1. La Revolución Libertadora: el fracaso de la restauración conservadora
Muchas cosas cambiaron en la Argentina tras el derrocamiento de Perón, pero al menos dos rasgos particulares del país continuarían vigentes por largo tiempo: la igualdad relativa en una sociedad muy movilizada, y la ya crónica disputa sobre las vías para formar gobiernos legítimos. Esas dos características, que se potenciaban entre sí, sumadas a la crisis de autoridad estatal y la creciente polarización social y política entre el peronismo y el antiperonismo, condicionarían marcadamente los intentos de crear un orden alternativo al derrocado por el golpe de 1955. Pese a ese juego cada vez más trabado, el consenso en torno a los valores democráticos de momento sobrevivió, y evitó que la intervención militar se prolongara en el tiempo.
¿Integrar o erradicar al peronismo? ¿Restablecer el orden social o la libertad política?
Los civiles y militares que participaron del derrocamiento de Juan Domingo Perón en septiembre de 1955 y pretendieron que ese acto fuese el inicio de una “revolución libertadora” estaban divididos en dos sectores. Por un lado, los nacionalistas y católicos que rodeaban al primer jefe revolucionario, el general Eduardo Lonardi, entendían que los conflictos que habían debilitado al régimen depuesto hasta volverlo insostenible se debían principalmente a los vicios y errores de su líder e inspirador, sobre todo aquellos que lo habían enfrentado a la iglesia católica hasta el extremo de provocar su excomunión. Incluso algunos peronistas compartían esta opinión, y por eso no habían hecho demasiado por evitar el golpe. Estos sectores estaban convencidos de que, una vez desplazado Perón, podría preservarse lo que había de rescatable en el orden que él había creado, que no era poco. Por otro lado estaban aquellos que, animados por ideas liberales y republicanas, consideraban que el peronismo había dado origen a un estado autoritario, corporativo y corrupto, que, al igual que sus aparatos sindicales y clientelares, debía ser eliminado. No se trataba simplemente de cortar la cabeza, sino de desarmar todo el sistema de poder para que el país volviera a la normalidad, identificada con la vigencia de la Constitución de 1853. Este segundo sector –que tenía más seguidores entre los demás partidos políticos y los empresarios– logró desplazar a Lonardi de la presidencia de la nación en noviembre, sólo dos meses después del golpe, y colocó en su lugar al general Pedro Eugenio Aramburu, prototipo de lo que Perón llamaba “la contra” o los “gorilas”.
“Prohibición de elementos de afirmación ideológica o de propaganda peronista”
Considerando: Que en su existencia política el Partido Peronista [...]se valió de una intensa propaganda destinada a engañar la conciencia ciudadana [y de] la difusión de una doctrina y una posición política que ofende el sentimiento democrático del pueblo Argentino, [que] constituyen para éste una afrenta que es imprescindible borrar. [...] Queda prohibida en todo el territorio de la Nación [...] la utilización [...] de las imágenes, símbolos, signos, expresiones significativas, doctrinas, artículos y obras artísticas [representativos del peronismo]. Se considerará especialmente violatoria de esta disposición la utilización de la fotografía, retrato o escultura de los funcionarios peronistas o sus parientes, el escudo y la bandera peronistas, el nombre propio del presidente depuesto.
Decreto-ley 4161 firmado por Pedro Eugenio Aramburu el 5 de marzo de 1956.
Los desacuerdos entre estos dos campos impidieron que la Revolución Libertadora sacara provecho del consenso inicial con que contó, como asimismo del desconcierto y la desorganización en que se sumieron quienes seguían siendo leales a Perón. Esto permitió que el presidente depuesto recuperara rápidamente la iniciativa desde su exilio en Paraguay. En ello tendrían también una influencia significativa dos factores primordiales: la compleja estructura política y estatal que el régimen peronista había dejado como legado, y los grandes cambios ocurridos en la sociedad bajo su sombra. Estos factores aportaron al peronismo profundas raíces sociales y los medios necesarios para sobrevivir a su expulsión del poder y resistir los intentos de reabsorberlo o de extirparlo.
Dos rasgos persistentes: igualdad social y crisis de legitimidad política
Muchas cosas habrían de cambiar en la Argentina desde septiembre de 1955, pero al menos dos rasgos característicos continuarían vigentes en el país por largo tiempo: la igualdad relativa en una sociedad fuertemente movilizada, tanto en términos sectoriales como políticos, y la ya crónica disputa sobre las vías posibles para formar gobiernos legítimos. Esas dos particularidades, que se potenciaban entre sí, condicionarían fuertemente los intentos de crear un orden alternativo al peronista. El golpe de 1955 puso en evidencia que, si bien el peronismo había introducido cambios profundos en los actores sociales y en las relaciones entre ellos y con el estado, no había logrado asegurarles medios económicos y, sobre todo, reglas de juego para resolver sus conflictos (ante todo, una Constitución aceptada por todas las partes que permitiera a las mayorías y las minorías alternarse en el poder). Consecuentemente, sus sucesores heredaron estos problemas irresueltos.
La falta de reglas compartidas había signado los últimos años de Perón en el poder. Aunque él mantuvo vigentes ciertas pautas de la democracia pluralista (en particular la convocatoria regular a elecciones), progresivamente fue suprimiendo las condiciones para su efectivo ejercicio (en primer lugar, la libertad de expresión), sin llegar a sustituirlas por un sistema alternativo, explícitamente corporativo o autoritario. De allí que su régimen pueda considerarse un “híbrido” precariamente institucionalizado que terminó dependiendo de un delicado equilibrio entre las heterogéneas fuerzas que lo componían: porque el origen y la legitimidad de ese orden estaban tan en deuda con el proyecto nacionalista y corporativo de junio del 43 y con su protagonista –el Ejército– como con el 17 de octubre del 45 y el movimiento obrero, y con el 24 de febrero del 46 y su imbatible aparato electoral. De esas fuerzas se alimentaba la autoridad del líder, quien se erigía así como único punto de encuentro y mediador necesario entre todas las partes. Tampoco existían, por lo tanto, reglas que resolvieran las tensiones entre el régimen y aquellos actores ajenos o no totalmente integrados al peronismo, como los empresarios, la iglesia católica y las clases medias. Estas tensiones desencadenaron la crisis política de 1955, cuando los conflictos acumulados con todos ellos y con los partidos opositores se radicalizaron y llegaron a los cuarteles.
Así fue como un poder hasta hacía poco omnímodo se derrumbó casi sin ofrecer resistencia. Sus adversarios vieron en la velocidad de ese derrumbe una prueba de que el liderazgo de Perón no tardaría en extinguirse y la posibilidad de resolver fácilmente los desacuerdos. Pero lo cierto es que los vencedores estaban aún más divididos respecto al problema de la legitimidad. Y la dificultad que ello suponía para crear un nuevo orden se vio potenciada por los ya mencionados rasgos igualitarios de la sociedad, que la hacían difícil de gobernar y resistente al cambio.
Dado que la igualdad suele favorecer el funcionamiento de las democracias, cabe preguntarse qué forma específica adoptó en la Argentina de 1955 para provocar el efecto inverso. El grado de igualdad social alcanzado salta a la vista cuando analizamos la actividad económica, la vida social, cultural y cotidiana de la Argentina en los años cincuenta. Al comienzo de esa década, los asalariados habían llegado a sumar casi el 50% del ingreso nacional. Con la crisis económica desatada en 1951 perdieron algunos puntos, pero luego se recuperaron. La nueva caída, producto de la Revolución Libertadora, tampoco alteró en gran medida el panorama: pasaron del 46,5 al 43,4% del ingreso total, pero su poder de compra siguió creciendo. Todo esto significaba niveles de vida superiores incluso a los de algunos países europeos, y la diferencia era aún mayor con Brasil, México o Chile, sociedades por entonces mucho más desiguales, y menos integradas y movilizadas.
Esta igualdad obedecía a ciertos factores estructurales: la relativa ausencia de una masa de población campesina, la rápida expansión de las actividades agroexportadoras y la asimilación de la inmigración europea, la temprana urbanización y la gravitación del sector moderno sobre los sectores marginales y poco desarrollados. Estos rasgos se consolidaron gracias a las reformas peronistas y pasaron a formar parte de la identidad no sólo de las clases subalternas, sino de la sociedad en su conjunto: la maduración de la clase trabajadora y las clases medias asalariadas se potenció con la extensión y la legitimidad que adquirieron las organizaciones gremiales (hacia 1954, la tasa de sindicalización se calculaba en el 48%) y con una amplia red de regulaciones protectoras del trabajo. Un mercado laboral con pleno empleo, en el que los despidos y la discrecionalidad de la patronal estaban sumamente restringidos, centrado en actividades industriales cuyos mercados también estaban protegidos y configuraban una economía cerrada a la competencia externa, permitió que los intereses de los asalariados se identificaran como núcleo y eje de los intereses generales de la sociedad. A la fortaleza de los gremios contribuyeron además los servicios de salud brindados por sus obras sociales, la fijación del monto de los salarios y las condiciones laborales a través de los convenios colectivos nacionales (paritarias) y las leyes que aseguraban la existencia de un solo sindicato nacional por cada rama de actividad, de una sola entidad nacional que los agrupara (la Confederación General del Trabajo, CGT) y de un sistema centralizado para financiarlos (que establecía que las cuotas sindicales se descontaban automáticamente del pago de los salarios).
Además, las migraciones internas y de países vecinos se aceleraron desde los años cuarenta, lo que permitió que una mayor proporción de la población se asentara en las ciudades y se incorporara al sector moderno de la economía. Ya en las ciudades, estos nuevos trabajadores pudieron participar no sólo de una vida social y política integradora, sino de una vida cultural de tendencia similar: la homogeneidad social era moneda corriente en el cine, la radiodifusión, la televisión y la literatura popular de esos años, como asimismo en la educación de masas, cuyo imaginario integrador, heredado de la Argentina liberal, había sido extendido por el peronismo a nuevos sectores, con nuevos fines. Ello explica la gravitación decisiva que llegó a tener la igualdad como valor en el imaginario colectivo: también en este aspecto el peronismo coronó un proceso de más largo aliento, la creación de una sociedad con fuertes valores democráticos, culturalmente homogénea, que celebraba el ascenso social de las clases subalternas y era reactiva a las jerarquías.
Rechazo de las jerarquías
Guillermo O’Donnell comparó la relación entre clases sociales en la vida cotidiana en Río de Janeiro y Buenos Aires a comienzos de los años sesenta, y analizó las diferencias. Frente a la interpelación con que las clases altas cariocas suelen “poner en su lugar” a un subalterno –y que reza: “¿Usted sabe con quién está hablando?”–, señala la que podría ser una respuesta esperable en las calles porteñas: “¿Y a mí qué (carajo) me importa?”. Según O’Donnell, esta respuesta no sólo revela el intenso igualitarismo de la sociedad local, en comparación con la brasileña, sino también un marcado “rechazo a las jerarquías” propio de la cultura de las clases bajas argentinas. La respuesta deja traslucir un cuestionamiento a la autoridad y las diferencias de clase aun en aquellas situaciones en que no pueden ignorarse: “El interpelado no niega ni cancela la jerarquía: la ratifica, aunque de la forma más irritante posible para el ‘superior’ (lo manda a la mierda)”. De allí que, para O’Donnell, esta actitud revele un rasgo significativo de la sociedad argentina de esos años: que haya podido ser “relativamente igualitaria y al mismo tiempo autoritaria y violenta”. Esta violencia, en un principio verbal o simbólica, expresada en una tensión contenida, con el tiempo tenderá a recrudecer y a volverse más activa.
Las citas están tomadas de Guillermo O’Donnell, “¿Y a mí qué me importa?”, Buenos Aires, CEDES, 1984, mimeo.
La igualdad y el desarrollo del sindicalismo son fundamentales para comprender la dinámica del conflicto que se instaló en la Argentina de entonces. Hay distintas explicaciones al respecto. Algunas destacan las reacciones opuestas que esos rasgos generaron en los distintos grupos sociales: dado que la sociedad local era la más igualitaria de toda América Latina, algunos estratos de las clases medias y altas empezaron a considerarla “demasiado igualitaria” y amenazante para su estatus y para el orden social, mientras que los sectores populares consideraban “intolerablemente injusto” cualquier cambio que afectara, aun moderadamente, sus intereses. El poder sindical fue uno de los blancos privilegiados de la “reacción conservadora”, de la que participaron amplios sectores que creían necesario limitar su influencia, incluso a través de medidas autoritarias. No obstante, también es cierto que fracciones nada desdeñables de las clases altas pensaban –tanto antes como después del golpe de 1955– que los sindicatos peronistas constituían una eficaz barrera contra los socialistas y los comunistas. De modo que la “reacción conservadora” no explica, por sí sola, la intensidad que adquirieron los conflictos sociales.
Una explicación alternativa sería que el aparato productivo argentino no podía sostener la presión distributiva a que lo sometían esos sindicatos, hecho que generaba disputas crónicas e irresolubles por el ingreso. Éste fue, claramente, un aspecto muy importante del problema, que asimismo explica la gravedad de los conflictos en torno a los salarios, los impuestos a las exportaciones agropecuarias, los subsidios a la industria y el precio de los alimentos, antes y después de 1955. Este costado económico de la cuestión nos permite considerar además una tercera explicación: si los sindicatos eran “demasiado poderosos” y estaban “demasiado implicados” en las luchas político-partidarias, ello se debía a una desproporción con los demás actores –en particular, por las dificultades de los empresarios para organizarse y defender sus intereses–. La economía cerrada y regulada dificultaba la acción colectiva (vale decir, los medios para identificar intereses comunes y satisfacerlos) de la burguesía y facilitaba la de los trabajadores: al imponer reglas muy estrictas para la contratación y despido de mano de obra, proteger su precio (los salarios) respecto de la competencia externa mediante importantes restricciones aduaneras para una gran cantidad de bienes y, sobre todo, al establecer el mercado interno como destino principal, si no único, de la producción nacional, las ganancias empresarias dependían casi totalmente del nivel de consumo interno y por tanto de los salarios.
Esta explicación permite poner a las otras en una perspectiva más amplia. En lugar de organizarse colectivamente, los empresarios tendían a buscar soluciones a través de vínculos “especiales” con funcionarios públicos, lo que perjudicaba sus posibilidades de influir sobre las decisiones de gobierno como grupo de interés tal como hacían los sindicatos. Por otro lado, el problema no era que éstos se hubieran involucrado en la lucha política con una identidad partidaria definida (algo que de un modo u otro sucede en todas las democracias), sino que privilegiaran la presión por objetivos coyunturales y no la cooperación –hecho que los volvía renuentes a comprometerse en el diseño y la implementación de políticas públicas a través de acuerdos de largo aliento–. Incluso durante el período peronista se habían impuesto barreras firmes para obstaculizar el desarrollo de formas más eficaces y duraderas de cooperación: temiendo las consecuencias de sumar al poder sectorial de los sindicatos un rol más activo en la toma de decisiones, Perón los mantuvo alejados de ese rol. Paradójicamente, los temores de Perón encontrarían mayor justificación tras su caída y exilio: estos fortalecieron a los gremios en vez de debilitarlos, porque, como han señalado Marcelo Cavarozzi y Juan Carlos Torre, les permitieron concentrar la representación sectorial y política de los trabajadores, algo que los sucesores de Perón, y él mismo, intentarían combatir por todos los medios.
De lo dicho podemos concluir que los dilemas que enfrentará la Argentina a partir de la crisis del régimen peronista no pueden comprenderse como resultado de la oposición simple y tajante entre dos campos, uno democrático y el otro autoritario, uno defensor de la igualdad, el otro su enemigo. Entre ambos bandos se moverán actores ambivalentes, y en unos y otros predominará el ansia de instaurar alguna forma de democracia –si bien no lograrían acordar los instrumentos ni el cariz que ésta debería adoptar–. Y al respecto es también interesante observar que en el transcurso de los acontecimientos posteriores a la caída de Perón se produjo, no una sino varias veces, una peculiar inversión de roles: los antiperonistas, que habían empleado consignas e idearios antifascistas para oponerse al régimen y que presentaron su derrumbe como equivalente a la liberación de París de los nazis, vieron con sorpresa que esas consignas e ideas eran tomadas por los peronistas para resistir la proscripción electoral de su partido y la represión “gorila” (al denominarse “Resistencia peronista”, evocaron abiertamente en su favor la experiencia de la Francia ocupada).
Todo ello dejaba en evidencia que los principios d...