lo que dice el Nuevo Testamento, el objeto primario de la Cruz fue aplacar, alejar la ira de Dios; es decir, satisfacer su justicia. “La crucifixión no fue, en primer lugar, una revelación del amor de Dios o de su misericordia. Fue más bien el clímax de la manifestación de su ira contra el pecado” (Norman R. Gulley, Christ, Our Substitute, p. 67). Siendo que su ira es real, es decir, su desagrado y ofensa por todo lo que es contrario a su naturaleza, ¿cómo se resuelve? ¿Cómo se elimina? No debemos olvidar que en la Cruz el Señor “se entregó a sí mismo por nosotros, como ofrenda y sacrificio a Dios, de aroma fragante” (Efe. 5:2).
En el capítulo 3 de Romanos, Pablo profundiza aún más sobre el significado de la Cruz.
“Son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que proveyó Cristo Jesús, a quien Dios puso como sacrificio de expiación por medio de la fe en su sangre. Esto lo hizo Dios para manifestar su justicia, pues en su paciencia ha pasado por alto los pecados pasados, para manifestar su justicia en este tiempo, a fin de que él sea el justo y, al mismo tiempo, el que justifica al que tiene fe en Jesús” (Rom. 3:24-26).
Así, el propósito de la Cruz fue hacer “propiciación”. El hombre no participa en proveer el medio para alejar la ira de Dios. La palabra clave en esa sección es “propiciación” (del griego hilasterion). Debemos notar que algunas versiones de la Escritura traducen la palabra hilasterion como “expiación” en vez de “propiciación”, lo cual cambia totalmente su significado ¿Cuál es la traducción correcta? ¿Acaso hay diferencia en traducirla de una manera o de otra? La respuesta simplemente es sí, hay mucha diferencia.
La expiación tiene como objeto el pecado: el pecado del hombre debe ser expiado. Dios envió a Cristo para que solucionara el problema del pecado en el hombre. En cambio, el objeto de la “propiciación” es Dios, porque él necesitaba ser propiciado debido a su ira. Con el pecado se ofende a Dios, y él se “enoja”; por lo tanto, el pecado es siempre contra Dios. Entonces, para que el pecado sea perdonado, debe hacerse algo en cuanto a la ira de Dios.
El significado básico de la palabra propiciación es apaciguar la ira, mientras que expiación tiene que ver con arreglar algo que está mal en relación con el hombre. En el griego clásico, la palabra hilasterion siempre significa propiciación. Era precisamente la pal...

Table of contents

  1. Tapa
  2. Dedicatoria
  3. Prefacio
  4. Introducción
  5. PRIMERA PARTE - LA PERSONA DE CRISTO
  6. SEGUNDA PARTE - LA OBRA DE CRISTO
  7. Conclusiones
  8. Apéndice: La soberanía de Dios y el libre albedrío